Estudios Evangélicos

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¿Qué hacer con las guerras?: una respuesta cristiana ante la sociedad global

No han sido pocas las ocasiones en que una guerra -entre países o al interior de un país- ha terminado por despertar la opinión y, a veces, la acción cristiana. Pero, con todo, la selección y grado de interés que un conflicto pueda tener para los creyentes, a veces ha dependido de elementos menos significativos que de una reflexión teológica sobre la guerra en un sentido amplio. Al contrario, en su parcialidad, los cristianos evangélicos suelen ser proclives, por ejemplo, a juzgar y darle más atención a lo que pueda ocurrir en Oriente Próximo, por sobre un conflicto situado en cualquier otra parte del mundo.

Sin ir más lejos, recientemente vimos un estallido de preocupación ante el ataque conjunto entre Estados Unidos, Reino Unido y Francia contra Siria y, sin embargo, un desinterés inverosímil en otras guerras, por ejemplo las civiles que tienen lugar en países africanos como Sudán del Sur o Somalía. Qué decir de otros conflictos silenciados más cercanos a occidente como el de Ucrania con Rusia. Este fenómeno, particularmente en los espacios evangélicos especialmente en Estados Unidos y Latinoamérica, no debiese hacernos perder de vista el modo en que los cristianos han enfrentado la cuestión de la guerra en el pasado.

Las dos guerras mundiales y la guerra fría, empujaron a creyentes en general a preguntarse por el problema de la guerra en un sentido teológico. De aquí que, por ejemplo, una pregunta como “¿qué pensar sobre la bomba atómica?”, fruto de esta reflexión general sobre la guerra, haya tenido como consecuencia la revisión y adopción de múltiples posiciones respecto a la tarea que le corresponde a las iglesias y a los creyentes en caso de guerra, los deberes éticos de un Estado en caso de guerra y el uso adecuado de las armas. De aquí que, más que opinar sobre las razones y pormenores de uno u otro conflicto, en el presente no solo se requiere puntualizar aquellos elementos que limitan la comprensión de ciertos evangélicos sobre la guerra, sino recuperar las tradiciones de pensamiento cristiano que se han ocupado de esta cuestión.

La obsesión evangélica por Oriente Próximo es explicable por varios factores, pero tampoco debe desconocerse que esto no es propiamente cristiano evangélico porque, después de todo, ¿cuándo se interesaron los medios de comunicación masiva en informarnos sobre conflictos en otras latitudes del mundo? En términos generales, lo que queda en evidencia aquí es, más bien, una obsesión occidental por Oriente Próximo. Con todo, esta fijación enfermiza en esa zona también tiene una forma cristiana específica.

Me parece que el abordaje de los conflictos puede darse en dos formas independientes y, en ocasiones, complementarias. La primera de ellas es la que mantiene que las guerras, y actualmente en particular algunas que comprometen a Estados en Oriente Próximo son “cumplimiento profético”. En otras palabras, hablamos de un abordaje escatológico. Sin ir más lejos, el reciente conflicto en Siria ha sido profusamente analizado a la luz de textos bíblicos que hablan de la destrucción de esa nación (por ejemplo, el pasaje de Is. 17,3). Esto no obsta que si bien el interés contemporáneo está enfocado en esa zona, en la historia cristiana la interpretación escatológica se aplicó a distintos conflictos bélicos.

La segunda forma de abordaje es aquella que es capaz no solo de interpretar los hechos geopolíticos a la luz de una cierta profecía, sino que además identifica a un actor determinado como depositario del favor divino, de aquí afirmaciones como “este país tiene el favor de Dios en la guerra”. Así, sin mayores consideraciones, se afirma que Dios está con un contendor y, por defecto, en contra del otro. Esta lectura abiertamente teológico política ha dado pie no solo a una interpretación sugestiva de la historia como ocurre con el primer caso, sino que además ha dado pie a la negación radical del otro.

Estos dos modos de abordaje han sido recurrentes en la extendida historia del cristianismo. Siempre ha habido quienes han querido interpretar la historia humana a la luz de las profecías bíblicas, del mismo modo que ha habido quienes han querido poner a Dios a su lado de la interpretación y otros al lado contrario. Nadie debería extrañarse de lo útiles que pueden resultar estas ideas en manos de políticos astutos. Así, los cristianos han sido en ocasiones hábilmente instrumentalizados para la satisfacción de objetivos profanos, ya sea que se movilicen a la guerra en nombre de una identidad nacional-cristiana; ya sea que presten apoyo moral, público y/o político a uno u otro Estado.

En toda esta deriva, hablamos de profecías, hablamos de Dios tomando partido, hablamos de geopolítica. Pero hay algo que queda evidentemente perdido: que las guerras son acontecimientos humanamente terribles. Y en el ignorar esta dimensión de los conflictos armados es donde existe una repudiable banalización. Si lo que importa es el cumplimiento de una profecía o el lado del cual está Dios, entonces hay una carencia fundamental de cristianismo. No solo porque toda escatología es discutible y porque Dios, en Cristo, no toma partido más que por los ciudadanos del reino de los cielos; sino porque, ante todo, los seres humanos somos imagen de Dios. En la guerra, políticamente, mueren civiles; teológicamente, muere creación divina hecha a su imagen y semejanza.

Así, la guerra es banalizada en dos modos. Tanto por reducirla a una cuestión escatológico-política, como por prestarle atención antojadizamente según los criterios provistos por una cierta escatología o por un cierto interés político. De esta manera, en el proceso interpretativo se pierde una consideración teológica auténticamente cristiana al pasar por alto un aspecto fundamental de la revelación como la preocupación divina por la creación en general y por la humanidad en particular; y por último, se acaba por hacer una selección arbitraria de conflictos según el interés que puedan tener desde una interpretación cualquiera, en vez de ser imparciales en la reflexión y posible acción en conflictos determinados.

