Estudios Evangélicos

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¿Qué es liberalismo cristiano?

El liberalismo cristiano no va a destruir al liberalismo clásico, muy por el contrario: lo va a repotenciar y a relanzar, si Dios permite.

El liberalismo cristiano no va a destruir al liberalismo clásico, muy por el contrario: lo va a repotenciar y a relanzar, si Dios permite.

Desde hace muy largo tiempo el liberalismo anda desvitaminizado, debilitado y decaído, por falta de realismo. Y para una visión realista de la política, ¿qué mejor que la Biblia? Después de todo, de la Biblia surgió esa idea de que los gobiernos han de ser limitados, y asimismo toda autoridad humana, por la natural inclinación del hombre al mal, y la consecuente —e igualmente natural— tendencia de los poderosos al abuso del poder. Mi libro “Las Leyes Malas” es un estudio bíblico sobre política, leyes y gobierno.

Esa visión realista es la opuesta al optimismo ingenuo de Rousseau: “El hombre es bueno por naturaleza”. En EEUU el “liberalism” se infectó de roussonismo; y por eso la palabra ha llegado a ser en Usamérica un sinónimo de socialismo “progre”: el hombre es bueno, y el Estado le hace perfecto.

También le faltan al liberalismo vastos contingentes de entusiastas, y cientos de cuadros o activistas militantes en cada país. Desde hace unos 400 años Latamérica es tierra de grandes mayorías católicas, y ahora en el nuevo siglo los cristianos evangélicos suman 100 millones, entonces, ¿por qué el liberalismo clásico no puede dirigirse a las audiencias cristianas, católicas y evangélicas? Si sólo el 1 % de esos evangélicos leyera y aprendiera el mensaje político de la Biblia, contaríamos un millón de liberales clásicos en Latamérica. ¿Y si sumamos a los católicos que también capten el mensaje? Desde luego hablamos de un proyecto no confesional o exclusivista sino amplio, tan ancho y largo como para que los cristianos podamos tener cabida, desde nuestros referentes liberales clásicos, y de ellos el primero y común a todos los cristianos es la Biblia.

En los años ’50 del pasado siglo surgió la democracia cristiana, y no destruyó la democracia, ni en Europa ni en Latamérica. Al contrario: allí donde la DC fue bien acompañada por economía de mercado libre (no “social” o semi-socialista), sirvió para reforzar y apuntalar la democracia, como en Alemania e Italia, apenas librados de Hitler y Mussolini. Entre nosotros, lamentablemente la DC no cumplió ese papel, porque optó por el talante anti-liberal del viejo catolicismo español.

Liberalismo: candidez, indolencia, inoperancia

En los ’90 fracasó el mal llamado “Neo-liberalismo”: no hubo reformas liberales. Ni después. Por esto no hay capitalismo, que es propiedad privada y competencia abierta en los mercados libres de fraude o violencia, sin los monopolios, que siempre resultan de la acción estatal. En los ‘90 se eclipsó el Estado-empresario, pero no murió el Estado dirigista de la economía y único emisor de dinero, ni el Estado-educador, médico, asegurador y benefactor filantrópico. No retrocedió el estatismo, ni surgió de sus cenizas el Estado con sus verdaderos “funcionarios”, para sus verdaderas funciones: 1) militares para la defensa nacional contra los ataques del exterior, y en lo interno policías contra el crimen verdadero, que es el irrespeto a la vida, propiedad y libertad (no el consumo o compraventa de sustancias); 2) diplomáticos, y jueces para resolver pleitos y aplicar las verdaderas leyes: reglas generales y objetivas de justicia contra los transgresores (no esos comisarios “superintendentes” ejecutivos para imponer reglamentos, úkases y directivas contra la gente); y 3) colectores de impuestos justos, y contratantes honestos de empresas privadas para construir y mantener la infraestructura física, que son las verdaderas obras públicas: calles, caminos, puertos y aeropuertos, puentes y autopistas (no teatros, escuelas o canchas deportivas).

Aunque con poco éxito, el liberalismo clásico se opone al estatismo: el control y dirección estatal de toda la vida humana —no sólo la economía— más allá de los límites naturales. Es un cáncer muy avanzado, porque los gobiernos en todo el planeta aplican esta doctrina y su política al menos desde los ’50, y se extiende en todas las áreas. El fracaso es total: la economía intervenida no produce, la escuela estatal no educa, los hospitales “públicos” apestan y enferman. Y desatiende el Estado sus funciones propias, por eso no hay seguridad en calles y fronteras, ni justicia en los tribunales, y casi no hay obras públicas, ni mantenimiento siquiera.

