Estudios Evangélicos

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Reflexiones evangélicas sobre el octubre chileno

Javiera Abarca, Luis Aránguiz, María Jesús Cordero, Gonzalo David, Jonathan Muñoz, Luis Pino
Ediciones del pueblo-Fe Pública
Santiago 2019
101 pp

Agradezco en primer lugar la invitación que los editores de este trabajo, de este necesario y pertinente estudio, me han realizado para poder reseñar y comentar brevemente el libro Reflexiones evangélicas sobre el Octubre chileno. El libro escrito en siete capítulos, provenientes de voces y rostros con distintas perspectivas, profesiones y temas, manifiesta una primera intuición: la necesidad de pensar teológicamente cuál es nuestro éthos cotidiano. Si por éthos entendemos el espacio de convivencia, el lugar donde co-habitamos, la perspectiva cristiana evangélica es un enfoque particular y creativo para ahondar en torno al entramado que genera dicho espacio habitacional.

El libro inicia con una presentación escrita en Octubre del 2020. Es un dato no menor, en cuanto la capacidad de mirar con mayor amplitud el acontecimiento de la revuelta social, el estallido social, el despertar de un pueblo, cualquiera sea el nombre de dicho punto de inflexión en la historia reciente de nuestro país, aumenta a medida que avanza el tiempo. Paul Ricoeur, hablando de la perspectiva interpretativa de los textos, indica que a mayor distancia surge una hermenéutica más detallada. Sabemos que, en treinta años más (parafraseando, por ejemplo, la expresión socio-política-cultural de “no fueron treinta pesos, fueron treinta años”), el análisis será mucho más detallado todavía. Sin embargo, este primer acercamiento es ya un paso necesario en la comprensión del fenómeno, por una parte, y en el reconocimiento de cuáles son las consecuencias de dicho acontecimiento para la vivencia de la fe cristiana evangélica.

La presentación del libro, nos entrega además dos puntos de anclaje para acercarnos al objeto de estudio. Ellos son: pensar y dialogar. En la construcción del éthos cotidiano y comunitario del que hemos hecho mención anteriormente, son estos elementos los que aparecen como bases sin las cuales no podemos generar un verdadero estatuto cívico, democrático, participativo y justo. Pero, si el proceso de mirar se queda sólo en el pensamiento omitiendo la praxis concreta, en ese momento terminamos desintegrando el proceso. Quedaría, quizás, en una buena intención más que en una vinculación afectiva y efectiva. Por ello, en la misma presentación se indica que los cristianos evangélicos querían actuar en “el Chile distinto que comenzábamos a avizorar” (p.iii), Chile que comenzaba en lo que a juicio de los autores era “una de las crisis más grandes vividas en la historia política chilena” (p.iii).

El primer capítulo, titulado ¿Qué debemos hacer los cristianos ante la injusticia?, escrito por Jonathan Muñoz, ahonda en una de las cuestiones tradicionales de la fe cristiana. Es más, el mismo Muñoz así lo declara al comienzo del capítulo: “anhelar justicia es propio de cristianos según Jesús (Mateo 5.6). Y no cualquier anhelo, sino anhelarla con el dolor del hambre y la incomodidad de la sed” (p.1). Parafraseando al teólogo vasco Javier Melloni, hay una sed de ser, una sed de algo más profundo que el hambre y la sed pero que se concretizan en dicha falta de elementos mínimos de subsistencia. Por ello, uno de los conceptos que aparecen transversalmente en dicho capítulo es el de “incomodidad”. Ante dicha situación, Jonathan Muñoz indica tres modos por medio de los cuales la incomodidad ante la injusticia puede tornarse en la práctica concreta de lo justo. El primero de ellos tiene que ver con la oración que dirigimos al Señor, que es Rey, pero que no se confunde con un misticismo vacío de contenidos. Parafraseando esta vez al teólogo alemán Johann Baptist Metz, es necesaria una “mística de ojos abiertos” que evite una fe desencarnada, poco atenta a las cuestiones acuciantes de la incomodidad. En segundo lugar, la importancia de la consideración de la oración de los justos sufrientes que claman al cielo. Vuelve a resonar la pregunta de Dios en Génesis 4,9: ¿dónde está tu hermano?, su sangre clama a mí desde la tierra, desde lo incómodo. Finalmente, una oración para pedir espíritu de discernimiento y de conversión, de un tránsito pascual del egoísmo al sentido de comunidad.

