Estudios Evangélicos

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¿Puede ser cristiana la democracia? Reflexiones sobre cómo (no) ser teólogo político

Siempre he supuesto que cualquier teología refleja una política, ya sea que esa política se reconoce o no. La pregunta crucial es: ¿qué clase de política se presupone teológicamente?

En la tradición en la que fui educado, se suponía que la política democrática era normativa para los cristianos. Dado que yo no comparto esa suposición, algunos creen que no tengo política. Lo cierto es que me es indiferente si me cuentan o no entre quienes hacen lo que suele denominarse «teología política».

Siempre me he resistido a modificar la teología con descriptores que sugieren que la teología es propiedad de ciertos grupos o perspectivas. Para mí, nada es más importante que la tarea fundamental de la teología de estar al servicio de la iglesia; le pertenece a la iglesia. Estoy muy consciente de que el tiempo y el lugar marcan una diferencia en la forma de hacer teología. Pero muy a menudo temo que cuando la teología se pone al servicio de tal o cual modificador, posee medios inadecuados para resistir convertirse en una mera ideología.

Es cierto, sin embargo, que no existe un «método» que pueda proteger a los teólogos de involucrarse en formas de pensamiento ideológicas, aun cuando pretenden estar haciendo teología. La teología está en constante tentación de «tomar partido», lo cual significa que la teología puede volverse ideológica mucho antes de que alguien lo advierta. No tengo objeción con llamar a la teología «cristiana», pero esa descripción no asegura que la teología con ese nombre esté libre de perversión ideológica. El adjetivo «cristiana» no es una garantía de que la teología esté a salvo de que se la ponga al servicio de lealtades y prácticas políticas que traicionan el evangelio.

Me resisto al uso de la frase «teología política» por muchas de las mismas razones por las que trato de evitar la frase «ética social». Preguntémonos qué clase de ética no sería social. De modo similar, doy por sentado que cada teología —incluso la teología hecha de un modo especulativo— ha sido producida por, y a la vez reproduce, una política. Si se hace teología de manera fiel al evangelio, tal teología no será solo política sino que lo será de un modo específico. De ahí la observación de John Howard Yoder en The Politics of Jesus, que las apelaciones a Jesús como «político» demasiado a menudo son solo eslóganes que no logran indicar la clase de política que encarnó Jesús.

¿Qué es «teología política»?

Si soy un teólogo político o no, depende de cómo se entienda la «teología política». Es importante recordar que la nomenclatura «teología política» solo ha sido reintroducida recientemente en las discusiones en la teología y la teoría política. En efecto, como nos recuerda acertadamente Elizabeth Phillips, la teología política no provino originalmente de la teología cristiana, sino más bien se originó en Atenas, donde la política se entendía como el arte de buscar el bien común de la polis. Phillips observa que posteriormente esa tarea fue asumida por los pensadores cristianos como Agustín, quien comparó y contrastó el cristianismo con aquello que se había hecho en nombre de la teología política.

Sin embargo, la frase «teología política» solo recientemente ha sido reintroducida en la teoría política y legal a través de la obra de Carl Schmitt. Schmitt sostenía que todos los conceptos significativos que constituyen los discursos legitimadores de la formación del estado moderno son de hecho conceptos teológicos secularizados. Phillips observa que esta afirmación les ha dado nueva vida a los diversos enfoques a «lo político» —especialmente las discusiones y continuos debates en torno a la fuerte aseveración de Schmitt acerca del carácter totalizante de la política moderna. En consecuencia, la teología política se ha convertido en un intento de identificar la manera en que las ideas concernientes a la salvación y la devoción a Dios migraron desde la teología cristiana al estado nación.

Paul Kahn argumenta que la manera en que Schmitt entiende la soberanía ha estructurado una indagación en lo político que es una especie de reflejo de la teoría política del liberalismo. Para Schmitt, no es la ley sino la excepción, no el juez sino la soberanía, no la razón sino la decisión lo que determina el carácter de lo político. Kahn argumenta que la inversión de Schmitt de las presuposiciones liberales acerca de la política es tan extrema, que uno «podría pensar en la teología política como la negación dialéctica de la teoría política liberal». Dada mi identificación como crítico de la teoría política liberal, algunos podrían pensar —con cierta justificación— que se me describe correctamente como teólogo político.

Sin embargo, yo dudo que merezca tal descripción. Confieso que es tentador atribuirse esa identidad como una forma de contrarrestar la frecuente crítica de que soy un «sectario, fideísta, tribalista» que intenta lograr que los cristianos abandonen la tarea de conseguir justicia mediante la participación en la política. Es cierto, además, que a mi parecer gran parte del trabajo que se está haciendo en teología política concuerda bastante con mi manera de pensar respecto a los desafíos políticos que enfrentan los cristianos en contextos como Estados Unidos. Pero el camino que he tomado para la manera en que entiendo la postura política que deberían tomar los cristianos del mundo en el que nos hallamos es bastante distinto al de aquellos que ahora se identifican con la «teología política».

