Estudios Evangélicos

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Ni zelotes ni herodianos. Por una alternativa cristiana de paz activa

“Por supuesto, no queremos que los hombres dejen que su cristianismo influya en su vida política, porque el establecimiento de algo parecido a una sociedad verdaderamente justa sería una catástrofe de primera magnitud” [1]. Antes que alguien diga “-¡Amén!” a estas palabras, debo decir que son parte de una de las cartas enviadas por Escrutopo a Orugario, en su afán de enseñarle a ser un “buen demonio”. C. S. Lewis, en ese maravilloso libro nos presenta lo urgente y necesario que es pensar la vida en sociedad desde una visión del mundo y la vida explícitamente cristiana. Lo que es terror para el infierno es una bendición para el mundo en el que vivimos, y es parte del cumplimiento del proyecto histórico de Dios inaugurado en la creación y sostenido con mano providente hasta su consumación final.

En dicha realización de la tarea política de los cristianos esparcidos en el mundo, la construcción de la paz es tarea fundamental. Y allí, la pregunta por el tipo de paz es más que pertinente. Claramente, atenta contra la paz cualquier visión política y social que entienda a la violencia como la “partera” de la historia, como el único método para construir un mundo diferente. Pero también atenta contra la paz, aquella mirada y actitud frente a la vida de acomodarse al sistema imperante, no generando ninguna crítica de aquello que es cuestionable y rechazable a la luz de la Palabra de Dios. Los cristianos no somos ni zelotes ni herodianos. Ni radicales ni quietistas. Ni apologistas de la violencia ni indiferentes ante una realidad que deberíamos ver con compasión. Ambas formas de hacer política en la sociedad, por más excluyentes que parezcan, no lo son en realidad, pues buscan una misma cosa: que el poder sea ejercido por una parte de la población en detrimento de otros. Y ahí, las palabras de C. S. Lewis nos advierten: “Cada nuevo poder ganado por el hombre es también un poder sobre el hombre. Cada avance lo deja más débil y más fuerte. En cada victoria, además de ser el general que triunfa, es también el prisionero que sigue el carro triunfal” [2]. El poder es un don de Dios dado a los seres humanos que se transforma en ídolo cuando busca la autoexaltación de los seres humanos, haciéndoles apartar la vista del Dios Todopoderoso y del prójimo a quien debemos amar como a nosotros mismos [3].

Tampoco el pacifismo es alternativa. C. S. Lewis, explicando el texto de Mateo 6:29, “Si alguien te pega en una mejilla, vuélvele también la otra”, y contradiciendo la interpretación pacifista de él, señala: “En la medida en que los únicos factores relevantes en este caso sean un daño hacia mí de parte de mi prójimo y un deseo mío de tomar represalias, sostengo que el cristianismo ordena la absoluta mortificación de ese deseo. No hay que dar cuartel a la voz de nuestro interior que dice: ‘Él me ha hecho esto a mi, yo le haré lo mismo a él’. Pero en el momento en que introduces otros factores, por supuesto, el problema cambia. ¿Acaso alguien supone que los oyentes de nuestro Señor entendieron que él se refería a que si un maniaco homicida, intentando asesinar a un tercero, intentara apartarme de su camino, yo debería hacerme a un lado y permitirle que llegase a su víctima? No creo posible que se hubiera entendido así” [4]. A la luz de la Escritura se puede decir que existen conflictos, guerras e, inclusive, muertes que son injustos, pero otros que no lo son. Y allí la relación entre paz y justicia salta a la palestra.

Nada más justo que la ley del Señor. Y esa ley buscaba asegurar relaciones armónicas entre los seres humanos, condenando prácticas como la codicia, la falta de solidaridad hacia los pobres, el descuido de la tierra, la injusticia y la falta de equidad entre daño y pena; y propiciando la celebración de años sabáticos y de jubileos, que tenían por finalidad hacer descansar la tierra y proclamar, entre otras cosas, el indulto de muchos condenados. Por su parte, los salmos y los profetas, recordándonos las palabras de la ley, nos hablan de un Dios justo, que mira con bondad a quien sufre los rigores impuestos por líderes políticos y religiosos, representados como pastores que sacan la lana de las ovejas gordas para luego engullirlas, dejando a débiles, heridas y perniquebradas a un lado. No por nada, cuando se señalan los pecados de Sodoma, el profeta dice que fueron: “la soberbia, gula, apatía, e indiferencia hacia el pobre y el indigente” (Ezequiel 16:49). Todo ello atenta contra el bienestar que los creyentes debemos buscar para el mundo creado por Dios, teniendo en cuenta que dichos mandatos pueden y deben ser cumplidos tanto en el Edén como en Babilonia. La paz, entonces, no es sólo ausencia de conflicto, pues Shalom es también justicia social, vida abundante y armonía con los otros sujetos que portan, por derecho de creación, la imagen y semejanza de Dios.