El segundo capítulo escrito por Luis Pino Moyano y titulado “Ni zelotes ni herodianos. Por una alternativa cristiana de paz activa”, muestra el establecimiento de un camino medio, un camino virtuoso – a la manera de Aristóteles – (o quizás un camino que busca ser virtuoso) entre la violencia y el establecimiento de un estado dominante, a saber, la paz activa. Resuena en la lectura de este capítulo la llamada al gran shalom bíblico que no es la ausencia de conflicto, sino el establecimiento de formas de vida humana y de relaciones auténticas como se van desentrañando a lo largo de este segundo capítulo. Pino Moyano recuerda, muy en la línea de Muñoz, que la justicia es fruto de Dios y que Dios mismo es la Justicia, lo cual se puede ver con claridad en los relatos bíblicos, sobre todo en los salmos y en los profetas. Por ello, para este autor “la paz, entonces, no es sólo ausencia de conflicto, pues Shalom es también justicia social, vida abundante y armonía con los otros sujetos que portan, por derecho de creación, la imagen y semejanza de Dios” (p.12). El autor, a través de un recorrido filosófico, teológico y bíblico, va proponiendo pistas interesantes para repensar de qué manera nuestros modos de vivir y de trabajar por la paz social, personal, de país.

El tercer capítulo, nuevamente desde la pluma de Jonathan Muñoz, lleva por título: “Una primera reflexión evangélica acerca del octubre de 2019 en Chile”, comienza con la pregunta de cómo construir auténticos diálogos evangélicos. Es sabido que el mundo protestante es profundamente variopinto, y que una rápida generalización del mismo es una falacia profunda que es necesario purificar constantemente. A partir de una narrativa profundamente experiencial, Muñoz indica que este diálogo evangélico debe realizarse desde la cosmovisión bíblica para, desde ella, entender el conflicto chileno. A partir de una fe común, el autor indica que es posible llegar a un diálogo común. El autor, a pesar de este primer sentimiento de esperanza, reconoce un peligro permanente, incluso en el mundo católico desde el cual escribo este comentario, a saber, el permanente arrogarse el poder y el control de lo divino. Las imágenes que utilizamos para pensar, hablar y actuar nunca son ingenuas, al contrario, están marcadas por un lugar desde el cual se enuncian. Este peligro para Muñoz supondría un retroceso en el diálogo y una tendencia hacia la polarización o a un profundo dualismo tipo Maniqueo. La forma de pensar lo evangélico, heterogénea como es, debe comenzar desde puntos comunes, desde una renovada ortodoxia – como lo indica Muñoz. En sus palabras: “necesitamos que los evangélicos vuelvan a hacer sus tareas de casa acerca de qué nos define como cristianos antes de ponerse a debatir” (p.27). La soberanía de Dios, corazón de la fe cristiana en general y con un arraigo fuerte en lo evangélico, es aquello que debe movilizar a las distintas comunidades que tratan de entender y trabajar en razón del conflicto social, político y cultural y, porque no decirlo, teológico, eclesial y pastoral.