Con el fin de explicar ese «camino», así como la manera en que pienso ahora acerca de la política de la existencia cristiana, necesito proporcionar un relato de la manera en que los cristianos estadounidenses se convencieron de que tenían una obligación moral de ser actores políticos en lo que ellos consideraron como política democrática. La expresión «la política de la existencia cristiana» que utilizo para describir mi postura indica mi distancia del relato que tengo que contar sobre cómo los cristianos llegaron a preguntarse qué responsabilidades políticas tenían como cristianos. Esa pregunta a menudo produciría investigaciones sobre la relación del cristianismo con la política. Desde mi perspectiva, esa forma de plantear el asunto —a saber, «¿cuál es la relación entre cristianismo y política?»— implica haber fallado en dar cuenta de la realidad política de la iglesia.

Mi punto no es distinto al argumento de John Howard Yoder respecto a la deficiencia del «método» de H. Richard Niebuhr en Cristo y la cultura. Yoder argumentó que la propia forma en que Niebuhr planteó el problema de la relación de Cristo con la cultura no logró ser adecuadamente cristológico, a tal punto que el Cristo que es Señor está separado de Jesús de Nazaret. Yoder argumentó que el relato de Niebuhr acerca de Cristo como la ejemplificación del monoteísmo radical no logró dar una adecuada expresión a la plena y genuina existencia humana del hombre Jesús de Nazaret. Ese error cristológico, desde la perspectiva de Yoder, configuró el carácter problemático de la tipología de Niebuhr, porque el reconocimiento de la plena humanidad de Jesús es necesario para reconocer que Jesús mismo es una «realidad cultural». A consecuencia de esto, el Cristo de Cristo y la cultura se entendió como extraño a la cultura, y de esa forma creó la problemática que configuró el libro de Niebuhr.
Pero antes de ir más allá, lo que debo intentar hacer ahora es relatar la historia del «y» que creó la pregunta de la relación del cristianismo y la política.

Cómo los cristianos estadounidenses se volvieron «políticos»: de Rauschenbusch a Niebuhr

La historia que tengo que contar no es distinta a la historia que había planeado contar escribiendo un libro sobre el desarrollo de la ética cristiana en Estados Unidos. En un capítulo de A Better Hope, titulado «Christian Ethics in America (and the Journal of Religious Ethics): A Report on a Book I Will Not Write», explico por qué no escribí ese libro. No escribí ese libro porque no quería escribir sobre una tradición que yo creía que había llegado a su fin.

Que la tradición había llegado a su fin tenía plena relación con lo que yo consideraba como la trama del libro. La trama es que la materia de la ética cristiana en Estados Unidos era, primordialmente, Estados Unidos. Que ese era y sigue siendo el caso significa que, en la medida en que los cristianos consiguieron la política que ellos habían identificado como cristiana —es decir, política democrática—, aparentemente ya no tenían nada políticamente interesante que decir como cristianos.

Dicho de otro modo, yo sugerí que el libro que no escribí plantearía la dramática pregunta de cómo una tradición que comenzó con un libro de Walter Rauschenbusch titulado Christianizing the Social Order finalizaría con un libro de James Gustafson titulado Can Ethics Be Christian? La historia que intentaba relatar pretendía explorar cómo resultó esa consecuencia concentrándose en personas tales como Reinhold Niebuhr, H. Richard Niebuhr, Paul Ramsey, James Gustafson y John Howard Yoder. Por supuesto, Yoder no pertenecía a la misma tradición que quienes están desde Rauschenbusch a Gustafson, pero ese era precisamente el punto; a saber, que solo un extraño pudiera ofrecer la perspectiva renovada que la tradición teológica central necesitaba con tanta urgencia.

No es totalmente cierto que no escribí el libro que había planeado. Sí escribí varios ensayos sobre Rauschenbusch, Reinhold y H. Richard Niebuhr, Paul Ramsey, y James Gustafson que desarrollaron algunos temas que el libro propuesto debía abordar. Lo que no hice —y la omisión fue intencional— fue reunir estos ensayos en un libro. No me arrepiento de esa decisión, pero que no haya escrito el libro significa que puedo aprovechar esta oportunidad para explicitar cómo es que el desarrollo del pensamiento cristiano acerca de la política trajo como consecuencia la pérdida de la política de la iglesia.

Una afirmación extraña, sin duda. Después de todo, el evangelio social era en gran medida un movimiento de clérigos que intentaban convencer a sus hermanos cristianos de que tenían un llamado a involucrarse en la obra de reconstrucción social. Desde luego, la realidad central para el evangelio social no era la iglesia sino el reino de Dios. Con todo, como afirmó Rauschenbusch en A Theology for the Social Gospel, la iglesia es el factor social en la salvación porque ella «aplica las fuerzas sociales sobre el mal».

Ella le ofrece a Cristo no solo muchos cuerpos y mentes humanas para que sirvan como ministros de su salvación, sino su propia personalidad compuesta, con una memoria colectiva adornada con grandes himnos y sentimientos morales bíblicos, y con una voluntad colectiva concentrada en la justicia.