Es tal el fiasco del estatismo, que ahora su objetivo no es resolver los problemas sino su “prevención”, y para ello exige más control total y absoluto. Así la “prevención del delito” revela el fracaso ante el crimen, y la “medicina preventiva” intenta disfrazar la impotencia del Estado para curar las enfermedades, ¡pero nos dice lo que debemos comer! A las calamidades naturales también ahora quiere “prevenirlas” el Estado, y hace simulacros para que ensayemos el arte de obedecer sus órdenes sin chistar. La “prevención del VIH” encubre un fin más ominoso: la “educación sexual” con el libreto estatista; igual es la “prevención de lavado de activos”, aunque más encubierto su real propósito: el control de nuestros fondos monetarios.

Liberalismo Clásico: cinco valores y cinco reformas

Al liberalismo le hace falta explicitar los valores a los que se adhiere y que propone para la sociedad, además de la libertad, que nunca anda sola. La libertad siempre se acompaña de toda una amplia familia de valores, frutos del Gobierno Limitado, que es un padre con cuatro hijas y un hijo, a saber: la libertad, la seguridad, la justicia y la riqueza, y el orden. Son cinco resultados. El orden es el equilibrio entre el Estado y las instituciones privadas, y de estas entre sí, cada cual en lo suyo. Y la paz es hija del orden, nieta del Gobierno Limitado, criada en este ambiente familiar.

El logro de los buenos resultados de estos valores requiere un Programa de Reformas como no hubo en los ‘90, para las cinco áreas críticas: Estado, economía, educación, atención médica, y jubilaciones y pensiones. El producto esperado se puede resumir en consignas atractivas como “Más y mejores oportunidades y calidad de vida para todos” en lugar de “igualdad de oportunidades”, o también “Ganar más y vivir mejor”.

También le hace falta al liberalismo una definición más clara y rigurosa: describir con mayor precisión cuáles son las funciones estatales, aclarando así que sus poderes, y sus recursos, son los estrictamente indispensable para cumplirlas, nada más; y así fijar sus límites en las tres dimensiones.

El liberalismo clásico no se opone a Dios ni a la religión, ni siquiera al Estado, sino al estatismo, que se traduce en la usurpación por los gobiernos de funciones que naturalmente son de las familias, empresas, Iglesias y otras instituciones o entes privados; y en la consiguiente confiscación de poderes (libertades) y recursos de los particulares. Por eso la propuesta liberal clásica no es una revolución, es una devolución. Y la Biblia tiene mucho que aportar al respecto, como en el pasado ya lo hizo, en la historia de los países hoy ricos: Usamérica y los europeo-occidentales.

Los problemas del s. XXI se suman a los del s. XX

Ausente el liberalismo clásico, y poco precisadas y desconocidas sus propuestas, las reformas liberales no se han hecho, y el capitalismo no ha llegado. Por ende no han cesado los problemas, al contrario: crecieron. Y se multiplicaron.

Las estadísticas engañosas tratan de disimular el fracaso, pero la pobreza no se redujo, porque el tamaño de la economía formal es muy pequeño, y la productividad de la economía informal es muy baja. Por eso la riqueza es insuficiente, y la enorme mayoría de la población no puede ni entrar a la fiesta. Mira los “Malls” desde las cumbres de los cerros —muchos sin agua corriente siquiera— o desde los tugurios en los centros urbanos, o sobreviviendo en los ranchos de las orillas de las ciudades y los campos. Tampoco la criminalidad se redujo, alimentada por una política irracional para las drogas, que impulsa el crecimiento del negocio en lugar de detenerlo, y el aumento de la corrupción y la violencia.

La informalidad es una salida individual a los costos del estatismo. Pobre, ilegal, y marginal —aunque no minoritaria— es un capitalismo individual, y a medias. Los informales se sustraen al estatismo, huyendo de sus caprichosos reglamentos y excesivos impuestos. A escala, en los estrechos confines de sus mercados, practican libre mercado —por eso no sienten que les falte libertad— pero como sus ingresos no alcanzan, quieren las prestaciones del “Estado de Bienestar”, insostenible monstruo que hasta en los países ricos está quebrado o al borde de la quiebra.

