Estudios Evangélicos

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¿Por qué nos duele tanto Santa Sofía?

El pasado 24 de julio, y como cumplimiento de una larga serie de amenazas por parte del presidente de Turquía, se volvieron a colocar las alfombras sobre el piso de la milenaria Santa Sofía de Constantinopla, después de 89 años desde que el padre la Turquía moderna, Mustafá Kemal Atatürk, decidiera su reconversión en museo; resultó llamativo el hecho de ver a un imán subir al púlpito existente, premunido de una espada. Cualesquiera sean las interpretaciones oficiales y no oficiales de estos hechos, lo cierto es que estamos ante un hito particularmente amargo, no sólo para el cristiano ortodoxo, sino para una sociedad que ha asimilado un discurso de respeto mutuo, y que da por sentado que el resto del mundo también lo ha asumido. En el transcurso de los días, me ha tocado leer artículos y declaraciones al respecto, cargadas de dolor e impotencia; también he tenido que leer expresiones indolentes respecto del tema, y explicaciones que rayan en lo infantil, para lo cual las redes sociales siempre son generosas (por ejemplo, un ciudadano turco afirmando que Hagia Sofia es una mezquita, porque cuenta con minaretes, y “las iglesias no tienen minaretes”).

En el centro de la polémica se encuentra este edificio, dedicado a la Divina Sabiduría de Dios, y construido para adorar al Dios Uno y Trino; no pretendo en estas líneas dar una clase respecto de la abultada historia de este templo, pero es inevitable citar algunos hitos que marcaron su devenir: sucesora de dos iglesias anteriores, fue desde la época de su construcción y durante siglos la iglesia más grande del mundo conocido, y de la cual Justiniano habría dicho “Salomón, te he superado”.

Testigo privilegiado de la historia de la Roma Oriental, vivió la Querella Iconoclasta a partir de 726 y la restauración de los íconos en 814 (y justo allí ahora, los íconos son tapados para las oraciones islámicas). También fue la imagen de “no saber si estábamos en el cielo en la tierra, sólo sabíamos que Dios habitaba allí”, que los embajadores del Gran príncipe Vladimir de Kiev le transmitieron a su soberano, y que pesó en su idea de cristianizar su reino. Además fue el lugar donde se consumó la excomunión de los Legados Papales de 1054 (punto de inflexión en la historia del quiebre entre Oriente y Occidente), y vivió dos grandes y terribles profanaciones: la realizada por los soldados de la IV Cruzada el Viernes Santo de 1204, y la producida por la toma de la ciudad por los otomanos en 1453, acompañada de una masacre de sus ocupantes durante el Oficio Divino, tras lo cual el Sultán Mehmed II ordenó su transformación en mezquita, situación que perduró hasta el siglo XX.

La secularización impuesta por Atatürk se detuvo en este monumento que siempre ha despertado fuertes sentimientos: para los helenos, como símbolo de su cultura y del despojo de la misma a manos de sus conquistadores, y de los turcos como botín de su triunfo sobre un otrora imperio poderoso. La solución salomónica (y la más viable, a mi entender) fue convertirlo en museo, como lugar que reúne a dos culturas, dos religiones y, por tanto, dos formas de concebir la vida, y con ello vino el rescate de varios de sus íconos ocultos desde la conquista otomana.

Santa Sofía es mucho más que un templo: representó con la construcción de su cúpula un verdadero adelanto tecnológico y un diseño sin precedentes hasta ese momento. Su arquitectura influyó de forma importante en el arte islámico. Su importancia simbólica para la conciencia colectiva del Cristianismo y el Islam es innegable, pero al afirmar esto, también debemos considerar que, a diferencia del camino por el cual ha optado Occidente desde la Ilustración, la sociedad en Oriente no ha relegado la religión al campo de lo estrictamente privado, sino que es parte de la vida misma, en la cual gestos como el realizado en estos días por el presidente turco son señales totales respecto de sus ideales.