Rauschenbusch apelaba a Schleiermacher para enfatizar que la iglesia es el organismo social que hace posible que participemos de la consciencia de Cristo. Según Rauschenbusch, el individuo es salvo por su membrecía en la iglesia porque la iglesia es necesaria para hacer de la consciencia de Cristo la consciencia de cada miembro de la iglesia. No es el carácter institucional de la iglesia, su continuidad, ministerio o doctrina lo que salva, sino que más bien la iglesia provee salvación al hacer presente el reino de Dios.

Según Rauschenbusch, el reino de Dios es el corazón de la fuerza revolucionaria del cristianismo. Fue la pérdida de los ideales del reino lo que puso a la iglesia en camino a abandonar sus compromisos sociales y políticos. A consecuencia de esto, los movimientos por la democracia y la justicia social quedaron sin respaldo religioso. En el proceso, muchos cristianos perdieron toda percepción de que la justicia social podía tener algo que ver con la salvación. En ausencia del reino, los cristianos fueron incapaces de enfatizar los tres compromisos que el reino entraña:

• trabajar por un orden social que garantice a todas las personalidades su desarrollo más libre y elevado;
• asegurar el progresivo reinado del amor en los asuntos humanos e manera que el uso de la fuerza y la coerción legal sea superado; y
• la libre rendición de los derechos de propiedad, lo que significa la negativa a apoyar industrias monopólicas.

Todo esto se puede condensar en la afirmación de Rauschenbusch de que el evangelio social es la respuesta religiosa al advenimiento histórico de la democracia. Para Rauschenbusch, el evangelio social intentó poner una vez más el espíritu democrático que la iglesia heredó de Jesús y los profetas bajo el control de la institución de la iglesia. Otra palabra para salvación, asevera Rauschenbusch, es «democracia», porque el máximo acto redentor de Jesús fue tomar a Dios de la mano y llamarlo «Padre nuestro». Al hacer esto, Jesús democratizó el concepto de Dios, y en el proceso, no solo salvó a la humanidad, sino que «salvó a Dios».

La tarea del cristiano es trabajar para extender este ideal democrático. Rauschenbusch piensa que este ideal se ha logrado en gran medida en la esfera política, pero ahora el mismo ideal democrático se debe aplicar al ámbito económico. Eso significa que los cristianos deben trabajar para ver que la hermandad del ser humano se exprese en la posesión común de los recursos económicos de la sociedad. También deben procurar conseguir el bien espiritual de la humanidad asegurándose de que ese bien sea puesto muy por encima de los intereses de las utilidades privadas de todos los grupos materialistas. Rauschenbusch además estaba convencido de que estos no eran ideales irrealizables, sino logros posibles que los cristianos podían llevar a cabo si el evangelio era reconocido como un evangelio social.

Es tentador desechar a Rauschenbusch por ser irremediablemente ingenuo, pero eso sería un error. Su retórica invita el juicio de que es demasiado «optimista», pero no se debe olvidar que después de Rauschenbusch, la mayoría de las personas de las denominaciones protestantes principales en Estados Unidos supusieron que los cristianos tenían una responsabilidad de ser políticamente activos con el fin de extender las prácticas democráticas.

Reinhold Niebuhr criticará a Rauschenbusch por no lograr dar cuenta de la necesidad de conflicto y coerción para el establecimiento de la justicia, pero Niebuhr nunca cuestionó la noción fundamental de Rauschenbusch de que los cristianos tienen que hacer uso de la política para alcanzar la justicia. Niebuhr pudo haber sido crítico del evangelio social, pero sencillamente supuso que los cristianos deben ser políticamente responsables. El disciplinado realismo de Niebuhr sin duda fue una respuesta crítica a la demasiado optimista suposición de Rauschenbusch de que la justicia era alcanzable, pero en muchos sentidos la crítica de Niebuhr al evangelio social fue posible gracias al logro de ese movimiento.

Desde luego, lo que determinaba la perspectiva fundamental de Niebuhr sobre la necesidad de la política era el pecado. Dado que somos pecadores, la justicia solo se puede lograr mediante grados de coerción, así como de resistencia a la coerción. De ahí su frecuente afirmación de que «la vida política del hombre debe navegar constantemente entre la Escila de la anarquía y la Caribdis de la tiranía». Esa alternativa —anarquía o tiranía— era el tipo de dualismo que Niebuhr solía declarar confiadamente que eran las únicas opciones si no nos esforzábamos por sostener la vida y la institución democráticas. De ahí su afirmación de que la democracia es la peor forma de todos los gobiernos, excepto todas las demás formas de gobierno, porque la democracia proporciona una alternativa al totalitarismo o la anarquía.

Para Niebuhr, los cristianos tienen intereses en las sociedades democráticas porque, dado el realismo que requiere la comprensión cristiana del pecado, los cristianos saben «que una sociedad saludable debe procurar alcanzar el mayor equilibrio del poder posible, los mayores centros de poder posibles, la mayor supervisión social posible a la administración del poder, y la mayor supervisión moral interior posible a la ambición humana, así como el uso más efectivo de formas de poder en las que se combinen el consentimiento y la coerción». Las democracias en su máxima expresión pueden, por lo tanto, lograr la unidad de propósito dentro de las condiciones de libertad y mantener la libertad dentro del marco del orden.