Naturalmente, los seres humanos difícilmente logramos la imparcialidad. Sin embargo, esto no ha sido impedimento para asentir a la llamada universal del evangelio, que ha convocado a cristianos de diversos contextos a preguntarse qué pensar sobre la guerra a la luz de su fe. ¿Qué hacer con el potencial asomo del belicismo entre cristianos? Frente a las limitaciones para la comprensión de la guerra en el ámbito evangélico que, en todo caso han sido puntualizadas sin ánimos de exhaustividad, podríamos oponer dos tradiciones de pensamiento que han orientado reflexión y acción ética, política, jurídica y teológica. Cabe advertir que ambas tienen versiones filosóficas y teológicas variadas –i.e. no cristianas-, por lo cual pensar acotarlas a esa comprensión religiosa específica sería tan absurdo como no observarlas desde esa especificidad. Por ello, como en todas las cosas, no prescindiremos del diálogo.

La primera tradición, conocida como “Guerra Justa”, ha puesto sus esfuerzos en definir criterios de justicia para el ejercicio de la guerra. La segunda, conocida como “pacifista”, se ha caracterizado por rechazar toda guerra a partir de una crítica al ejercicio del poder armado. Desde una perspectiva contemporánea, ambas escuelas podrían ser catalogadas de idealistas, la primera moderada, en la medida que concibe estándares anclados en una concepción ética de justicia –y, por ello, en oposición al belicismo, el realismo del interés y las éticas pragmáticas o utilitaristas- a partir de la asunción de la inevitabilidad de la guerra; y la segunda, radical, en tanto que no busca un desarrollo justo de la guerra, sino la necesidad de su supresión, opuesta entonces tanto al belicismo como a la teoría de la guerra justa. En definitiva, mientras que la primera aspira a ser una teoría ético-política práctica sobre el comportamiento justo de los Estados en un conflicto armado, la segunda aspira a ser una teoría negativa sobre las causas y condiciones de supresión de la guerra. Advertidos del hecho de que ambas tradiciones son en algún sentido antitéticas y por tanto irreconciliables, finalmente se esbozará una propuesta de articulación entre ellas que oriente una praxis cristiana respecto a la guerra.

Guerra Justa

Hablar de “guerra justa”, implica asumir una oposición moral entre lo justo y lo injusto. De aquí que al decir “guerra justa”, suponemos la posibilidad de librar “guerras injustas”. En el presente, es un lugar común decir que la guerra justa tiene su origen en Agustín de Hipona, que concebía la obligación de la acción militar como una obligación de amor hacia el enemigo [I], desafiando así el “pacifismo” de los cristianos pre-nicenos que se negaban al enrolamiento en el ejército imperial [II]. Desde aquí se desprende toda una tradición de pensamiento que en ocasiones, como afirma el filósofo político Norberto Bobbio [III], ha servido para contrarrestar el pacifismo y también el belicismo. En este sentido, parece que la teoría de la guerra justa viene a ser un justo medio entre dos posiciones radicales. Aunque la teoría envuelve una larga discusión, destacaremos los principios más importantes que articulan esta posición.

¿Cuándo una guerra es justa o injusta? Que una guerra sea justa, implica que exista una “justa causa” para llevarla a cabo. Si bien para algunos como el fraile Francisco de Vitoria (1483-1546), la guerra solo podía llevarse a cabo como respuesta a un daño hecho, esta podía tener tres objetivos legítimos, tomados de la ley romana: defender el bien público, indemnización y castigar al agresor. Un giro interesante de la teoría vino con el holandés Hugo Grocio (1583-1645). Si bien mantiene los tres objetivos de Vitoria, el fundamento de la acción bélica no es simplemente la “justa causa”, sino un ejercicio de soberanía estatal que tiene por fin reforzar el derecho, es decir, realizado conforme a derecho [IV]. Esta última afirmación solo puede entenderse según la concepción más amplia de Grocio sobre la ley natural, según la cual los hombres son por naturaleza sociables y, por tanto, se sujetan a un derecho superior al de los estados. En este sentido, por analogía los estados están inclinados potencialmente a la solidaridad y son capaces de conformar una “sociedad” internacional. Así, un estado que incurre en un crimen, debe ser juzgado por las leyes que gobiernan a la sociedad internacional. Esto supone dos elementos. En primer lugar, que se asume una autoridad común y que esa autoridad puede utilizarse para realizar un juicio. De este modo, la guerra justa se concibe como un acto judicial internacional analógico al acto judicial al interior de un estado y no simplemente un acto de fuerza. Se podría pensar que, a falta de un modelo de autoridad como el emperador o el papa de la cristiandad medieval, en la época de los primeros estados europeos se reemplaza a ambas autoridades por la primacía de la ley natural.

Aunque Bobbio encuentra la decadencia de este esquema en el surgimiento del derecho positivo, tuvo una nueva aparición en el campo filosófico luego de la segunda guerra mundial de la mano de Michael Walzer en 1977 con su libro Guerras Justas e Injustas. En esta perspectiva, la guerra justa no tiene por fin ser una respuesta al pacifismo como lo fue en tiempos de Agustín, sino al belicismo de las distintas filosofías de la historia que comprendían a la guerra como un “mal necesario”, es decir, que esconde un bien: por ejemplo el progreso científico-técnico, moral o político-cívico; o como un “mal aparente” en la medida que tras él se esconde un bien providencial o final que ha de descubrirse. Contra esta noción teleológica de la guerra, la teoría de la guerra justa viene a recuperar nociones como inmunidad, civiles, crímenes de guerra, etc. Así, Walzer llega a afirmar que se trata de “una doctrina de responsabilidad radical, puesto que hace responsables a políticos y dirigentes militares, en primer lugar, del bienestar de su propio pueblo, pero también del bienestar de hombres y mujeres inocentes del otro bando” [V].