Esto nos lleva a decir que la paz de la cual habla la Escritura no tiene nada que ver con la pasividad o con una lectura y actitud reaccionaria frente a la vida. Nadie que crea que Cristo tiene el poder para hacer nuevas todas las cosas puede mantenerse inactivo en el mundo. El Espíritu Santo, con su obra poderosa, nos libra de la ociosidad dañina respecto de nosotros, de nuestro prójimo y de la creación completa.

¿Qué hacer? es la pregunta. En primer lugar, me permito citar un texto confesional. Se trata de la Confesión Escocesa, formulada en 1560 y redactada por John Knox, John Winram, John Spottiswoode, John Willock, John Douglas y John Row. En su capítulo XIV titulado “Las obras que Dios considera buenas”, plantea: “Honrar al padre, a la madre, a los príncipes, gobernantes y poderes superiores; amarlos, apoyarlos, obedecer sus órdenes si éstas no se oponen a los mandamientos de Dios, salvar la vida de los inocentes, sofocar la tiranía, mantener nuestros cuerpos limpios y puros, vivir sobriamente y ser temperantes; tratar con justicia, de palabra y de hecho a todas las personas y finalmente, reprimir cualquier deseo de perjudicar a nuestro prójimo, son las obras de la segunda categoría [la segunda tabla de los diez mandamientos, del amor al prójimo], y éstas son aceptables y agradables a Dios ya que son ordenadas por él mismo” [5]. Cabe destacar, que este documento confesional fue el primero de esa índole, en el protestantismo histórico, en plantear la necesidad de resistir la tiranía como acto de obediencia a Dios.

Por su parte, C. S. Lewis, en su libro “Mero Cristianismo”, en su capítulo “Moral Social”, se esfuerza por responder a la pregunta: ¿cómo sería una sociedad enteramente cristiana? Dicho autor señaló que “No habrá pasajeros ni parásitos: si alguien no trabaja, no debería comer. Todos deberán trabajar con sus propias manos y, lo que es más, el trabajo de cada uno será para producir algo bueno: no habrá fabricación de lujos tontos y luego propaganda más tonta aún para persuadirnos a comprarlos. Y no hay que ‘ser un creído’ ni ‘andar dándose aires’ ni ser ostentoso. […] Por otra parte, [la Escritura] está siempre insistiendo en la obediencia: obediencia (y manifestaciones externas de respeto) de todos nosotros a los magistrados adecuadamente nominados, de los niños hacia sus padres, y (temo que no va a ser en absoluto popular) de las esposas a los maridos. En tercer lugar, debe ser una sociedad alegre: llena de cantos y gozo, y donde la preocupación y la ansiedad serían consideradas malas. La cortesía es una de las virtudes cristianas; y el Nuevo Testamento odia a los entrometidos y chismosos” [6].