Los países desarrollados tuvieron unos 100 años consecutivos de capitalismo para crear riqueza, más o menos todo el período de paz europea y mundial que transcurre entre 1815, al fin de las Guerras Napoleónicas, y 1914, comienzo de la I GM. Así lograron los países europeos y Usamérica una plataforma de instituciones, capital instalado, grandes empresas y redes empresariales, y hábitos normativos de conducta. Por eso pudieron darse el lujo de soportar los gobiernos socialistas posteriores, con sus leyes disparatadas, y sus nocivas consecuencias: impuestos, inflación, paro, huelgas, revoluciones, guerras. Pero cuando la destrucción socialista se hace insoportable, las corrientes de opinión contrarias crecen, y votan a los conservadores tipo Thatcher y Reagan, con claro mandato de arreglar el desastre y corregir el rumbo. Pero en Latamérica es distinto; aquí no hay nada de eso. No hay riqueza, somos Tercer Mundo. Tampoco tenemos esas corrientes de opinión.

Aquí los costos de la formalidad son muy elevados, muy escaso el poder de compra de los mercados consumidores, muy bajas las tasas de capitalización, e inexistentes la seguridad y justicia. Por eso muy pocos negocios resultan rentables en el marco legal presente; y en consecuencia, los ingresos reales en todas las categorías son muy bajos en promedio. Y eso es con toda producción de bienes y servicios, incluyendo educación, atención médica, y cajas previsionales privadas.

A las viejas mentiras, se añaden las nuevas

A los problemas nuevos se suman los viejos que no se han resuelto. Y a los antiguos discursos mentirosos, para los cuales las respuestas no se han publicado, se suman los nuevos, para los cuales la contestación tampoco está visible ni audible a los interesados.

A la lista de los demonios se agregan ahora las empresas contaminadoras del medio ambiente, ya desde fines del s. XX muy presentes en el discurso antiliberal. Y también se demoniza a la entera Civilización Occidental, a la religión cristiana. Y el dedo acusador se enfila además contra los padres y maridos, acusados todos de maltrato familiar, violencia doméstica y abuso sexual en el hogar, al menos en potencia. Y desde luego contra los “homofóbicos”, que somos todos esos desalmados que no aplaudimos el homosexualismo.

El estatismo dice que los padres maltratan y abusan de sus hijos, y los maridos de sus mujeres. Promete a los hijos ser un mejor padre; y a las mujeres ser buen marido. Y casar a los homosexuales, y permitirles adoptar niños. Pero la Agenda homosexual-política no coincide con la de los homosexuales corrientes, hedonistas que “viven el momento”, y no quieren compromisos a largo plazo, mucho menos con criaturas. Aunque sí quieren prestaciones del “Bienestar Social”, pero este sistema es insostenible financieramente. ¿Qué quiere entonces el estatismo? Muy simple: destruir a la familia, y sustituirla en sus funciones, una vez que ya tomó el control efectivo de la economía y las empresas, y el control ideológico de la educación.

Y lo logra, para mayor mal de nuestros países. Esa es una de las razones por las cuales la economía sigue raquítica: porque la solidaridad no es para “distribuir” la riqueza sino para producirla, sólo que de manera voluntaria y acordada, que a veces comienza en la esfera familiar, y luego mediante un orden contractual, se extiende la confianza a los “extraños”. Otras veces el inicio o desarrollo de los negocios requiere que sean separados de la familia, pero esta brinda el piso afectivo necesario para el éxito económico. De un modo u otro la creación de riqueza requiere cooperación solidaria en un tejido social fuerte, y la familia es cimiento y fuerza del entramado relacional llamado sociedad.

Pero a la Agenda anti-familia del “Estatismo del s. XXI”, ¿qué dicen los liberales? Nada, salvo algunos que rompen su silencio en temas no económicos, para apoyar la “política correcta”, frente a la cual el liberalismo no está preparado. Como los franceses del año 1939 estaban listos para la guerra de 25 años antes, los liberales están en guardia contra el viejo marxismo económico, hace tiempo en ejecución por los gobiernos, y no para el que viene ahora arrollando: el marxismo cultural y posmodernista.