En el marco de la recuperación contemporánea de la teoría, Oliver O’Donovan, teólogo moral anglicano, ha puntualizado tres aspectos relevantes según las condiciones actuales de la política global. En primer lugar, el concepto de autoridad, según el cual se concibe una estructura implícita de autorización arbitral y que, por tanto, tiene la capacidad para juzgar. O’Donovan observa que el rol que antes, por ejemplo, le correspondía al Papa, hoy está en manos de organizaciones como la ONU (22-25). Así, la guerra justa hoy se sujetaría a los criterios impuestos por el derecho internacional.

En segundo lugar, retoma el concepto de “discriminación”. No puede ser guerra justa aquella en la cual no se tiene la intención de distinguir al inocente del culpable (35). En una guerra que pretenda ser justa, los ataques deberían afectar únicamente a aquellos que podrían ser considerados “culpables”, en este caso los soldados, y no a los civiles en cuanto “inocentes”. Aunque esto, desde luego, no ocurre –pues siempre hay bajas civiles- este principio pretende que quien ataca, al menos tenga la intención de no herir civiles, lo cual ha de mostrarse en el modo de planeamiento y ejecución de los ataques.

Un último aspecto es el concepto de proporción. Un acto de guerra es desproporcionado si el daño que causa es excesivamente mayor a la medida de la paz que busca alcanzar. Este acto proporcional debe ser observado en retrospectiva, en tanto que las razones de su realización se sujetan a causas como defensa, reparación y castigo; y en prospectiva, en cuanto que su realización debe tener como fin la consecución de la paz, o la restauración del estatus quo (48-59). De este modo, la guerra justa ha de entenderse según dos criterios: “Ius in bello”, esto es, una conducta justa en la guerra; y “Ius ad bellum”, justa razón para ir a la guerra.

Ahora bien, ¿cuál es el aporte distintivamente cristiano que O’Donovan hace a la discusión? En primer lugar, una cuestión que no es del todo evidente y que puede ser una preocupación central para cierto número de cristianos, es el hecho de que algunos de estos principios pueden derivarse lógicamente de principios bíblicos, como por ejemplo que en tiempo de guerra debe protegerse a los árboles frutales (Dt. 20:19) invitando así a una reflexión sobre el cuidado del medio en que tiene lugar un enfrentamiento bélico; o que en tiempos de paz no debe vengarse la sangre derramada en guerra (1ª Reyes 2:5). Si bien estos ejemplos son meramente circunstanciales, recurrir al texto bíblico es un primer paso.

En segundo lugar, O’Donovan vincula la pertinencia de una teoría de la guerra justa para un pensamiento cristiano mediante el concepto de la paz. En la medida que la guerra justa busca la restauración del status quo y, en suma, la paz; entonces cumple con la voluntad de Dios. Aunque esta paz no puede entenderse como la paz ontológica de la creación, sino más bien como un estado temporal de no confrontación, se comprende como una señal de que la lógica de las diferencias puede ser reemplazada por un enfoque redentivo del mundo. Junto con ello, se propone una visión distinta de la historia en la cual no es el valor cultural de la guerra y la glorificación heroica lo que traerá el bien, sino Dios mismo, quien tiene el poder de hacerlo. Y, por último, dado que la paz del mundo es voluntad divina, se impone la demanda práctica de su búsqueda a los cristianos. La guerra justa, al aplicar un criterio ético, busca no el fin sino el mantenimiento de la vida. Busca el restablecimiento de la paz y no la guerra total. Y así, por mantener la vida de la creación como la paz que Dios desea, los cristianos han de cuidar que las guerras se ajusten a estos criterios, a fin de que nadie justifique la muerte del vecino para su propio bienestar. En palabras de O’Donovan: “la contra-praxis evangélica hacia la guerra, entonces, descansa en esto: que el conflicto armado puede y debe ser re-considerado como una extensión extraordinaria de los actos ordinarios de juicio; puede y debe sujetarse a los límites y disciplinas de los actos ordinarios de juicio” [VI].

El resurgimiento de la teoría no ha estado exento de objeciones. Hay ciertas condiciones de la guerra contemporánea que ponen en cuestión algunos conceptos de su estructura argumental. En particular, hay dos casos que pueden ser ilustrativos. Primero, el surgimiento de la guerra aérea. La creación de los aviones supone un problema para la guerra justa. Puesto que al llevar a cabo bombardeos aéreos no se puede seleccionar al destinatario específico del ataque, la muerte de civiles inocentes es altamente probable. De aquí que este tipo de ofensiva militar es incongruente con el principio de discriminación. En este sentido, los bombardeos a población civil que tuvieron lugar en la Segunda Guerra Mundial entre Alemania e Inglaterra, serían ejemplares.