El cuarto capítulo, titulado “Vivimos fuera del paraíso: una comprensión cristiana de las ficciones políticas” y escrito por Luis Aránguiz, tiene por objetivo ofrecer una reflexión en torno a lo que el autor denomina “una mística de la indignación” (p.42). El modo de acercarse al tema, Aránguiz lo realiza desde el concepto de la semiótica, es decir, del significado que los símbolos, las palabras y los eventos tienen para una determinada comunidad cultural y lingüística. Uno de los símbolos que más ha transitado, desde Octubre 2019, es el símbolo y la metáfora del “despertar” de Chile, el cual se entiende “que Chile salió de un estado de pasividad a uno de actividad que se caracteriza por la realización de acciones están orientadas a protestar por las condiciones sociales en el país” (p.42). A pesar de ser una metáfora extendida, Aránguiz reconoce que el concepto o la experiencia del despertar no asegura lo que vendrá durante el día. Por lo tanto, se inserta una lógica de la incertidumbre, sobre todo en que el movimiento social no tiene una conducción clara, que existen demandas variadas y que los modos de exigirlas también son muy heterogéneos. Otra de las metáforas utilizadas por Aránguiz es el concepto de “dignidad”, también muy extendido en las demandas chilenas. El concepto indica una cualidad propia del ser humano y no es algo que se otorgue por decreto. Ambas metáforas tienen el carácter de ser una “ficción política”, es decir, la presentación de lo que, autores como Paul Ricoeur, denominan un exceso de sentido. Lo político, con ello, no es un discurso unívoco, sino que posee distintos bemoles de ejecución. Ante estas ficciones, surge la mística de la indignación sustentada en los elementos siguientes: un compromiso cristiano ante la coyuntura, tener un espíritu que discierne espíritus y evitar los dualismos semióticos. Aún viviendo fuera del paraíso, la fe cristiana debe asumir la construcción de una identidad política que, sustentada en las metáforas y en los significantes, sea capaz de adentrarse en tiempos nuevos.

El quinto capítulo, escrito por Javiera Abarca y titulado “Guarda tu espalda”, ofrece una reflexión en torno a la cuestión moral la cual, y desde una clave cristiana, se comprende como fruto de la creación de Dios. Abarca indica que al ser creados a imagen y semejanza de Dios, hemos sido constituidos en seres morales (Cf., p.61). Ante la capacidad de discernir entre el bien y el mal, y con sus consecuentes actos morales, el ser humano va comprendiendo que el relativismo moral es algo que va en contra de la propia naturaleza humana sellada por la presencia de Dios dentro del corazón de cada ser humano. Ante esto, Abarca indica que “estamos siendo gobernados por un Estado corrupto, que quita a los pobres para dar a los ricos, que reprime al pueblo más por la fuerza que por la razón, que saca los militares a la calle trayendo a memoria los recuerdos de una dictadura, etc” (p.62). Esto, a juicio de la autora, indica acciones moralmente negativas y surge la pregunta de cómo luchar contra ellas. Resuenan en nosotros las expresiones sobre el mal como desafío a la teología y a la filosofía (P. Ricoeur), al mal como desajuste (G. Amengual) o al mal líquido y su banalidad (Bauman y Arendt). Para Abarca el modo de luchar contra estas situaciones de mal concreto, no pasa por una lógica del empate, sino que hemos de vivir la lógica bíblica de la compasión efectiva con el pobre, la viuda o el huérfano, muy presente en el modelo del Éxodo y en la perspectiva propiamente cristológica. Para ejemplificar esto, Abarca coloca el ejemplo de D. Bonhoeffer como símbolo de una resistencia evangélica.

El penúltimo capítulo, el número seis, está titulado Calvinismo, crisis social y violencia. Es escrito por Gonzalo David, quien, junto a Luis Pino, autor de uno de los capítulos de este libro, me invitaron originalmente a escribir esta reseña. Desde aquí mi más profundo agradecimiento. David continúa – en parte la lógica de Abarca en el capítulo anterior – cuando se pregunta por la legitimidad de lo medios para enfrentarse a un Gobierno hostil. El modo de resistencia, Gonzalo David lo recupera de la tradición de “Juan Calvino y Johannes Althusius” (p.70), los cuales sentaron las bases de la tradición que apela a la resistencia contra los tiranos. Los que ejecutan la resistencia son el pueblo más concreto, parafraseando a David, a la vez que Calvino y Althusius coinciden en que “la resistencia permitiría ejecutar al gobernante con el fin de restablecer la justicia, aunque discrepan sobre quiénes tendrían el derecho de hacerlo” (p.72). Gonzalo David también recupera el caso de Guillermo Groen van Prinsterer, quien propone un tipo de resistencia pasiva contra el Gobierno hostil. Lo que une a esta tradición, la calvinista, es que el modo de enfrentarse a la mala ley proviene de la confianza en Dios y en su justicia. Ante un acto criminal debe surgir una férrea resistencia que tenga como contracara la dignidad de toda persona, la cual, a su vez, viene de la presencia de Dios en la historia y en cada persona. Eso, pienso, es una tarea a repensar, por ejemplo, con mártires como el Obispo salvadoreño Óscar Romero quien protestó contra la tiranía del gobierno de El Salvador y mantuvo el grito de que toda violencia y atropello a los derechos humanos es una afrenta al plan de Dios. Esto debería potenciar incluso un mayor diálogo ecuménico.