No está preparado porque este no es un debate sobre economía, ni de política solamente. Los principios marxistas de la lucha de clases se llevan al comedor del hogar, y en la sala se declara la lucha de sexos, y la de los hijos contra sus padres; pero también en la prensa y el Parlamento. Es una guerra cultural, un choque entre opuestos sistemas de creencias, valores y principios; que en el fondo es entre cosmovisiones religiosas. Y los liberales insisten: “¡la religión no se mezcla con la política!” Como si la política del estatismo mundialista no se mezclara con la religión New Age promovida por la ONU, o con la del Humanismo secularista que impulsa la Unión Europea bajo la cobertura de “laicismo”. O como si los “libertarios” randistas no mezclaran la propuesta capitalista con su propio culto religioso.

Cristianismo y liberalismo clásico adulterados

Paralelamente en las iglesias y medios cristianos se impone un Evangelio adulterado, no bíblico, para complacer a una cultura subjetivista, narcisista y existencialista, que espera “mensajes sin confrontación, respuestas fáciles y compromisos superficiales” —en palabras de mi amigo el Pastor Otoniel Pardo Nima— para acomodarlos sin dificultad a sus deseos y caprichos.

Para el “Evangelio de la prosperidad” —y la autoestima— Dios no es el Autor de la Vida, y el Creador, Legislador y Juez del Universo; es una especie de Santa Claus (“mi diosito”). Nuestro Señor Jesucristo ya no es el Salvador que murió para satisfacer la justa ira de un Dios santo por nuestros abominables pecados, y que resucitó y ganó ese perdón resolviendo el dilema entre el amor y la justicia divinas. Es “tu mejor amigo”. La doctrina cristiana ya no es la de los Credos históricos y las antiguas Confesiones; ahora se reduce a “4 leyes espirituales y 5 pasos para que hagas crecer tu Liderazgo”.

¿Qué le pasó al Cristianismo histórico, el verdadero? John MacArthur lo explica así: “Cuando Ud. quiere hacer fácil una verdad difícil o incómoda, y quiere volverla aceptable y popular, es posible que la adultere. Pero entonces el resultado esperado no va a producirse.” Es la realidad.

Y agrego que eso mismo le pasó antes al Liberalismo Clásico, la doctrina del Gobierno Limitado, cuando la transformaron en el ideario de “la libertad”. ¿Qué tipo de pensamiento liberal hizo este cambio? Pues no el liberalismo clásico, sino el “libertario”, un liberalismo “progre”, anarcoide, y antinomiano (contrario a las normas).

“Gobierno limitado” es ante todo regla, norma y ley; por eso el concepto repugna al espíritu profundamente antinomiano de esta época, enemigo visceral de toda ley en tanto norma o límite, no importa si es un límite justo, bueno y sabio. “No aceptes límites, ¡no hay techo!” gritan los rockeros, los libros de autoayuda y los predicadores de la Tele. Y todos los hipócritas nos endilgan su retórica de “principios y valores” pero no de “reglas” (excepto las sofísticas “reglas para el éxito” de orden práctico). Redefinir al liberalismo como “ideario de la libertad” fue una vergonzosa concesión al antinomianismo.

El Evangelio subjetivo también es antinomiano, a diferencia del histórico. Produce cristianos inmaduros, e Iglesias inmaduras. Son Iglesias estatistas, incapaces de tomar en serio el Reino de Dios y sus normas, y asumir sus deberes en áreas que dejan a los gobiernos, pero que son para las Iglesias y entes privados: 1) enseñanza; 2) trato con problemas de drogas y otras adicciones; 3) educación sexual, consejería matrimonial y familiar; 4) consultorios y hospitales; 5) atención “a la viuda y al huérfano” como dice la Escritura, eso que llaman “Programas Sociales”.

Una verdadera reforma liberal es correr los hitos que señalan los límites entre gobiernos y particulares, recuperando para éstos las funciones usurpadas por el Estado. Y con ellas las capacidades o poderes para cumplirlas (o sea: libertades), y los recursos para sostenerlas (o sea: dinero). Sabemos que en Europa el capitalismo moderno comenzó en gran escala después de la Reforma Protestante. Max Weber señaló uno de los vínculos entre ambos procesos: la ética calvinista de la frugalidad, que llamó del “ascetismo laico”. No es el único nexo; hay otros. De todos modos, el capitalismo liberal no vendría a Latamérica antes que la Reforma Protestante, ¡pero ya está llegando, gracias a Dios!

¿Por qué no oye la gente el mensaje “libertario”?