Un segundo caso, y más discutido aun, es el uso de bombas nucleares. Si bien este tipo de arma ha sido usado hasta el momento solo dos veces contra población civil, su existencia dentro del marco de la teoría de la guerra justa es un problema complejo porque al igual que con los bombardeos aéreos, resulta incongruente con el principio de discriminación en cuanto que con la bomba nuclear es imposible seleccionar el tipo de objetivo al que se ataca. Con ella necesariamente mueren civiles. Pero más aún, la bomba nuclear es un problema para el principio de proporción, porque si el ataque atómico es una medida proporcional, el grado de devastación que puede haber entre las naciones en conflicto difícilmente acabaría en la paz o la restauración del estatus quo. Una guerra nuclear es, más que todo otro tipo de guerra, la prueba última del ejercicio del poder por sobre la racionalidad que se plantea desde la analogía judicial de la guerra justa. Con ella no viene paz alguna, sino la destrucción total. La posibilidad de una inminente guerra atómica global durante la segunda mitad del siglo XX, en el contexto de la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, motivó una serie de acciones tendientes a la promoción del desarme nuclear.

Para los cristianos, la cuestión de la bomba atómica también fue objeto de intenso debate, especialmente en los países con arsenal nuclear. Un ejemplo significativo es la publicación de un libro titulado The Church and the Bomb en 1982 [VII], preparado por un equipo de trabajo anglicano bajo la supervisión del obispo de Salisbury. En esta obra se hace un análisis técnico, político y teológico que conduce a una reflexión sobre las consecuencias del uso disuasorio de la bomba entre potencias nucleares y la promoción del desarme. Pese a estas consideraciones, el trabajo adopta la posición de la guerra justa en un sentido crítico, diferenciándose así de la posición pacifista, objetada por ser presuntamente quietista respecto a la promoción de políticas realistas. De este modo, desarrollando políticas de disuasión y desarme nuclear, se salvaguarda la posibilidad de hacer la guerra bajo ciertas condiciones (Ius in bello, ius ad bellum). En este proceso se le otorga, desde luego, un rol activo a la iglesia como promotora de estas políticas.

La teoría de la guerra justa parece, entonces, ser realista en la medida que arranca desde una antropología negativa según la cual la guerra es inevitable, pero al mismo tiempo tiene un grado de idealismo en cuanto a la confianza que pone en el respeto a las instituciones políticas nacionales e internacionales que pueden crearse para evitar una guerra total. Aun así, la tercera objeción a esta teoría viene tanto desde el pacifismo ideológico como del pacifismo teológico. A esta última nos dedicamos ahora.

Pacifismo

Lo que podría denominarse “tradición pacifista” en su versión clásica y moderna, aúna nombres tan diversos como Confucio, pasando por Gandhi, hasta Martin Luther King. Aunque hay diferencias de todo tipo, ya sean filosóficas o teológicas, lo que caracteriza al pacifismo en general es el rechazo al uso de la violencia personal y política, y esta última según la conjunción entre la idea de que no hay guerra buena –negando así toda posibilidad de belicismo- y que, por tanto, la guerra no es en ningún sentido deseable. El resultado de ello es la negación de toda guerra, incluida la “guerra justa”.

El pacifismo en su versión cristiana y especialmente en la época moderna, surge como una respuesta a las teorías de justificación de la guerra en todas sus formas. Entre sus argumentos principales destaca, en primer lugar, el hecho de que los cristianos de la era pre-constantiniana estaban en contra del uso de la violencia. Por lo tanto, rechazaban la guerra. Asoman nombres de padres de la iglesia como Tertuliano y Orígenes, en contraposición por supuesto a Agustín. En esta perspectiva, la aceptación de la guerra dentro de los márgenes del pensamiento cristiano solo se hace posible luego de la alianza entre Iglesia e Imperio romano, esto es, en la era constantiniana. El transformarse en religión oficial trae consigo para los cristianos la exigencia de justificar teológicamente prácticas imperiales como la guerra. De aquí surge el segundo argumento, y quizá más relevante, de la posición cristiana pacifista: que esto no solo sería impensable desde la perspectiva de los primeros cristianos sino, ante todo, de Jesús.

Una reflexión cristiana sobre la guerra, en perspectiva pacifista, debe partir desde Jesús el Cristo, el eje del auténtico cristianismo. Esto implica necesariamente interrogar el propósito de Jesús para la humanidad. En su enseñanza contra la violencia (Mt. 5,38-45) encontramos un principio que nos llama a considerar críticamente todo acto de violencia. Esto evidentemente incluye toda guerra. Además, encontramos un ejemplo preclaro de esta enseñanza en su propia vida, cuyo máximo correlato es su entrega a la cruz por amor a los seres humanos, hechos a imagen y semejanza de Dios. Así, la primera preocupación sobre la guerra para los cristianos debe ser las consecuencias que ella trae sobre la vida humana. La guerra en cuanto acontecimiento indeseado, negativo y destructivo, exige la pregunta por la responsabilidad de los cristianos. El acento en este caso no está únicamente en intentar promover políticas de pacificación –que de hecho, se hace-, sino sobre todo atacar el fundamento de la guerra, que no es otro que el corazón corrompido del ser humano.

En la historia del pacifismo, uno de los pensadores más populares fue el novelista ruso León Tolstoi. En su libro En qué consiste mi fe, publicado en 1884, criticó duramente a la Iglesia Ortodoxa y al Estado, lo que costó la censura de la obra. Esto, lejos de detener sus ataques, lo llevó a publicar algunos años después el libro El reino de Dios está en vosotros, que partió pretendiendo ser una introducción al Catecismo de la no resistencia escrito por el americano, abolicionista y restauracionista de origen bautista Adin Ballou, acabó siendo un balance pormenorizado de las ideas presentadas en la obra de 1884 respecto a la no-violencia como fundamento del cristianismo.

