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Reforma protestante y mundo moderno. Algunos lugares comunes

Ni los llamados a una identidad “protestante” ni a una identidad “moderna” lograrán abrir el camino a una solución satisfactoria

Cuando el calendario marca 31 de octubre, quienes nos sentimos herederos de la Reforma protestante aprovechamos la ocasión para conmemorar. Dicha conmemoración desde luego implica también sacar a la luz qué interpretación tiene cada uno de la Reforma: qué es lo que se celebra en ella o qué elementos de ella considera cada uno de importancia para el cristianismo actual o para el mundo contemporáneo. Una buena parte de las frases que entonces circulan por las redes sociales y en los afiches conmemorativos ensalzan a la Reforma como un hito en el establecimiento de la democracia, como el comienzo del ideal moderno de autonomía, como un modelo no institucional de religión, como una salida del oscurantismo medieval, como un primer atisbo de libertad de pensamiento y tolerancia, como una generalizada liberación que habría llevado también al mayor desarrollo económico de los países protestantes (la semana pasada me crucé con cada una de estas afirmaciones, que no son muy distintas de cierto género de interpretación del Concilio Vaticano II entre los católicos). Desde luego hay también quienes enfatizan sólo aspectos teológicos, como la doctrina de la justificación o la comprensión de la autoridad de las Escrituras. Pero creo correcto decir que cuando alguien aventura afirmaciones que impliquen también algo sobre el papel de la Reforma en el desarrollo cultural de Occidente, son afirmaciones del tenor de las que acabo de enumerar. Lo que a continuación quiero explicar es  por qué creo que, sobre todo expresadas en ese grado de generalidad, se trata de afirmaciones equivocadas.

Pero si bien aquí sólo voy a abordar esos errores de la manera en que se encuentran presentes en la conversación cotidiana o a nivel “popular”, y no en sus variantes académicas, cabe señalar que se trata de algo que también tiene sus versiones sofisticadas. Eso significa que, si tengo razón en que se trata de errores, esos errores no son simple fruto de la ignorancia, sino errores que un concienzudo estudioso del siglo XVI también comete con facilidad. ¿Cómo puede ocurrir eso? Creo que hay una explicación bastante plausible, y para captarla tenemos que pensar en lo que está implicado en cada uno de esos juicios que cité. En cada uno de ellos hay un juicio sobre la Reforma, pero en cada uno de ellos hay también un juicio (aunque sea tácito) sobre lo que precede a la Reforma, y un juicio sobre ideas políticas capitales de los últimos siglos. En otras palabras, si digo que con la Reforma empieza la libertad, estoy por implicación negando que la libertad existiera antes, y eso seguramente depende de una comprensión muy específica del concepto de libertad (muy probablemente alguna comprensión moderna de la libertad que he absorbido hasta tal punto que me vuelve ciego al hecho de que la libertad existía antes). Ahora bien, eso significa que para juzgar se requiere una inusual combinación de competencias: conocimiento de la Reforma (algo que los estudiosos de la misma por supuesto tienen), conocimiento de la Edad Media tardía (algo de lo que rara vez tienen mucha idea) y conocimiento de ideas clave del pensamiento político moderno (algo sobre lo cual sí suelen tener idea, pero sobre lo cual no necesariamente han hecho reflexión crítica). Esa dificultad de los académicos se encuentra por supuesto potenciada entre el resto de la gente: el protestante promedio es tan ignorante sobre la Edad Media como el resto de la humanidad, y acepta en toda su generalidad nociones como “libertad de pensamiento”, sin someterlas a un escrutinio diferenciado. ¿Cómo no van a circular entonces de modo masivo estos lugares comunes?

Hay, por cierto, algo más. Quienes repiten este tipo de tesis muchas veces lo hacen motivados por una agenda política o eclesiástica particular. Así, por ejemplo, se da ese género de interpretación de la Reforma porque se busca contrarrestar el clericalismo. Eso parece justificado, pues en amplios sectores de la iglesia evangélica de hoy el clericalismo es tal vez incluso más fuerte que en el catolicismo. Que en la Reforma hay elementos para enfrentar ese clericalismo es un diagnóstico con el cual coincido plenamente. Pero no se nos debiera escapar que la Reforma no aborda el problema en términos de democratización. Una revisión de los predominantes lugares comunes puede pues venir al caso.

