Estudios Evangélicos

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Reflexiones sobre masculinidad y compromiso institucional

El paso que nos hace pasar de adolescentes a hombres maduros consiste en saber renunciar a las propias opiniones y visiones a fin de comprometerse y ser parte de algo más que nosotros mismos.

Volverse un hombre de verdad exige varias cosas: una de las primeras es asentar la propia individualidad, sin duda. Este es como un primer paso: Aprender a tener convicciones propias; aprender a no transar; aprender a posicionarse firme y defender con valentía aquello que uno sabe ser absoluto.  Para ser hombre de verdad todo esto es imprescindible… pero no es suficiente.

Lo anterior sólo nos hace pasar de niños a adolescentes y es allí donde muchos se quedan el resto de sus vidas: adolescentes eternos, independiente de la edad. Nunca nada los conforma: ninguna causa, ninguna mujer, ninguna familia, ninguna iglesia, ninguna institución. Tienen demasiadas exigencias, demasiadas áreas intransables. «No me vendo», dicen. Y como resultado, se pasean, en menor o mayor medida, de trabajo en trabajo, de iglesia en iglesia, de causa en causa, de proyecto en proyecto (sin llevar ninguno hasta el final) y varios de ellos abandonan a sus esposas e hijos, más tarde o temprano…

Por eso quisiera destacar que ser hombre es más que tener opiniones y visiones propias de la vida. El siguiente paso – que nos hace pasar de adolescentes a hombres maduros – consiste en SABER RENUNCIAR a las propias opiniones y visiones a fin de comprometerse y ser parte de ALGO MAYOR QUE LA PROPIA INDIVIDUALIDAD.

Para esto se requiere haber aprendido el difícil arte de diferenciar convicciones esenciales de las no-esenciales. Este es un arte que sólo hombres que han dejado atrás su adolescencia saben desempeñar. Para un adolescente TODO es irrenunciable; todo es intransable; todo, incluso lo relativo, es absoluto. Un hombre maduro sabe tener convicciones y, al mismo tiempo, ceder. «No es bueno quitarle la comida a los hijos y dársela a los perritos» dijo con convicción dura, casi implacable, Jesús a la mujer siro-fenicia. Pero la respuesta de la mujer hizo que Jesús comprendiera que el Padre estaba haciendo una obra en ella y Él cedió. En ningún lugar de Israel había visto una fe como ésta, así que sanó a la hija de la extranjera, aunque los extranjeros no eran el foco en su visión y misión de ministerio (Marcos 7.24-30). «¡Qué blando fue Jesús!», dirán los adolescentes de espíritu.

Una de las razones por la cual estoy profundamente agradecido al hecho de ser parte de una denominación es exactamente eso: me enseña -asamblea tras asamblea, comisión tras comisión, informe tras informe, estatuto tras estatuto, encuentro presbiterial tras encuentro presbiterial- el difícil arte de tener que definir más claramente mis esenciales para que pueda renunciar a lo no-esencial a fin de saberme parte de algo mayor. ¡No se confundan! No estoy diciendo que la obra de mi denominación sea exactamente igual a la obra del Padre… no soy tan ingenuo y sectario. Pero sí sé que el Padre quiere forjar en mí un carácter maduro y él usa los instrumentos denominacionales para hacerlo. No es tan curioso, por lo tanto, incluso notar que esto me enseña a ser un mejor esposo, un mejor padre y un mejor pastor para mi comunidad local.

Ser presbiteriano es, al mismo tiempo, una de mis mayores satisfacciones y una de mis mayores cargas ¡y hoy entiendo, gozosamente, que es exactamente así como debe ser! Sentir que mis proyectos personales y de iglesia local deben avanzar más lento de lo que quisiera para no herir gratuitamente susceptibilidades denominacionales; aprender a ceder y respetar decisiones conciliares con las que no concuerdo; trabajar lado a lado junto a hombres y mujeres distintos a mí, a fin de construir una confederación de iglesias que esté alineada a la voluntad de Dios; etc. Todo esto implica estar dispuesto a caminar junto a personas con opiniones contrarias e, incluso, a someterme a las decisiones conciliares que me parecen incorrectas o injustas. Sin embargo, también sé que tengo los instrumentos denominacionales para hacer ver mi punto de vista y cambiar las decisiones que no me parecen las mejores, siempre y cuando sepa convencerlos con buenos argumentos… si es que otros no me convencen primero a mí, cosa que puede suceder más a menudo de lo que se cree. ¡Y es así como seguimos adelante! Nos une, en primer lugar, una Escritura Sagrada, una fe, un Señor, un Evangelio. Y, en segundo lugar, una misma lealtad a los símbolos de esa fe. En esto velamos con el celo y la determinación aprendidos en la adolescencia, pero en lo demás aprendemos, como hombres que caminan hacia la madurez, a llevar no sólo las diferencias honestas sino incluso los errores, egoísmos y pecados de otros.