Es especialmente importante señalar que para Niebuhr la democracia es un sistema de gobierno que no exige que los gobernados sean virtuosos. Más bien, es una forma de organización social que limita a los hombres interesados en sus propios beneficios que persigan sus intereses de una forma que no destruye la comunidad. Por supuesto, un pesimismo demasiado consecuente respecto a nuestra capacidad de trascender nuestros intereses pude conducir a teorías políticas absolutistas. Por lo tanto, Niebuhr no está sugiriendo que las democracias puedan sobrevivir sin algún sentido de justicia. Más bien nos está recordando que, como lo expresa en lo que tal vez sea su epigrama más famoso, «la capacidad del ser humano para la justicia hace posible la democracia; pero la inclinación del ser humano a la injusticia hace necesaria la democracia».

La tarea del cristianismo social, para Niebuhr, no es promover soluciones específicas para los males económicos o sociales, sino producir personas de modestia respecto a lo que se puede lograr dada nuestra condición pecaminosa. Es igualmente importante que la misma modestia se aplique a la iglesia, la cual no está menos expuesta al poder del pecado. en efecto, desde el punto de vista de Niebuhr, los pecados de la iglesia incluso pueden ser más destructivos dada la tentación de identificar la política religiosa con la política de Dios. Para Niebuhr, la tarea de la iglesia es:
Testificar contra toda forma de orgullo y arrogancia, ya sea en la cultura secular o en la cristiana, y ser especialmente rigurosos con nuestros propios pecados, para no convertir a Cristo en el juez de los demás pero no de nosotros mismos».

Los contrastes entre Rauschenbusch y Niebuhr son claros, aunque comparten más de lo que es inmediatamente aparente. En particular, la democracia desempeña un rol muy similar en sus respectivas posturas. La cuestión de la relación entre cristianismo y política se resuelve en lo fundamental para Rauschenbusch y Niebuhr si la política que el cristiano va a presumir como normativa es una política democrática. Rauschenbusch y Niebuhr son vagos respecto a qué hace que la democracia sea democrática. Pero el lenguaje de la democracia se convirtió en su modo de asegurarles a los cristianos estadounidenses que ellos deben «ser políticos».

La diferencia que marca John Howard Yoder

Yo sencillamente supuse —como sospecho que hizo cualquiera que efectivamente trabajó en ética cristiana en la segunda mitad del siglo XX— que la distinta comprensión y justificación de la democracia de Rauschenbusch y Niebuhr era algo dado. No obstante, aun antes de leer a John Howard Yoder, yo había comenzado a explorar cuestiones de teoría democrática que me harían preocuparme por la presunción de que la democracia es normativa para los cristianos.

Por ejemplo, en el primer artículo que escribí sobre cristianismo y política, «Politics, Vision, and the Common Good», comencé a preocuparme por cuestiones inherentes a la práctica y la teoría democrática. El movimiento de derechos civiles, la protesta contra la guerra en Vietnam, y las cuestiones de inequidad económica me hicieron cuestionar las justificaciones pluralistas de los procesos democráticos. Apoyado en la obra de Robert Paul Wolff, Ted Lowi y Sheldon Wolin, comencé a explorar qué alternativas podía haber al «realismo» de Niebuhr.

El artículo sobre política y el bien común iba aparejado con otro capítulo en Vision and Virtue titulado «Theology and the New American Culture». Probablemente la mejor forma de describir este capítulo sea llamarlo periodismo teológico. Reinhold Niebuhr fue el maestro de este género en tanto que nos ayudó hábilmente a ver que lo que parecían asuntos bastante teóricos tenían manifestaciones concretas. En «Theology and the New American Culture», yo estaba tratando de sugerir que la desesperación cultural que era tan evidente entre muchos en la década de 1960 no estaba casualmente relacionada con algunas de las suposiciones fundamentales de la teoría y la práctica democrática liberal. Apoyado en The Pursuit of Loneliness, de Philip Slater, yo intenté mostrar que había una relación entre nuestro aislamiento unos de otros y nuestra incapacidad de descubrir bienes en común a través del proceso político.

De alguna manera —y puede que haya surgido al leer las encíclicas sociales—, comencé a pensar que había una profunda tensión entre la teoría política liberal y los relatos de la política que apelaba al bien común. El realismo político de Niebuhr expresado en términos de liberalismo de grupos de interés puede, cuando mucho, darnos un relato de intereses comunes. Para Niebuhr, así como para relatos más seculares de teoría democrática liberal, no existen bienes en común que puedan ser descubiertos, ni tampoco servir a la política democrática. El estado democrático, como ha argumentado Ernst-Wolfgang Bockenforde, es un orden de libertad y de paz más bien que de verdad y virtud necesarios para el reconocimiento de bienes comunes. En consecuencia, los defensores de las democracias liberales intentan establecer instituciones que posibiliten la consecución de una justicia relativa sin que las personas mismas sean justas.