a)    Democracia

Partamos con la idea de democracia. Este es un punto en el que error -la idea de que la Reforma haya dado origen a o impulsado la democracia moderna- difícilmente se encontrará entre los estudiosos, pero sí muy extendido a nivel popular. Pero este es el más grueso de todos los errores enumerados, porque según todos hemos aprendido –seguramente como a los 16 años- el régimen típico de la modernidad temprana es la monarquía absoluta. No es cosa de especialistas el notar el abismo que hay entre ella y lo que llamamos democracia… Pero la Reforma no sólo coincide temporalmente con el fenómeno del naciente absolutismo, sino que (si bien sólo en parte) se encuentra entre sus causas. Con todo, la imaginación del hombre contemporáneo se las arregla para omitir esto, que no calza con su imaginaria historia de liberación progresiva. Así, incluso la idea de un origen divino del poder monárquico –una idea típica de los siglos XVI y XVII- es proyectada a la Edad Media. Tal vez el problema sea nuestra simple falta de conciencia histórica: escuchamos que ese régimen es propio del siglo XVII y eso, que fue hace tanto tiempo, ya nos suena a “medieval”.

Pero, ¿qué ocurre si vamos más allá de los hechos y preguntamos por las ideas que circulan respecto de las formas de gobierno? Puede que con la Reforma se fortalecieran los regímenes absolutos nacientes y que, sin embargo, el pensamiento político de los reformadores fuese, en contraste con el medieval, democrático. ¿Es así? Una vez más parece que la respuesta debe ser negativa. Cuando los reformadores se detienen a hacer reflexión abstracta al respecto, tienden a posturas similares a las medievales, posturas que sería tan errado calificar de monárquicas como de democráticas. En primer lugar, cabe notar lo común que es entre ellos la simple apertura a una pluralidad de formas de gobierno. Cuando Calvino discute la monarquía, la democracia y la aristocracia en su Institución, es afirmando la legitimidad de las tres, atendiendo a la centralidad de las circunstancias para determinar el régimen ideal, y explicando su preferencia personal por un régimen aristocrático, de tipo puro o moderado[i]. En esa aceptación de la pluralidad de formas de gobierno, los reformadores son herederos de una amplia tradición clásica. Uno puede por supuesto buscar darle un tono más moderno a la posición aristocrática de Calvino, y decir que está abogando por un régimen de tipo republicano. Pero por el modo en que sugiere una combinación de las distintas formas, también cabría llamarlo régimen “mixto”, caso en el cual estaría sosteniendo una posición como la de Tomás de Aquino tres siglos antes[ii].

Queda, por supuesto, un punto importante por el que suele pensarse en la democracia como vigorizada por la Reforma, y es el énfasis de ésta en el sacerdocio de todos los creyentes. Que dicho énfasis constituye en buena medida una novedad parece indiscutible –recién en el Vaticano II la Iglesia Católica parece incorporar un énfasis semejante. Con todo, una vez más es discutible la conclusión que se deriva de ahí. Para la abrumadora mayoría de los reformadores, la afirmación del sacerdocio universal es, de partida, compatible con un énfasis igualmente significativo en la existencia de un ministerio eclesiástico ordenado, de modo que ni siquiera dentro de la iglesia la universalidad del sacerdocio implica una simple democracia. Pero si nos preguntamos por la forma precisa de dicho gobierno eclesiástico, lo que encontramos es distintas posiciones en los distintos movimientos de Reforma. Así, podremos ver a las iglesias de tradición congregacionalista como anticipaciones de una democracia directa o del asambleísmo, y podremos ver a las iglesias presbiterianas como anticipaciones de una democracia representativa.

Si alguien quiere decir que en ese sentido en la Reforma se encuentra anticipaciones de la democracia moderna, tal vez no haya mayor problema. Pero debemos notar bien el punto al que eso nos habrá conducido: al reconocimiento de distintos tipos de democracia, reconocimiento que nos enfrentará (en el orden de la política eclesiástica o de la política civil) a la alternativa entre democracia directa o democracia representativa. Aquí me es indiferente por cuál de éstas cada uno se incline: lo decisivo es que si nos ponemos ante tal alternativa ya no podemos imaginar la historia como constituida por una gruesa contraposición entre corrientes “tiránicas” y corrientes “democráticas” (idea tan apta para publicitar programas ideológicos). Más bien nos veremos invitados a reconocer la complejidad de nociones como la de democracia, y así a hacer explícito qué tipo de democracia nos parece deseable.