El libro cierra finalmente con el capítulo VII, titulado “El libro de Miqueas y la crisis social en Chile”, escrito por María Jesús Cordero. Cordero comienza su trabajo a partir de una narrativa experiencial que recuerda cómo siempre el trabajo social estuvo presente en su biografía. El compromiso con la infancia del SENAME, del organismo World Vision y otras actividades más personales, fueron marcando una vocación sociopolítica y de abogada que es presentada en las primeras páginas de este escrito. Pienso que esta clave es algo que ha cruzado este libro y que de un modo particular anima la reflexión de Cordero: ser capaces de dejarnos interpelar vitalmente por el Evangelio y por nuestro tiempo. Hablar encarnadamente es pensar a Dios en los recovecos de la historia. Cordero tuvo la oportunidad de trabajar con los sectores más bajos y excluidos del país. Y, porque los conoce y saber discernir lo que les sucede, es capaz de afirmar que “la violencia que hoy vemos en nuestro país esconde la experiencia de una sociedad profundamente desigual. La injusticia produjo rabia y resentimiento, cambiando el valor moral de las cosas” (p.80-81). La injusticia del Gobierno hostil, parafraseando al capítulo de Gonzalo David, fue permeando todo el entramado social, generando más exclusión y barreras. Ante estas situaciones, María Jesús indica que es necesario recuperar al Dios de la Biblia que opta por los excluidos. Y, por ello, estas situaciones de injusticia son pecado que producen más pecados. Ahora bien, para comprender de manera más focalizada lo anterior, la autora recurre al testimonio del profeta Miqueas, el cual y a su entender, “no vivió en una época muy distinta a la actual” (p.84). Quizás el grito profético más determinante en Miqueas es: “Practicar la justicia, amar la misericordia y humillarte ante tu Dios” (Miq 6,8). Hoy, y en nuestro tiempo, hemos de repensar una y otra vez cuánto de este llamamiento miqueano estamos escuchando y colocando en práctica. Como indica Eugen Drewermann, teólogo y psicólogo alemán, una lectura atenta a los libros santos nos pueden proveer de herramientas para pensar nuestra propia vida, en cuanto los personajes de los cuales tratan dichos textos son nuestros compañeros de camino.

Finalmente, quisiera volver a agradecer la invitación de Gonzalo David y Luis Pino Moyano de escribir este comentario al texto Reflexiones evangélicas sobre el Octubre chileno. Me ha parecido de una actualidad propia, con acentos pastorales y teológicos, con un corazón atento a los clamores del pueblo, en los cuales podemos discernir la voz de Dios. La invitación es a que podamos leerlo, trabajarlo en nuestros distintos grupos y ser capaces de repensar e imaginar qué país queremos para nosotros y para aquellos que nos sucederán.

* Juan Pablo Espinosa es académico Facultad de Teología, Pontificia Universidad Católica de Chile. Académico Universidad Alberto Hurtado. Magíster en Teología Fundamental (PUC), Licenciado en Educación (UC Maule), Profesor de Religión y Filosofía (UC Maule). Diplomado en Docencia Universitaria (PUC). Contacto: jpespinosa@uc.cl.
** Este comentario fue concluido el día Domingo 25 de Octubre de 2020, día histórico para Chile en el cual nos atrevemos a soñar-nos en vistas a un futuro, confiamos, más común para todos.