Como he dicho, yo estaba comenzando a explorar interrogantes críticas internas a cuestiones de la teoría democrática. Me parece que esa forma de plantear las cosas es importante, porque indica que yo no estaba cuestionando el supuesto de que algún relato de la democracia es importante para los cristianos si hemos de ser políticamente responsables. Mi libro A Community of Character: Toward a Constructive Christian Social Ethic, publicado en 1981, incluía un capítulo titulado «The Church and Liberal Democracy». En ese ensayo, comencé a tratar de distinguir la práctica democrática de la teoría política liberal. Apoyado en la obra de C.B. Macpherson, intenté mostrar cómo el liberalismo, en sus modos económicos, subvertía el compromiso democrático de sostener una vida común necesaria para posibilitar vidas virtuosas. En consecuencia, argumenté que en la medida que la iglesia es o puede ser una escuela para la virtud, los cristianos pueden ser cruciales para el sostenimiento de la vida democrática social y política.

Para el tiempo que escribí A Community of Character, había leído y comenzado a absorber la obra de John Howard Yoder. Lo que aprendí de Yoder significaba que yo estaba destinado a ser catalogado como sectario, fideísta, tribalista, porque supuestamente estaba tentando a los cristianos a retirarse de la participación política. Nada podía estar más lejos de la verdad. De hecho, el intento de distinguir la práctica democrática de la teoría política liberal reflejaba mi convicción de que los cristianos no podían ni debían retirarse del servicio a su prójimo a través del involucramiento en política.

Algunas personas sugirieron que el libro que escribí con Romand Coles, Christianity, Democracy, and the Radical Ordinary: Conversations Between a Radical Democrat and a Christian, representaban una aproximación más positiva a la política que mi obra anterior. Eso puede ser cierto respecto al tono del libro, pero yo entendí la conversación entre Coles y yo como la continuación de mi intento por hallar un modo de hablar de formas de vida democrática que no estuvieran configuradas por presuposiciones liberales.

No obstante, eso no significa que Yoder no marcara una diferencia en la manera en que yo pensaba acerca del involucramiento político cristiano. Antes de leer a Yoder, yo sentía que mi énfasis en las virtudes significaba que la iglesia era una política crucial para la formación de vidas virtuosas. La iglesia se convirtió en la polis que Aristóteles sabía que tenía que existir, pero, en su caso, no era así. En consecuencia, la eclesiología de Yoder suplió la política que yo necesitaba para hacer inteligible el énfasis en las virtudes. Eso significaba, como argumenta Daniel Bell, que yo tenía que resistir cualquier política que retrate a la iglesia como apolítica de una manera que le deje la formación del cuerpo al estado. Yo rechazaba cualquier reducción de la política al arte de gobernar a fin de poner de relieve el carácter político de la iglesia como espacio político por derecho propio.

Desde tal perspectiva, el vacío moral en el corazón del liberalismo podía ser percibido como una ventaja para los cristianos si la iglesia era capaz de producir vidas que no son vacías. El liberalismo como práctica para organizar acuerdos cooperativos entre extraños morales podría ser bueno para los cristianos, aunque me parece malo para los liberales. De hecho, yo pensaba que mis críticas al liberalismo eran benévolas, porque mi análisis era un intento de sugerirles a los liberales que hay alternativas a una forma de vida liberal. Por supuesto, una de las dificultades con esa forma de concebir la misión política de la iglesia es que demasiado a menudo los cristianos hayan ordenado su cristianismo para hacerlo compatible con la tolerancia liberal. La otra dificultad es que la supuesta indiferencia de los estados liberales respecto a la formación de «ciudadanos» era cualquier cosa excepto «neutral». De hecho, el estado liberal es bastante bueno en la formación de personas con virtudes para sostener la guerra.

No pretendo sugerir que la influencia de Yoder en mí marcó poca diferencia. De hecho, marcó una influencia decisiva. Así, su aseveración:

Preguntar «¿cuál es la mejor forma de gobierno?» es de suyo una pregunta constantiniana. Es representativa de una postura social ya «establecida». Supone que la persona paradigmática, el agente ético modelo, está en una posición de tal poder que le corresponde evaluar mundos alternativos y preferir aquel en el cual él mismo (porque el agente ético modelo asume que es parte de «el pueblo») comparte el gobierno.

El desafío de Yoder, de manera bastante interesante, me hizo preguntarme —dado mi interés por explorar cuestiones de teoría democrática— si, de hecho, en lugar de ser «sectario» no seguía yo siendo un constantiniano. Desde luego, si Alex Sider está en lo correcto —y por cierto creo que lo está—, es muy difícil evitar ser constantiniano, porque incluso Yoder fue incapaz de evitar ese destino. Según Sider, el constantinismo no es tanto un «problema» como un discurso totalizante. Eso significa que los recursos con los que se cuenta para trazar una salida del constantinismo probablemente estarán de suyo implicados en el constantinismo.

En suma, el constantinismo condiciona la posibilidad de su propia investigación solo en la medida que determina qué debe considerarse como historia. Es por eso que Sider argumenta que más fundamental que la distinción entre usos trascendentales y empíricos de la descripción «constantinismo» es la distinción entre discurso historicista y escatológico. Para Yoder, eso significa que «el verdadero significado de la historia está en la iglesia. Y esta historia es, al menos en parte, una de negación y apostasía». Pero la narración misma del constantinismo como apostasía reproduce una visión constantiniana de la historia.