Pese a que Tolstoi es un cristiano atípico, el modo en que perfila su posición pacifista es ejemplar de acuerdo a las dos argumentaciones típicas del pacifismo cristiano mencionadas antes, y a una nota contextual que no deja de interesar. El pensamiento tolstoiano parte desde el presupuesto de que la iglesia justifica el ejercicio de la violencia, principalmente estatal. De aquí que Tolstoi recurra a dos argumentos cristianos para rechazar esa justificación. Primero, que en el Sermón de la Montaña Jesús señala expresamente el amor a los enemigos, no responder mal con mal y el ejercicio de la pacificación. Segundo, que en la tradición cristiana siempre ha existido una oposición al uso de la violencia. En este punto es especialmente notable el hecho de que Tolstoi afirma en El Reino de Dios, que luego de la publicación de En qué consiste mi fe, fue notificado por una serie de personas que le proveyeron valiosa información para sostener sus tesis cristianas contra la violencia. Fue así como descubrió no solamente a los movimientos pacifistas cristianos protestantes contemporáneos decimonónicos, sino además la tradición que los nutría. En efecto, aparecieron en su horizonte cuáqueros y menonitas, herederos de la tradición de la reforma radical, pero también el checo Petr Chelčický, seguidor de Jan Huss que elaboró en el siglo XV una crítica al constantinismo, el maridaje entre iglesia y poder político.

Ahora bien, la idea de no resistir al mal con violencia en clave cristiana, no puede entenderse sin el contexto ruso del siglo XIX. El hecho de que Tolstoi haya recurrido al Sermón del Monte y al anti-constantinismo como claves críticas tanto de la iglesia ortodoxa como del imperio ruso, obedece en primera instancia al hecho de que la iglesia se encontraba sujeta al imperio en una lógica cesaropapista. De algún modo, es posible pensar que Tolstoi concebiría una analogía entre la iglesia del imperio ruso y la iglesia del imperio romano. El argumento, entonces, consiste en desanclar a iglesia y poder, pero ese ejercicio exige una crítica ambas instituciones. Como en su perspectiva el problema es el constantinismo, no solo criticó a la Iglesia Ortodoxa Rusa, sino a toda iglesia que estuviese en una relación similar con el Estado o Imperio. Aquí, por supuesto, recordó a la Iglesia Católica Romana, la Iglesia Anglicana y a la Iglesia Luterana, entre otras, toda vez que sintonizó amigablemente con aquellas versiones del protestantismo que se oponían a las Iglesias de Estado. Por otra parte, si el poder de la espada para hacer guerra es administrado por el Estado, entonces no solo se negará la guerra, sino al Estado mismo.

Si Jesús proponía la no-violencia como alternativa a la violencia y la enemistad, entonces todo aquello que preservara la violencia como método no era auténticamente cristiano. Dado que el cristianismo es paz, se plantea contra lo opuesto, es decir, la violencia y, en consecuencia, la cultura pagana. Así, en la mirada de Tolstoi, el que la iglesia justifique el uso de la violencia no es fruto de una reflexión cristiana, sino una forma de preservación del paganismo. En su perspectiva, una iglesia que justifica la violencia, va contra los mandamientos de Cristo y, por ende, es anticristiana.

Tolstoi desde luego acusó el rechazo que producía en el establishment eclesiástico, pero mucho más llamativo es el rechazo político que acusa en dos grupos enteramente opuestos. Por una parte, los conservadores rechazaban la no-violencia porque no les daba justificación para perseguir a los revolucionarios de la época. Pero, por otra parte, del mismo modo la rechazaban los revolucionarios por no justificar la acción contra los poderes opresivos imperiales. Esto prueba que el problema central al que atiende el pacifismo no es solo a la posición que se toma respecto al uso del poder, sino sobre todo al poder mismo.

Con todo, a la misma altura de la crítica, si es que no más arriba, se encontraba el optimismo tolstoiano. Las duras circunstancias de opresión imperial que veía sobre el pueblo, junto con la corrupción eclesiástica que justificaba al imperio, eran experiencias de la vida social que conducirían a la extensión y desarrollo de un juicio crítico que terminaría por socavar tanto los fundamentos del poder imperial como la concepción errónea de cristianismo –o simple paganismo encubierto- que lo justificaba. En sus palabras: “la incipiente opinión pública cristiana, que transformará por completo el orden pagano establecido cuando se llegue a un nivel determinado de desarrollo, ya está empezando a dar sus frutos” [VIII]. Esta profesión de fe optimista en el desarrollo de una humanidad auténticamente cristiana que, consciente del mensaje de no-violencia de Jesús, reestructuraría a todo el mundo, se encontró poco después con la cruda realidad de la Primera Guerra Mundial.

¿Qué hacer, pues, con el pacifismo? La postura de los críticos puede ir desde quienes lo ven con condescendencia, juzgándolo como una forma de ingenuidad política, hasta quienes lo ven con displicencia como una posición francamente inútil. En algún sentido tienen razón, especialmente considerando que cierto pacifismo, por ejemplo, si bien tiene una visión política definida por la anti-estatalidad, a causa del utopismo contenido en esa posición es incapaz de proveer soluciones a problemas políticos reales, ya sea proponiendo modificaciones jurídicas, políticas públicas o acciones que promuevan la paz.

No obstante, aún se puede rescatar algo de este idealismo. No basta simplemente desechar el pacifismo como una corriente ingenua o inútil. En la perspectiva de Norberto Bobbio, hay distintos pacifismos, y unos más que otros pueden cumplir ciertas funciones. En primer lugar, cabe diferenciar el hecho de que hay pacifismos pasivos y pacifismos activos. Los pacifismos pasivos, en efecto, difícilmente pueden encontrar defensores no pacifistas en tiempos de incertidumbre como estos. Sin embargo, otro asunto son los pacifismos activos, es decir, todas aquellas posiciones pacifistas que comprenden el pacifismo no como el restarse de la sociedad corrupta y beligerante, sino como un ideal de mundo que construir. Por ello, estas corrientes tienden a desempeñar distintos roles ya sea para preservar o conseguir la paz.