b)   Libertad de pensamiento

Paso a un segundo punto, la idea de que la Reforma habría llevado a la libertad de pensamiento. A esto no se puede dar una respuesta clara sin distinguir dos sentidos muy distintos de la expresión “libertad de pensamiento”. Porque esa expresión puede referirse al tipo de pensamiento que se esté cultivando (como cuando decimos que x es un “librepensador”) o puede referirse a la libertad que demos a alguien que piensa distinto de nosotros (sea cual sea el tipo de pensamiento que él o yo represente). Creo apropiado separar la discusión de los dos puntos, aunque en ambos casos creo que la respuesta será negativa: la Reforma no puede ser alineada con lo que llamamos librepensamiento, y tampoco puede ser alineada con una actitud tolerante hacia quienes se apartan de ella. Pero el hecho de separar las dos preguntas nos permite también evaluar por separado a la Reforma en los dos campos, y decir tal vez que los reformadores actuaron bien en el primer ítem y mal en el segundo. De modo que trato primero sólo de la libertad de pensamiento en su primera acepción, para luego en una última sección considerar la libertad concedida a las posiciones rivales.

En cierto sentido la expresión “libertad de pensamiento” es simplemente redundante: el que piensa, con eso ya está ejerciendo un acto libre y un acto además liberador -“la verdad os hará libres”. En ese sentido fundamental uno puede decir que toda la Antigüedad, toda la Edad Media, toda la Reforma, están llenas de “libertad de pensamiento”, y que tanto más verdaderos fueran los pensamientos de cada uno, mayor libertad habrán alcanzado. Pero con “libertad de pensamiento” no se suele hacer referencia a eso, sino a un modo específico de pensar, un modo que no esté, por ejemplo, sujeto a una determinada tradición, a una determinada preconcepción o a una determinada autoridad eclesiástica. Por eso parece plausible a algunos presentar la Reforma como “librepensamiento”: porque la ven como enfrentamiento a una autoridad eclesiástica. Pero incluso a ese nivel la tesis no resiste mucho análisis: es cierto que no estamos ante un pensamiento sometido a la autoridad papal, pero no obstante es un pensamiento que se entiende a sí mismo como al servicio de la iglesia y, por tanto, respondiendo también a ella. Que un pensador protestante del siglo XVII no responda al papa es obvio; pero responde, por ejemplo, a su consistorio o a los documentos confesionales de su tradición, y en ese “responder a” –que no tiene un sentido puramente restrictivo, sino también el sentido de sentirse “deudor de”- se muestra toda una concepción de la tarea del pensar.

No es que en la época de la Reforma no hubiera librepensadores: hay algunos en el siglo XVI, pero se encuentran casi sin excepción (siempre hay autores fronterizos) fuera de la Reforma protestante. Podríamos considerar la reforma erasmista como el modelo típico de “libertad de pensamiento” en el siglo XVI. Su modelo podría ser el mismo Erasmo, pero también podrían ser hombres como Castellio o Servet. Quienquiera que haya abierto una historia del siglo XVI (o el De servo arbitrio de Lutero, o las obras de Calvino y Beza contra Servet y Castellio) sabe cuán lejos están esos “librepensadores” del conjunto de los reformadores. Porque éstos son, en cuanto al modo de pensar, autores en realidad muy tradicionales. Piensan, en primer lugar, desde dentro de una tradición. En el prólogo a la edición completa de sus obras latinas, Lutero escribe sobre su resistencia a publicar tales obras completas, que podrían obstaculizar el acceso de los fieles a los autores del pasado. Pero no se trata simplemente de que los reformadores acumularan citas de los padres de la iglesia en sus escritos. Lo decisivo es que siguen un modo de pensar propio de la tradición agustiniana que domina toda la Edad Media, ese modo de pensar que suele ser caracterizado como “fe que busca comprensión” (a nadie le cabrá alguna duda de que ese es un modo de pensar que implica una “preconcepción”). Para encontrar eso entre los reformadores no hace falta ir lejos. Basta, en efecto, con abrir un lugar tan central como las primeras páginas de la Institución, de Calvino. En esas mismas páginas de Institución uno encontrará además la doctrina del sensus divinitatis, que tiene algo de original, pero que muestra de modo elocuente que los reformadores no creen que el acceso racional a Dios sea algo imposibilitado por la caída[iii] (mostrando, una vez más, su continuidad con la tradición previa).