Creo importante destacar que no cedo A PESAR de mis convicciones, sino precisamente POR CAUSA de mis convicciones: Mi fe en el Evangelio me enseña a no ser demasiado duro con el que piensa distinto en la asamblea presbiterial o sinodal, o con el que disfraza de piedad sus intenciones egoístas, o con el que insiste porfiadamente en su postura porque simplemente quiere tener la razón siempre. Muchas veces yo soy el que protagoniza esos pecados y experimento el perdón y renovación de Dios por Su gracia. ¿Por qué no habré de extender esta misma gracia a mis compañeros de Presbiterio o Sínodo?

Saber someterse a una decisión conciliar es, entre otras cosas, un ejercicio de hombría. Saber trabajar con colegas que no piensan lo mismo o, incluso, bajo asambleas cuya mayoría tiene opiniones contrarias es aprender a dejar la adolescencia y pasar a la madurez.

¿Cederé siempre, no importando cualquier costo? ¡Por supuesto que no! Pero hasta aquí pertenezco, gracias a Dios, a una denominación que no ha abierto mano de su fe en la Escritura, que no ha cubierto de escombros densos su confesionalidad reformada y que mantiene una forma de gobierno que permite a cualquier ministro, sin mucha dificultad, poner sobre la mesa los asuntos que crea necesarios discutir o definir más claramente.

Hoy entiendo mejor y admiro a hombres de Dios como los anglicanos John Stott y James I. Packer o a los presbiterianos John Gerstner y John Haddon Leith (estos últimos de la PCUSA y profesores de Seminarios emblemáticos del modernismo y del existencialismo teológicos). Mientras sus denominaciones tomaban decisiones de dudoso valor bíblico y sus seminarios hacían concesiones con las cuales ellos discordaban fuertemente, ellos no vieron eso como motivo inmediato para retirarse. Un par de ellos se retiraron más tarde que temprano, es verdad, pero no sin antes pensar detenidamente, orar y derramar muchas lágrimas por años, incluso décadas. ¿Por qué? Entre otros motivos: ¡porque eran hombres! Y tenían la suficiente virilidad como para permitir que la pertenencia a una denominación y sus instituciones definiera hasta cierto punto su identidad.

Estoy lejos, MUY lejos, de encontrarme en una situación siquiera parecida a la de ellos denominacionalmente. La institución a la que pertenezco es joven, su autonomía data recién de 1964 y el abanico aún es amplio para trabajar y realizar un ministerio desde un amor por la ortodoxia reformada. Precisamente por esto, el ejemplo de estos hombres me desafía a esforzarme para no ser de los que «atornillan al revés» en mi denominación. Es fácil, cómoda y poco viril la posición del «criticón outsider». Ya he estado ahí y no contribuyó en nada ni a mí ni a mi denominación. Prefiero seguir el ejemplo de los  hombres que mencioné[i].

La actual cultura del consumo es castrante. Opaca la virilidad. Hace parecer la verdadera hombría una cosa ridícula y retrógrada. Los hombres tendemos a ser cada vez menos hombres y no me refiero a la inclinación sexual, ya que no son pocos los varones cristianos que luchan con atracción a otros hombres y que son un verdadero ejemplo de fe, fidelidad a Cristo, masculinidad y determinación (como Henri Nouwen, Vaughan Roberts o Wesley Hill). Estoy hablando de algo más de fondo: estoy hablando de carácter.

La cultura de consumo ha hecho que los hombres abandonadores sean el patrón en estos días. Hombres que bajo la excusa de «sé exactamente lo que quiero y no cederé», dejan tras de sí familias rotas, proyectos inconclusos e iglesias desilusionadas. Porque se les enseñó que la vida es un gran supermercado: «No cedas en tus gustos o preferencias. Sé auténtico. Sé tú mismo. Sólo debes buscar bien: en alguno de los pasillos de la vida encontrarás el producto que estás buscando. Para cada demanda existe una oferta».

Peor aún es cuando, hablando del mundo eclesiástico, la cultura te invita a generar tu propia oferta: «Si no encuentras lo que buscas: ¡créalo tú mismo!»  Como plantador de una iglesia debo decir que soy de los que piensan que existe algo peor que no plantar iglesias: hacerlo por los motivos equivocados. Cuando el interés egoísta y la «necesidad» del propio plantador – o de un grupo de cristianos que salen inconformes de una denominación – lo motiva a plantar una iglesia, todo partió mal desde el inicio. Nuestro foco, después de adorar y glorificar a Cristo, debe ser alcanzar a los perdidos y proveer en el poder del Evangelio para sus verdaderas necesidades espirituales.

Para lograr esto es necesario que una plantación de iglesia -por más alternativo y postmoderno que sea el contexto- se entienda a sí misma como la expresión particular de una comunidad que atraviesa tiempos y espacios desde la Palestina del siglo I y el Imperio Romano de los siglos II, III y IV hasta las grandes ciudades globales del siglo XXI, pasando por las comunidades protestantes perseguidas del siglo XVI. El plantador debe entenderse a sí mismo como parte de una comunidad que ha heredado riquezas doctrinarias, litúrgicas y estratégicas que serán de gran valor para alcanzar a los perdidos hoy.