En este sentido, hay tres tipos de pacifismo activo: instrumental, institucional y finalista. El primero de ellos tiene por meta obrar sobre los instrumentos de la guerra. Así, por ejemplo, un pacifista instrumental intentará abogar por el desarme nuclear e, idealmente, la destrucción de las armas nucleares. Sin embargo, pese a su énfasis tolstoiano si se quiere, una posición como esta no va a la raíz del problema, que son tanto las guerras mismas como las motivaciones que las producen. El pacifista institucional, por otra parte, es el que pone el acento en el ámbito jurídico del Estado, o también en su ámbito social. Para el primer caso, en la medida que las guerras son consecuencia de enfrentamientos entre estados soberanos, se intenta influir en el perfeccionamiento de las instituciones jurídicas que permitan solucionar conflictos sin llegar a las armas; aquí se opta especialmente por la idea de entidades supranacionales como la ONU. En este sentido, por ejemplo, el abogado estadounidense Salmon Levinson, meses antes del fin de la Primera Guerra Mundial, afirmaba que “lo que queremos no son leyes de la guerra, sino leyes contra la guerra, exactamente como tenemos leyes contra el asesinato y no leyes del asesinato” [IX]. Para el segundo caso, las guerras son producto de las diferencias al interior de un Estado y no de las deficiencias de la organización de la comunidad internacional, por lo tanto, considera que las transformaciones del Estado (por ejemplo, si es imperialista o capitalista) pueden limitar la posibilidad de las guerras. Por último, el pacifismo finalista es el que encuentra la razón de las guerras en el ser humano mismo. Un pacifista debe actuar no respecto a las armas o las instituciones jurídicas, sino sobre las personas, porque es en las pasiones donde comienzan las guerras.

Resulta claro que todas estas opciones no necesariamente son excluyentes entre ellas. Sin embargo, en el caso cristiano podría pensarse que una es acentuada sobre otra dependiendo del enfoque teológico que se tenga. En el presente, por ejemplo, dos teólogos han dado especial énfasis a la cuestión de la guerra en perspectiva de la no-violencia en Estados Unidos: el menonita John Howard Yoder y Stanley Hauerwas [X]. Ambos desarrollan una línea que ha sido acusada –quizá injustamente- de quietista, o tolstoiana si se quiere, que bebe de la teología emanada del anabaptismo y su énfasis en la separación entre Iglesia y Estado. Tampoco podemos ignorar aquí al teólogo y jurista francés Jacques Ellul. A la par, y desde otra vereda, podríamos poner a los anglicanos de The Church and the Bomb y a Oliver O’Donovan que, como se sabe, piensan desde una tradición eclesiástica fuertemente ligada al Estado. Ya en este nivel se deja entrever la profunda diferencia teológica que hace tan diferentes a ambas tradiciones. ¿Cómo decidir por cual optar? Antes de contestar esa pregunta, hace falta un corolario sobre la realidad política reciente.

El orden global en el siglo XXI

La historia del orden mundial contemporáneo tiene que remitirse necesariamente a las consecuencias políticas de la Reforma. El quiebre de la unidad pactada en la cristiandad medieval trajo consigo la creación de estados con sus iglesias, que llevó a intensas guerras. La forma de ordenar el nuevo escenario fue mediante la Paz de Westfalia. Se estableció internacionalmente la idea de soberanía estatal y, finalmente, el orden descansaría sobre la diplomacia.
Las diversas concepciones del orden global que han disputado influencia históricamente, hallan sus orígenes en este conflicto fundante. En general, han sido dos las tendencias dominantes, cada cual con sus vertientes derivadas. En materia internacional, la explicación de la guerra y la búsqueda de soluciones, ha sido dada por un lado por la escuela realista y por otro la escuela idealista. La escuela realista sostiene por analogía, a partir de Hobbes, que así como el hombre vela por su propio interés, del mismo modo lo hace el Estado. Por lo tanto, la guerra es producto de los intereses contrapuestos de los estados. De aquí que en general, toda propuesta que apunta al “equilibrio de poder” o al “orden mundial”, procede de una visión realista. La escuela idealista por su parte, principalmente afirmada en Kant, se distinguirá de la realista por su confianza en que así como los hombres son capaces de crear una comunidad política a partir de un pacto, del mismo modo los estados pueden superar el interés propio que los mantiene en una anarquía internacional –esto es, carente de un gobierno superior-, y dar paso a la fundación de una orgánica supranacional universalista. Esta tensión entre estado de guerra y universalismo encuentra un punto intermedio en la teoría de Grocio sobre la sociedad internacional, constituida no a partir de la defensa del interés propio sino de intereses comunes y de un potencial de solidaridad interestatal.

En el último siglo, cada teoría en el ámbito internacional ha tenido sus propias variantes, como el realismo estructural y el neoinstitucionalismo liberal [XI]. Todas ellas han buscado ofrecer propuestas especialmente en el marco de la Guerra Fría. Con el “fin de la historia” de Francis Fukuyama, ha habido un auge evidente del neoliberalismo y su acento en la estabilidad lograda por la libertad del mercado global. Sin embargo, también el institucionalismo liberal ha tenido su rol en la conformación de instituciones que sean capaces de gestionar la cooperación entre entidades políticas.