El relato de Sider de la inevitabilidad del constantinismo deja claro que, a pesar de lo que he aprendido de Yoder, en muchos sentidos he seguido siendo constantiniano. No obstante, nunca he pretendido que todo lo relacionado con el constantinismo deba ser rechazado. Yoder ciertamente no pensó que se justificara o se requiriese tal rechazo, porque a menudo vio mucho bien en ciertos desarrollos asociados con los ordenamientos de la cristiandad.

Además, es importante señalar que la observación de Yoder respecto a la pregunta sobre cuál es la mejor forma de gobierno es una pregunta planteada en el contexto de su capítulo «The Christian Case for Democracy». Con su poder analítico característico, en ese ensayo Yoder explora los límites y posibilidades de la apelación al gobierno del pueblo, observando que de ninguna manera está claro por qué el gobierno del pueblo es un bien, y cómo sabríamos que es bueno si el pueblo gobernara. A Yoder le preocupa que la glorificación de la democracia como el gobierno del «pueblo», así como la presunción de que la democracia representa una forma de gobierno que no sufre las disfunciones de otras formas de gobierno, ocasionan un apoyo acrítico a las guerras que se pelean en nombre de la democracia.

Así que su estrategia en este capítulo sobre la democracia casi se puede describir como niebuhriana, en la medida que intenta aplacar la retórica en torno a la celebración acrítica de la democracia por parte de los cristianos. No obstante, él argumenta que si los cristianos aceptáramos nuestro estatus de minoría en sociedades como la de Norteamérica, seríamos libres para pedir cuentas a los gobernadores pidiéndoles que gobiernen de manera consecuente con la retórica que usan para legitimar su poder. Lo que no nos atrevemos a olvidar, sin embargo, es que la suposición de que «nosotros» el pueblo nos gobernamos a nosotros mismos en realidad no es cierta. Estamos gobernados por elites. Las democracias no son menos oligárquicas que otras formas de gobierno; pero es cierto, según Yoder, que las oligarquías democráticas tienden a ser las menos opresivas.

Para Yoder, la tarea no consiste en justificar la «democracia». Él más bien simplemente acepta el hecho de que se nos dice que vivimos en una democracia. No está convencido de que sepamos lo que eso implica. Pero apoyado en el argumento de Alexander Lindsay en The Modern Democratic State de que los orígenes de la democracia estaban en las congregaciones puritanas y cuáqueras, donde la dignidad del adversario no solo hacía el diálogo necesario sino posible, Yoder argumenta que la iglesia puede servir a los órdenes democráticos de un modo similar siendo una comunidad que sigue respetando al adversario tanto dentro como fuera de la iglesia. Desde la perspectiva de Yoder, la iglesia sirve mejor a los órdenes sociales que afirman ser democráticos tomando en serio el llamado interno de la iglesia en lugar de «convertirse en tributaria de cualquier consenso secular que en el momento parezca fuerte».

Esa es la estrategia que he tratado de adoptar en mi trabajo. Es una estrategia que vuelve dudosa cualquier identificación como un «teólogo político». Hay mucho que aprender del trabajo en teología política, pero la forma en que pienso acerca del involucramiento cristiano en política es menos grandiosa que la mayor parte de lo que se identifica como trabajo de teología política. Por ejemplo, pienso que llamar la atención hacia la obra de Jean Vanier tiene un propósito político. Porque sin duda debe ser cierto que la existencia y el apoyo de la obra de Vanier para asegurar hogares para personas mentalmente discapacitadas indica el tipo de compromiso moral necesario para sostener una política capaz de reconocer la dignidad de cada ser humano. Pero estoy seguro de que respaldar la obra de Vanier como políticamente significativa a muchos les parece una forma de evitar los desafíos políticos primordiales ante sociedades como la de Estados Unidos. Eso puede ser cierto, pero esa es la forma en que he aprendido a pensar teológicamente acerca de la política.

En The First Thousand Years: A Global History of Christianity, Robert Wilken observa que el cristianismo es una religión formadora de cultura. En consecuencia, el crecimiento de comunidades cristianas condujo a la transformación de las culturas del mundo antiguo, lo cual significó la creación de varias civilizaciones nuevas. En el centro del proceso estaba el lenguaje, porque, como sugiere Wilken, «la cultura tiene que ver con el patrón de significados y sensibilidades heredados insertos en rituales, instituciones, leyes, prácticas, imágenes, y las historias de la gente». La descripción de Wilken de la revolución conceptual representada por el cristianismo dirige acertadamente la atención a la relevancia del lenguaje como el corazón de la política. Es por ello que me resisto a cualquier intento de sugerir que la iglesia una cosa y la política otra distinta.