Algunas otras tareas que me permito relevar, respecto de nuestro quehacer en la sociedad a partir de la paz que se vive en la justicia, son:
a. Debemos trabajar teniendo en cuenta la triada presentada en la Biblia: pobres, desamparados (huérfanos-viudas) y extranjeros. No debemos olvidar que quienes sufren los rigores de la vida (enfermedad, cárcel, desnudez, hambre), en el discurso bíblico, son los pequeñitos de Dios, y recordando que los actos de misericordia son siempre actos de justicia. Lo contrario reporta una espiritualidad atrofiada e idolátrica.
b. Debemos protestar y trabajar para “terminar con formas particulares de injusticia, violencia y opresión” [7]. En cada lugar en el que exista un ejercicio tiránico y opresivo del poder, debemos alzar nuestra voz y realizar tareas que conduzcan a eliminar dicho ejercicio, porque el amor verdadero “no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad” (1ª Corintios 13:6). Nuestra protesta debe buscar como fin la sanidad de los pueblos, la restauración de los heridos y perniquebrados, la construcción de un proyecto que coadyuve a la expansión y consumación del Reino de Dios, que en la definición paulina es “justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17). La tarea de vivir el Shalom de Dios no es la de crear algo inédito, sino una tarea reparatoria y transformadora.
c. Siguiendo en esto a Sidney Rooy, no debemos olvidar que la tarea de los creyentes cristianos es profética (en relación a las autoridades), didáctica (dentro de ella) y de servicio (respecto de las víctimas de la injusticia). Se recomienda el ejercicio de la resistencia pacífica, pero de manera coherente con la tradición cristiana, no hay que olvidar que en casos extremos puede usarse la fuerza, pues “Todo gobierno que traiciona su vocación y en lugar de promover el bien y castigar el mal hace lo inverso, pierde su autoridad para gobernar” [8].
d. Debemos orar “por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad” (1ª Timoteo 2:1,2), aunque sean como Nerón. Además, el clamor para que se haga la voluntad del Señor, como reza el Padrenuestro, debe estar siempre en nuestra boca, porque la motivación para orar debe ser el reconocimiento de la soberanía de Dios.
e. El profeta Isaías anunciando la palabra del Dios Todopoderoso dijo: “¡Ay de los que llaman a lo malo bueno y a lo bueno malo, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!” (Isaías 5:20). Si bien es cierto, misteriosamente, Dios actúa también en la historia usando como instrumento suyo a los que hacen lo malo, ¡porque Dios es soberano siempre!, eso no señala que lo que estos sujetos desarrollan sea su voluntad expresada en la Palabra. No justifiquemos lo injustificable ni menos celebremos ni homenajeemos al imperio de la maldad ni a sus ejecutores. No nos hagamos cómplices con el silencio ni con la voz que ensalza la opresión.
f. No anhelemos ejercer la venganza, porque ésta sólo es justa cuando proviene de la indignación del Todopoderoso. Él dará el justo pago (Romanos 12:19). No podemos caer en la misma lógica de los que matan literal y simbólicamente, porque eso, en definitiva nos termina autodestruyendo. Si Dios nos ha liberado no volvamos a andar en esclavitud (cf. Gálatas 5:1).

Claramente, ninguno de los esfuerzos mencionados construirá algo completo y perfecto. Y enhorabuena que así sea, pues nuestra esperanza no está puesta en personas y sistemas político-ideológicos, sino que es escatológica y está centrada en el Dios-Hombre, Jesucristo. Y esto, debiese ponernos en nuestro lugar y, a la vez, animarnos en la esperanza. Pues como diría David Koyzis: “No hay cómo saber cuán pronto Cristo volverá para traer la plenitud prometida de su reino. Puede ser mañana, pero puede ser también de aquí a mil años. También no hay cómo saber cómo nuestras obras, falibles e imperfectas, podrán contribuir para promover el reino. Pero sabemos que el final vendrá y que Dios quiere usar nuestros frágiles esfuerzos para sus propósitos y su gloria. Cada acto que promueve la justicia, sea en la política o en cualquier otro ámbito de la actividad humana, apunta para la plenitud final del reino de justicia de Dios en el cielo nuevo y la tierra nueva” [9].

No nos olvidemos nunca que “El producto de la justicia será la paz; tranquilidad y seguridad perpetuas serán su fruto” (Isaías 32:17).

* Miembro de Fe Pública. Licenciado en Historia con mención en Estudios Culturales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. E-Mail: luispinomoyano@gmail.com. Ponencia presentada en el conversatorio “Hablemos de verdad. Una vida digna en Babilonia”. Organizado por RCU, Iglesia Santiago Apóstol, CRU, GBU, Fe Pública, Semillero, y realizado el sábado 26 de octubre de 2019.
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Notas

[1] C. S. Lewis. Cartas del Diablo a su sobrino. Nueva York, Rayo, 2006, p. 107, Carta XXIII.

[2] C. S. Lewis. La abolición del hombre. Reflexiones sobre la educación. Santiago, Editorial Andrés Bello, 2000, pp. 59, 60.

[3] Se trabaja esta idea en: John Piper. Viviendo en la luz: dinero, sexo & poder. Medellín, Poiema Publicaciones, 2017, pp. 65-79.

[4] C. S. Lewis. El peso de gloria. Nashville, HarperCollins Español, 2016, pp. 84, 85. Corresponde al ensayo titulado “¿Por qué no soy pacifista?”.

[5] http://mb-soft.com/believe/tshm/scotconf.htm (Consulta: octubre de 2019).

[6] C. S. Lewis. Mero cristianismo. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1994, pp. 75, 76.

[7] Timothy Keller, Justicia generosa. Barcelona, Publicaciones Andamio, 2016, p. 46.

[8] Sidney Rooy. “Relaciones de la iglesia con el poder político. Modelo reformado”. En: Pablo Deiros (editor). Los evangélicos y el poder político en América Latina. Buenos Aires, Nueva Creación, 1986, p. 70.

[9] David Koyzis. Visões & Ilusões políticas: uma análise e crítica cristã das ideologias contemporâneas. São Paulo, Edições Vida Nova, 2014, p. 322 (traducción propia).