Actualmente asistimos a un mundo en que el poder está distribuido de manera multipolar y ya no bipolar como fue en la Guerra Fría o unipolar como se pretendió que era en los ’90; en el que el modelo de establecer relaciones es eminentemente económico, sustentado por los presupuestos de la teoría neoliberal; en el cual, además, hay al menos nueve potencias nucleares no necesariamente aliadas entre sí; en el que hay diversos focos de tensión bullentes, entre los cuales destaca Oriente Próximo; en el que las distintas potencias disputan su primacía ideológica y la difunden entre estados de poder militar, económico y político menor; y finalmente, un mundo en el que convive con mayor o menor éxito todo tipo de pluralidad ya religiosa, étnica, cultural, etc., bajo la consigna de la nueva sociedad global de la información.

Todos estos elementos complejizan una reflexión teórica de la política internacional y la guerra y, por tanto, suponen un mayor desafío contemporáneo para los cristianos que buscan presentar una posición coherente en la sociedad global. Con todo, no debiésemos perder de vista la admonitoria idea de Carl Von Clausewitz, según la cual la guerra es la continuación de la política por otros medios. Esto porque las guerras convencionales –o interestatales- siguen teniendo lugar en el nuevo orden global liderado por Estados Unidos, pero también porque las luchas políticas se pueden llevar a cabo no solo mediante la guerra.

Una de las preocupaciones más evidentes del presente es el terrorismo, que se ha vuelto un método común para conseguir fines políticos –cuyo hito global fue el ataque del 11 de septiembre del 2001 contra las torres gemelas en Estados Unidos-, y que no se ajusta a los parámetros tradicionales de la guerra. Esto ha exigido un incremento de la mejora de los mecanismos de seguridad estatal y, desde luego, también exige una reflexión cristiana. Si esta práctica excede los parámetros de la guerra justa, cuánto más los del pacifismo. Y, aun así, urge ver qué aporte pueden hacer los cristianos ante estas situaciones.

¿Qué hacer?

Mundo plural, orden internacional multipolar, economía neoliberal, bombas nucleares, zonas de conflicto armado, potencias militares, ideologías políticas; todo ello se entremezcla en el escenario global actual y, por tanto, también en las guerras en curso o las potenciales guerras por venir. Así las cosas, la opinión cristiana sobre la guerra no puede simplemente estar basada ni en lecturas escatológicas ni nacionalistas. Una reflexión cristiana no puede dar lugar a una opinión banalizada de acontecimientos tan trágicos para la vida humana, del mismo modo que no puede simplemente restarse de una discusión seria.

Pacifismo y Guerra Justa son tradiciones contrapuestas. No tiene sentido intentar una combinación pues una absorberá a la otra y no habrá entonces más que una teoría vestida de otra. No obstante, que no se haga una síntesis no quiere decir que no pueda hacerse una articulación. Así, entonces, la pregunta final sobre el pensamiento y acción cristiana respecto a la guerra no ha de responderse unificando ambas teorías, sino articulándolas en función de algunos principios.

En primer lugar, es imprescindible hacer una distinción de fines. Mientras que la teoría de la guerra justa puede considerarse un método con una función práctica, el pacifismo por su parte puede considerarse un ideal-horizonte que exige compromisos éticos superiores/últimos. Así, entonces, mientras que la primera es un método, el segundo es un horizonte. Mientras que la guerra justa es un método ético excluyente que aplica para un contexto específico –es decir, en caso de guerra-, el pacifismo es un esquema de pensamiento que funciona tanto en tiempos de paz como de guerra; sirve para promover la paz en la guerra, pero también trabajar por el mantenimiento de la paz en tiempos en que no hay hostilidad entre estados. Esto último no lo puede hacer la guerra justa, salvo trabajar por promover el restablecimiento del status quo de cese de conflicto. Cosa que, en todo caso, el pacifismo activo también puede hacer. En este sentido preciso, el pacifismo activo en sus distintas formas, es más útil que la guerra justa. Sin embargo, no podemos sujetar la discusión únicamente a la utilidad. En cuanto a los fines, el pacifismo supera a la guerra justa en la medida que esta última aspira apenas al término del conflicto, y no a trabajar activamente en tiempos de paz ya sea por el desarme, la construcción de instituciones fuertes que moderen los conflictos y, por último, las condiciones que llevan a un ser humano a desear la guerra.

Más allá de estas diferencias estructurales, el esquema teológico cristiano desde el principio ha sostenido que el origen de las miserias humanas es el pecado, la corrupción del corazón o en otro lenguaje, las pasiones desordenadas. Es por eso mismo que la solución que ofrece el cristianismo no es otra que la redención del corazón. En este sentido, asumiendo que el problema de la violencia reside en la naturaleza humana, el cristianismo bien podría entender la guerra como un fruto perverso de la corrupción humana y, por lo tanto, podría considerarse un pacifismo finalista. Ahora bien, esta lectura podría conducir a pensar que la tarea de la iglesia no es otra que evangelizar, descuidando así otras formas de pacifismo. En cualquier caso, un cristiano puede o no estar de acuerdo con la teoría de la guerra justa o con los modos de práctica pacifista, pero no puede ser menos que pacifista finalista.

Por ello, en la medida que el pacifismo a diferencia de la guerra justa, puede funcionar con o sin guerra, el primer criterio para una toma de posición respecto a las guerras es un principio de ponderación compromisoria. En la medida en que como cristianos tenemos un rango de opciones que comprende pacifismo finalista, pacifismo institucional, pacifismo instrumental y guerra justa, podemos escoger entre ellos el que ponderemos más relevante, pero, en cualquier caso, no se puede ser menos que pacifista finalista porque la propia experiencia y enseñanzas de Jesús, llaman a un espíritu de pacificación (Mt. 5:9) y a amar a los enemigos (Mt. 5:48). De aquí que la tarea primera de los cristianos sea la enseñanza de la paz y del amor al enemigo. Esto implica por un parte, superar todo tipo de discriminación tendiente al odio étnico, nacional, cultural etc. y, por otra, implica una promoción activa de esas enseñanzas. Así, el cristiano puede contribuir en paz o guerra, a la promoción de la paz y la conciliación a través de la enseñanza y predicación del evangelio. Este desafío no puede ser tomado con ligereza, es necesario ante todo que los cristianos sepan quién es el otro que está a su lado.