Luke Bretherton expresa esto adecuadamente cuando sugiere que hacer iglesia y hacer política se tratan ambos de la formación de un habla y acción compartidas que crea un mundo común. Por lo tanto, según Bretherton, la política y la eclesiología designan dos lugares mutuamente constitutivos donde se puede forjar un sensus communis. Considero que una de las características de la cultura que actualmente se describe como democrática es la pérdida del discurso elegante. No es la mera pérdida de la elegancia, sino que el lenguaje usado en política tiene la intención de oscurecer más bien que iluminar. Si, como sugiere Bretherton, la eclesiología es política con otro nombre, la iglesia puede servir al mundo en el que nos encontramos atendiendo a nuestro discurso. Los sermones bien elaborados pueden resultar ser la contribución más importante que los cristianos pueden hacer por una política que tiene cierta ambición de ser veraz. Concebir de esta forma el testimonio cristiano puede parecer insignificante y requerir una paciencia que no tenemos, pero es por ello que Jean Vanier es tan importante. Él es la cultura que produce el cristianismo.

La iglesia como acto de «desidia»

Estoy consciente de que estas últimas sugerencias pueden parecer demasiado abstractas, así que quiero intentar sugerir el tipo de política concreta que creo que ellas implican —al menos el tipo de política para cristianos en sociedades capitalistas avanzadas— llamando la atención hacia el reciente libro de James Scott, Elogio del anarquismo. Estoy muy consciente de que identificarme con el relato de Scott del anarquismo solo confirmará para muchos que soy «sectario, fideísta, tribalista», pero hace tiempo que desistí de cualquier intento de rebatir esa acusación. Que yo esté dirigiendo la atención al libro de Scott no pretende sugerir que él proporcione la única forma de pensar acerca del carácter político de la iglesia. En efecto, simpatizo bastante con el relato más robusto de Luke Bretherton de cómo podría ser una política cristiana.

Uno de los atractivos del relato de Scott de la anarquía es su reticencia respecto a cualquier relato de la anarquía que intente ser abarcador. En consecuencia, él describe su «método» como una «ojeada anarquista» que pretende ayudarnos a ver aquello que de otro modo podríamos pasar por alto. Scott no niega que la descripción de Proudhon del anarquismo como «mutualidad o cooperación sin jerarquía o gobierno estatal» ciertamente captura parte de lo que puede pasar por anarquía, pero esa descripción tal vez no sugiera adecuadamente la tolerancia anarquista a la confusión y la improvisación que acompaña al aprendizaje social. Scott no tiene motivos para tratar de establecer una definición del anarquismo, y se conforma con usar anarquismo para describir una defensa de la política, el conflicto y el debate, junto con la perpetua incertidumbre y aprendizaje que ellos entrañan. Eso significa que, a diferencia de muchos anarquistas, Scott no cree que el estado siempre sea el enemigo de la libertad.

El proyecto de Scott se podría denominar un ejercicio de pequeña política. Por ejemplo, él cuenta acerca de su estadía en Alemania cuando intentaba aprender alemán obligándose a interactuar con los demás peatones en el pequeño pueblo de Neubrandeburg. Él cuenta la historia de cruzar la calle para llegar a la estación de tren en obediencia a las luces que indicaban cuando era legal cruzar la calle. Él informa que cincuenta o sesenta personas solían esperar en la esquina el cambio de la luz aun cuando podían ver que no venía ningún vehículo. Señala que después de cinco horas de observación no vio a más de dos personas cruzar la calle contra la luz. Aquellos dos que cruzaron contra la luz debían estar dispuestos a recibir gestos de desaprobación de aquellos que esperaban. Scott informa que tuvo que armarse de valor para cruzar la calle contra la desaprobación de la gente. Lo hizo justificando su actuación ilegal recordando que sus abuelos podrían haber usado más su espíritu de transgresión de la ley en nombre de la justicia. Pero debido a que habían perdido la práctica de transgredir pequeñas leyes, ya no sabían cuándo realmente importa transgredir la ley. Scott llama esa práctica de transgresión de la ley «calistenia anarquista», implicando que los alemanes podrían usar esa práctica.

Scott observa que bajo regímenes autoritarios, los sujetos a los que se les niegan los medios públicos de protesta no tienen más recurso que recurrir a «actuar con desidia, el sabotaje, la caza furtiva, el robo, y finalmente, la revuelta». Las formas modernas de democracia supuestamente vuelven obsoletas semejantes formas de mostrar disconformidad. Pero Scott argumenta que las supuestas promesas de la democracia que hacen innecesario el «acto de desidia» rara vez se materializan en la práctica. Él alega que lo que se debe observar es que la mayoría de las reformas políticas que han marcado alguna diferencia para el cambio democrático han sido el resultado de la disrupción del orden público. En consecuencia, Scott argumenta que el anarquismo al menos es un recordatorio de que el cultivo de la insubordinación y la transgresión de la ley son cruciales para los desarrollos políticos que llamamos democracia.

No obstante, Scott observa que los proponentes de la teoría democrática liberal escasamente abordan el rol de la crisis y el fracaso institucional que conducen a la reforma política. El hecho de que las democracias liberales de Occidente en general sean operadas por el primer veinte por ciento de los que poseen riqueza sin duda es una de las razones de la omisión de la crisis para dar cuenta de los desarrollos democráticos. En efecto, Scott observa que el mayor fracaso de las democracias es la falta de protección que le confieren a los intereses económicos y de seguridad de sus ciudadanos menos privilegiados. A consecuencia de esto, argumenta Scott, rara vez se advierte la contradicción entre la renovación de la democracia a causa de los episodios de desorden extra-institucional y la promesa de la democracia como la institucionalización del cambio pacífico.