No cabe duda que este es un paso principalmente político, en donde el gobernante turco busca utilizar el pasado otomano en pos de su popularidad: yo en lo personal, desconozco si en la ciudad de Estambul (la vieja Constantinopla) hay déficit de mezquitas, pero llama la atención que encontrándose la Mezquita Azul al frente de Santa Sofía, la cual es una construcción realizada para el culto musulmán, se necesite de precisamente el museo que se encuentra al frente. Además, el gobierno de Erdogan ya ha realizado lo mismo con otras dos iglesias bizantinas que funcionaban como museos: las Iglesias de Santa Sofía de Trebizonda y Santa Sofía de Nicea.

Es curioso que las Iglesias Ortodoxas en Constantinopla hayan sido, en su mayor parte, convertidas en mezquitas durante la época otomana, y que la comunidad griega haya tenido que construir templos nuevos para reemplazar a los expoliados y continuar con su vida religiosa, pero en realidad la lucha por los templos, por mucho que sea llamativa, no es algo extraño: muchas iglesias bizantinas de Tesalónica, por ejemplo, fueron convertidas en mezquitas hasta que la ciudad fue liberada en 1912, cuando Grecia restituyó el culto cristiano en ellas; se dice que durante la derrota de los Otomanos en la I Guerra Mundial, los musulmanes se atrincheraron en las mezquitas de la ciudad, que fueron iglesias en el pasado, por el temor que los griegos las retomaran: el mismo Zar Nicolás II esperaba restituir el culto Ortodoxo en Santa Sofía al terminar la Gran Guerra, y en 1919 un sacerdote griego tuvo la osadía de celebrar la Divina Liturgia dentro de Santa Sofía, cuando aún era mezquita.

Lo sucedido en Santa Sofía, desgraciadamente, no es sino un hito más en una cadena de atropellos tanto a quienes confiesan la Fe Ortodoxa, como al legado histórico-cultural helénico (y que es parte de nuestro legado como civilización) y a la idea que cristianos y musulmanes pueden vivir juntos bajo un clima de que garantice el respeto, como de lo cual hay más de un testimonio a favor en la época bizantina, pero también en el mundo musulmán, el que varias veces dio lecciones de tolerancia y respeto cultural a Occidente.

Desafortunadamente, los defensores de los legados armenio y siriano también han padecido el desprecio de sus valores culturales a manos de los sucesores del fenecido Imperio Otomano, el cual parece revivir los tiempos no tan lejanos de persecución y destrucción que han vivido los cristianos bajo el domingo turco. Los cristianos del hoy padecemos un cierto tipo de persecución que no se puede desconocer: pero aquellos que han vivido bajo el dominio de los otomanos y sus sucesores han experimentado ello desde hace siglos.

¿Qué queda al respecto? Probablemente la frase de San Atanasio de Alejandría “Es un hecho, que ellos tienen los edificios, los templos; pero, en cambio, vosotros tenéis la fe apostólica”, ha revestido desde hace tiempo una importancia indudable para quienes han mantenido la fe en Jesucristo, aún en las condiciones más adversas, y tal vez nos ayuden a colocar el debate en sus justas proporciones: el templo vivo del Espíritu Santo, que somos nosotros como cristianos, según lo que nos enseña San Pablo, debe seguir su ruta hacia la santificación, llevando sobre sus hombros el legado vivo del pasado que nos enseña y que nos ha transmitido el tesoro de la fe, como lo hicieron quienes erigieron Santa Sofía como una ofrenda al Señor. Ese legado alcanza no sólo a los Ortodoxos, sino además a todos aquellos que confiesan la fe de Cristo y sus Apóstoles, cristianos de diversas confesiones que pueden reconocer en Santa Sofía de Constantinopla, parte de un legado que también les incumbe y que no puede serles ajeno, por cuanto habla de nuestra raíces comunes en esa fe que fue plasmada en sus muros, y de cuyas definiciones fue testigo.

*Roberto León es Diácono de la Iglesia Ortodoxa Rusa de la Santísima Trinidad y del Ícono de la Santísima Virgen de Kazán, Santiago de Chile.