El discurso “libertario” es de mera libertad; casi ningún otro valor ni regla. ¿Tiene éxito esta prédica? No, porque libertad no es cosa que la gente siente en falta; es algo que cree tener. En la sociedad de consumo una persona puede comprar muchas cosas, viajar, mudarse, o hacer toda suerte de cambios en su vida, si tiene dinero para los gastos, y nadie se lo impide. Se siente restringida por la carencia de dinero, no de libertad. Y es que las cadenas del estatismo no son altamente visibles, y si los esclavos no intentan salirse de los moldes establecidos por el sistema, tampoco las sienten.

La gente se siente muy constreñida por la inseguridad, en las calles y las esquinas de las ciudades, y en las áreas rurales; sobre todo los pobres, que no pueden afrontar los costos de una seguridad privada. Y quienes echan en falta la seguridad mucho más que la libertad, sienten que libertad es lo que sobra, ¡hay demasiada para los delincuentes!

Paralelamente el sistema promueve el relativismo ético y el antinomianismo para que la gente se sienta “libre” de reglas éticas o normas morales; excepto aquellas de la “política correcta”, fijadas por el estatismo. “Todo cool, nada es pecado, todo está permitido”, salvo desde luego fumar, contaminar, discriminar, evadir impuestos, la “homofobia” y el “fundamentalismo” religioso. Por eso el sistema alienta, estimula y espolea el pansexualismo y toda clase de libertad sexual, con la cual se llega hasta identificar la libertad misma; p. ej. en los filmes y en la publicidad, “libertad” equivale a “permisividad sexual”. Y de eso hay de sobra hoy, por eso la gente se siente libre en cuanto al sexo, y no siente falta de libertad de trabajo y ejercicio profesional, de comercio, monetaria, de ahorro e inversión, de expresión, de enseñanza, y un largo etcétera.

Por eso la oferta de la sola y pura “libertad” cae en un inmenso vacío.

¿Hay salida?

La Historia (verdadera) nos informa que el estatismo ha tenido antes colapsos globales. Y el actual es de proporciones comparables a la implosión del sistema imperial de Roma, que no cayó a manos de “los bárbaros” cristianos, sino que fue víctima culpable del populismo desaforado, la inflación, la lujuria y la insensatez. ¿Hubo salida en aquel entonces?

Por supuesto, aunque no en todas partes al mismo tiempo. España p. ej. en la Edad Media llegó a una condición floreciente, muy superior a la que tenía bajo el Imperio. Porque el esquema bíblico de Gobierno Limitado sirvió de modelo a la vez para pequeños territorios en tres grandes áreas: los reinos visigodos y sus “Fueros” en el norte, los reinos “taifas” en el sur, y los tribunales rabínicos por toda la península. Más tarde las ciudades de la Hansa en Alemania, y las del norte itálico, conocieron también las virtudes de los gobiernos fuertes, pero limitados a sus propios asuntos específicos.

Si es que hay salida, en ese proyecto no pueden faltar los cristianos, católicos, protestantes (como yo), o evangélicos. Para ello se buscan de urgencia: 1) liberales clásicos, no antinomianos, informados y formados en el Gobierno limitado; 2) cristianos maduros, familiarizados en la doctrina cristiana; 3) un clima de respeto (que no “tolerancia”) entre todos, para convivir en un proyecto político compartido, algo así como fue en 1776 en las colonias británicas de América. El respeto ha de empezar por los cristianos entre nosotros, los de diferentes denominaciones; y esto no tiene que ver con “ecumenismo”, porque no hablamos de Teología sino de política y economía.

Para eso se requiere aclarar dudas. Hay dudas de los liberales sobre el cristianismo, y viceversa: de los cristianos sobre el liberalismo. Quienes no son una cosa ni la otra tienen el doble de dudas. Y a las dudas se suman confusiones, incluso de muchos liberales sobre liberalismo, y de muchos cristianos sobre cristianismo. Las dudas y confusiones sobre puntos gruesos requieren respuestas en concreto y a nivel básico; sobre tópicos más sofisticados son las de los eruditos, y las respuestas son de otro nivel. Y aparte las dudas y confusiones, hay muchas reservas y objeciones, no menores en cantidad o calibre. Hay que responder también, procurando anticiparlas. Por eso el propósito resulta algo ambicioso. Y seguramente controversial.

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