El libro de Scott es un relato de episodios de desgano y disrupción. En particular, él dirige la atención hacia asuntos que no se suelen considerar «políticos» para iluminar nuestro paisaje político en sociedades industriales avanzadas. Por ejemplo, se burla del uso de medidas cuantitativas de productividad en la academia con el fin de mostrar que las democracias como la de Estados Unidos han adoptado criterios de meritocracia para la selección de elite y la distribución de fondos públicos para crear «una vasta y engañosa “máquina antipolítica” diseñada para convertir interrogantes políticas legítimas en ejercicios administrativos objetivos neutrales gobernados por expertos». Esta estrategia de despolitizar la protesta enmascara una falta de fe en las posibilidades que tienen anarquistas y demócratas en la mutualidad y la educación que pueden resultar de la acción común.

Por lo tanto, la defensa de Scott de la anarquía resulta ser una defensa de la política misma. Él observa que «si hay una convicción que los pensadores anarquistas y los populistas no demagogos comparten es la fe en la capacidad de la ciudadanía de aprender y crecer mediante el involucramiento en la esfera pública». No obstante, él argumenta que la formación de cuerpos operada a través de la política populista suele ser derrotada por algo tan simple como un examen de admisión a la universidad. Porque ese examen sirve como una forma de convencer a los blancos de clase media de que la acción afirmativa es una elección entre el mérito objetivo y el favoritismo. En consecuencia, el examen de admisión nos roba el diálogo público que necesitamos tener acerca de cómo la oportunidad educacional debe ser distribuida en una sociedad democrática y plural. El análisis de costo-beneficio suele funcionar de un modo similar para que el conflicto parezca insignificante.

Scott concluye su libro dirigiendo nuestra atención al rol de la «historia» en la política moderna. El propósito de tales historias es resumir los principales acontecimientos históricos haciéndolos legibles en una sola narración. A consecuencia de esto, la «contingencia radical» de la historia es domesticada en un esfuerzo por asegurar la suposición de que la manera en que las cosas devinieron era la única manera en que podían resultar. Tales condensaciones de las historias, la necesidad de las elites de proyectar una imagen de control, crea una ceguera al hecho de que las «ganacias emancipadoras para la libertad humana no han sido el resultado de procedimientos ordenados e institucionales sino de la acción desordenada, impredecible, espontánea que resquebraja el orden social desde abajo».

Confieso que uso el relato de Scott de la anarquía con cierta vacilación para ejemplificar cómo podría ser una política cristiana. Me preocupa que la «anarquía» pueda sugerir que no le veo sentido alguno para las instituciones que inevitablemente implican jerarquías de autoridad. Doy por sentado que nunca es una pregunta sobre si las jerarquías de autoridad deberían existir o no, sino más bien cómo se debería entender la autoridad como una ayuda para descubrir el bien común de la comunidad. De hecho, estoy profundamente de acuerdo con el argumento de Victor Lee Austin en Up With Autorithy de que, dado que el bien común de las comunidades no es un objetivo aislado, «la autoridad es necesaria porque es deseable que bienes específicos sean atendidos por agencias específicas». La ironía es que tal relato de la autoridad se erige como un desafío —un desafío que puede parecer que amenaza la anarquía— en un orden social liberal en el que los bienes comunes por diseño son reducidos a intereses comunes.

La iglesia es adecuadamente una institución jerárquica. Lo es porque la iglesia es una comunidad que cree que la verdad importa. En consecuencia, los santos y mártires se erigen como autoridades necesarias para probar los cambios necesarios si la iglesia ha de permanecer fiel al evangelio. Aquellos que son apartados para los oficios en la iglesia para asegurar que la iglesia atienda a los santos deben reconocer que el ejercicio de su autoridad nunca puede ser un fin en sí mismo. Sino que es «política» en el sentido más básico de lo que significa ser político, y por consiguiente puede servir como ejemplo para el ejercicio de la autoridad más allá de la iglesia. Si esa es una estrategia constantiniana, entonces soy constantiniano.

Ya me he referido a la sugerencia de Alex Sider de que el anti-constantinismo de Yoder se expresa mejor en términos de que la iglesia es el verdadero significado de la historia. Esa es una afirmación extraordinaria, que requiere que exista un pueblo que sepa actuar con desidia cuando sea confrontado por aquellos que piensan que saben adónde se dirige la historia; lo cual, espero, es una forma de decir que la iglesia no tiene una política, sino que más bien la iglesia es la política de Dios para el mundo. Si los cristianos están bien formados por esa política, es de esperar que servirán bien al mundo desarrollando una «ojeada eclesial». Al hacerlo, podrían simplemente ser capaces de servir a su prójimo ayudándonos a ver lo que «no tenía que ser». Eso, además, es la más radical política imaginable.

Stanley Hauerwas es investigador asociado de la Escuela de Teología de la Universidad Duke. Sus libros más recientes son Approaching the End: Eschatological Reflections on Church, Politics and Life y Without Apology: Sermons for Christ’s Church.

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Originalmente publicado en ABC, 2014. Traducción de Elvis Castro Lagos.