Además de lo anterior, es importante recordar que al realizar el discipulado en un contexto postmoderno, no sólo habrá que contextualizar la comunicación del Evangelio, sino que también habrá que derribar y deconstruir los ídolos culturales que consumen y matan al hombre postmoderno. Y uno de los desafíos clave de la iglesia en estos días es, justamente (sin descuidar a mujeres y niños, obviamente), discipular hombres y enseñarles la verdadera masculinidad que se perdió y distorsionó en la cultura occidental. Hay que sacar a los hombres de sus vidas individualistas, volcadas al consumo y a la satisfacción de las propias necesidades y mostrarles que el Evangelio nos invita a vivir una vida de renuncia gozosa, de servicio alegre, de autohumillación, a fin de amar y cultivar a nuestras esposas, a nuestros hijos y a nuestra sociedad.

Es en el trabajo con hombres, justamente, donde el contexto denominacional sigue siendo uno de los ambientes más propicios para discipular y enseñar las disciplinas que hacen a los hombres más determinados, viriles y confiables. No me refiero sólo a actividades denominacionales de varones o de matrimonios, sino también al apoyo en el liderazgo presbiterial o sinodal de jóvenes, niños o adolescentes; a buscar realizar sus capacitaciones en el seminario de la denominación u ofrecerse como maestros o colaboradores del seminario a fin de que éste mejore su quehacer; a ser parte de, o disponerse a asesorar a las comisiones que trabajan asuntos específicos; a apoyar la gestación de instancias aún inexistentes (como una Agencia de Misiones Transculturales en el caso de mi Iglesia Presbiteriana); o, incluso, en el simple, pero potente hecho de saberme parte de una denominación con una historia y tradición de más de 450 años y que estoy siendo parte de la construcción de algo que no me beneficiará directamente, que no traerá resultados inmediatos para mí y que, probablemente, yo nunca disfrute de algunos frutos de este trabajo.

Un querido amigo –Rodrigo, quien también está plantando una iglesia en el Gran Santiago– me hizo ver que hay 2 factores, además de los mencionados, que aportan a la madurez del hombre en el contexto denominacional, ambos profundamente ligados: su confesionalidad y su conexión con la historia. Gran parte, sino todos, los movimientos no-denominacionales no aportan a la construcción del carácter masculino porque desconocen el pasado, o por lo menos, no le otorgan valor. Esto, principalmente en lo relacionado con los credos y confesiones de fe. Hoy los líderes de movimientos no-denominacionales minan su propio trabajo al desvincularse de la confesionalidad y al colocarse a ellos mismos como medida de todas las cosas. Sin confesión se hace mucho más difícil saber cuáles son los absolutos intransables del líder y de su comunidad local y la sensación que queda es que lo más importante para el líder es construir su propio feudo de poder sobre sus vasallos, los creyentes. Por otro lado, esto no solo mina el liderazgo, sino también al varón recién convertido. Ya que, justamente, la falta de confesionalidad, y por ende, de conexión formal con la historia, deja a este hombre sin un marco claro y sólido de lo que él debe llegar a ser, ya que, al eliminar el valor de la historia, no tiene dónde buscar un referente excepto en su líder local. Según Rodrigo –y yo estoy plenamente de acuerdo con él– esta dinámica perjudicial ha marcado los fracasos de movimientos alternativos e independientes en los últimos años.

Las actividades y compromisos denominacionales son tan especialmente «caóticos» a su manera («sinérgicos», abogarán algunos) y prácticamente imposibles de ser controlados por una sola persona –o de servir de beneficio para una sola persona– que es allí donde los hombres son especialmente desafiados a no pensar sólo en sí mismos, a caminar lado a lado con personas con opiniones contrarias, a construir junto a ellos algo mayor que sus propios proyectos personales y a SABER RENUNCIAR para comprometerse y ser parte de ALGO MAYOR QUE LA PROPIA INIDVIDUALIDAD.

En fin, el contexto de trabajo denominacional es el campo de entrenamiento que nos enseña a ser hombres maduros, que forja en nosotros una visión de Reino más que de feudos personales y que, por lo tanto, nos moldea para ser un poco más como Cristo.


[i] Debo confesar que, incluso, en el último tiempo comienzo a sentirme más proclive a entender a ciertos católicos-romanos como Brennan Manning o Henri Nouwen, entre otros. Personalmente, no tomaría una opción como la de ellos – porque mis esenciales irrenunciables para trabajar como ministro de una iglesia van más allá de un entendimiento genérico de los 12 artículos de fe del Credo Apostólico – pero debo reconocer que entiendo, admiro y valoro cada vez más la hombría de carácter de estos sacerdotes.

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