También es posible que un cristiano, por vocación de servicio a la sociedad, trabaje activamente en el área jurídico-política promoviendo mejoras en el sistema jurídico o político de su país, considerando las enseñanzas de Jesús. Del mismo modo que es posible que trabaje a nivel de sociedad civil, promoviendo en general una cultura de paz y solidaridad. Y, por último, también es posible que haga activismo por el desarme, incluso si se piensa que esta última acción es la menos fructuosa. Ya en caso de guerra, evidentemente la opción pacifista activa sigue vigente en todas sus formas, mientras que algún cristiano puede optar por promover la guerra justa como la opción realista menos dañina en un conflicto.

El segundo es un principio de ponderación contextual local e internacional. Ya visto el hecho de que una acción pacifista puede realizarse en paz y guerra, mientras que la guerra justa aplica exclusivamente para la guerra como método, es lógico que la aplicación de una u otra perspectiva dependa de si se está en contexto de paz o en contexto de guerra. En tanto que el pacifismo finalista ha de ser transversal, la teoría de la guerra justa puede ser enseñada en tiempo de paz, aunque solo puede ser aplicada en tiempo de guerra. Estas acciones además pueden llevarse a cabo en primer lugar en el contexto local, pero también quienes extienden su vocación cristiana más allá de la propia frontera, pueden hacerlo a nivel internacional.

El tercer y último principio es de oficio y responsabilidad. Es un hecho que la idea pacifista pasiva de antaño según la cual los cristianos no deben participar en el ejército ni jurar lealtad a la nación, en el presente es escasamente practicada y que hay cristianos en el ejército o trabajando en instituciones estatales de diverso tipo. Por lo tanto, prevenidos de esta realidad, conviene señalar que la profesión u ocupación de un cristiano puede ser orientada por alguna de estas posiciones. Es ideal que un cristiano militar adoptara el pacifismo; pero es realista que, al menos siga una posición de guerra justa. Es realista que un cristiano con formación jurídica trabaje por la guerra justa en momentos de excepción, pero es ideal que trabaje por la paz en todo momento. En los ejemplos mencionados, hay un elemento de responsabilidad cristiana mayor debido al carácter particular de la profesión en relación al poder militar o jurídico-político. Pero, desde luego, aquellos que no tengan oficios que puedan tener una vinculación particular con la estructura estatal, de todos modos es ideal que busquen los mecanismos adecuados para poner al servicio de la sociedad sus saberes a fin de preservar y/o conseguir la paz.

Todas estas recomendaciones exigen, en cualquier caso, el desarrollo de un mayor interés por estos asuntos. Exigen un mayor esfuerzo intelectual y técnico a nivel personal, pero también a nivel comunitario y eclesiástico. Jesús previno siempre sobre los rumores de guerra, pero en el presente pareciera que eso se ha comprendido más como una evasión al conflicto que como un llamado a afrontarlo cristianamente. Para hacer esto último, es necesario volver a la pregunta sobre la relación entre el Estado y la iglesia, la espada y la cruz, la injusticia y la justicia, el poder y el amor. Estamos a tiempo de comunicar, como ciudadanos de un Reino más excelente, que la grandeza de un pueblo no está simplemente en lo que construye, sino también en lo que no destruye.

Notas
[I] O’Donovan, O. (2006). The Just War Revisited. Cambridge: Cambridge university press. P. 9
[II] Walzer, M. (2004) Reflexiones sobre la Guerra. Barcelona: Paidos. P. 25
[III] Bobbio, N. (2008). El problema de la Guerra y las vías de la Paz. Barcelona: Gedisa. P. 50
[IV] Bull, H. (1966), “Grotian conception of international society”, En Diplomatic investigations: essays in the theory of international politics. Eds. Herbert Butterfield, Martin Wight, Hedley Bull. Londres: Allen & Unwin.
[V] Supra, ii.
[VI]“the evangelical counter-praxis to war, then, amounts to this: armed conflict can and must be re-conceived as an extraordinary extension of ordinary acts of judgement; it can and must be subject to the limits and disciplines of ordinary acts of judgement” (6)
[VII] VVAA. (1982). The Church and the Bomb. Londres: Hodder and Stoughton/CIO.
[VIII] Tolstoi, L. (2010) El reino de Dios está en vosotros. Barcelona: Kairós. P. 304
[IX] Uno de los más férreos promotores del pacifismo. Vease más en Catalán, M. (1997). Proceso a la Guerra. Valencia: Edicions Alfons el Magnanim.
[X] Ver, por ejemplo, este texto de Hauerwas http://www.religionconflictpeace.org/volume-1-issue-1-fall-2007/sacrificing-sacrifices-war
[XI] Mientras que el realismo estructural ha preservado el acento en la anarquía internacional y ha profundizado las razones de las guerras (en cuanto que ya no es solo la antropología negativa del realismo tradicional lo que las origina, sino más bien o los problemas internos de los gobiernos o la estructura internacional deficiente), el neoinstitucionalismo liberal ha puesto el acento en que dado que las relaciones en el ámbito internacional exceden los límites de los Estados (en vista que hay relaciones culturales, comerciales, privadas, etc.) es posible lograr la cooperación entre ellos debido al entramado complejo de relaciones entre países.