A lo precedente podemos también añadir el trato que los reformadores tienen con la tradición intelectual de origen clásico que había sido adoptada por los cristianos de los siglos anteriores. Me refiero a cosas como la idea de ley natural, o la centralidad de Aristóteles como canon del trabajo científico. Una larga tradición historiográfica nos ha querido hacer creer que esto fue dejado de lado por la Reforma, que ésta habría reemplazado a Aristóteles por Agustín y la ley natural por alguna otra teoría moral. Pero en el pasado eso sólo se ha podido afirmar cerrando un ojo. Y hoy sólo se puede cerrando ambos. Porque si bien tal tesis con dificultad alguna vez fue creíble, hoy, con la creciente digitalización de la producción intelectual de los siglos XVI y XVII, es de todo punto de vista insostenible. Quien entre, por ejemplo, a la Post-Reformation Digital Library, sabe que tanto con la Reforma como con la Post-Reforma se está moviendo en un mundo rival del mundo que crearían los “librepensadores” contemporáneos a ellos[iv].

En suma, por lo que al modo de pensar se refiere, en la Reforma ciertamente hay cosas nuevas, pero son novedades que se explican mejor como un desarrollo dentro de la tradición intelectual cristiana previa que como una radical liberación. Claramente podemos pues hablar de una tradición intelectual cristiana supraconfesional que se mantiene en, con  y tras la Reforma, y que es el aire que se respira en casi todos los centros educacionales protestantes hasta muy avanzado el siglo XVII. Quienes deploran ese resultado pueden por supuesto criticarlo como una “ortodoxia rígida”, una escolástica protestante “muerta” –sólo que antes de proferir esas frases harán bien en considerar que ese universo intelectual es el que nutre mentes como la de J. S. Bach. Tal vez eso ayude a revisar algo los propios prejuicios. Y, a propósito de prejuicios, ¿estará acaso demás recordar lo desprestigiado que está hoy, precisamente en el mundo de la filosofía, el proyecto de una simple “libertad de pensamiento” inconsciente de la propia tradición y de las propias preconcepciones?[v]

c) Tolerancia

¿Qué decir finalmente de la tolerancia, de la tolerancia por ejemplo respecto de quienes se alejaran de ese modo de pensar o de la teología de los reformadores? Uno de los grandes mitos de la edad moderna es la idea de que la tolerancia es una creación del liberalismo político. Pero intentar corregir ese mito simplemente extendiendo los orígenes de la tolerancia un siglo hacia atrás, hacia la Reforma, es continuar en el campo de la mitología. Lo cierto es que donde hay sociedad humana hay divergencia y conflicto, y dondequiera que eso ocurra hay políticas de tolerancia, por limitadas que sean. Sea que se mire al imperio romano o al otomano, a las variadas sociedades medievales o modernas, eso es lo que uno va a encontrar. Tolerancia ha habido, pues, siempre. Las preguntas significativas que no obstante cabe plantear son entonces preguntas respecto de la amplitud de dicha tolerancia, y preguntas respecto de los distintos modos de entender la misma.

Por lo que respecta a lo primero, a la amplitud de la tolerancia, se hará bien en dejar cuanto antes de lado visiones románticas de lo que la Reforma, al menos en su primera y segunda generación, representa. Los reformadores creen, tal como sus predecesores, que la herejía debe ser extirpada, y que eso debe ocurrir no sólo sacándola de la iglesia sino entregando a los herejes al poder civil para su ejecución. Esa es la visión estándar, de la que muy pocos se alejan. La ejecución de Servet no es pues excepcional; excepcional es más bien que sólo él se haya vuelto célebre en medio de la enorme cantidad de ejecutados en los nacientes territorios protestantes. Pero su caso basta para mostrar lo predominante que es esta restrictiva concepción de la tolerancia. Pues al margen de la discusión respecto de cuán involucrado estuvo Calvino en su ejecución, es un hecho que por la misma recibió desde Wittenberg felicitaciones de los teólogos luteranos. Felicitaciones desde los otros territorios protestantes, envidia desde los territorios católicos. Nada de significativa innovación en este campo.

Pero miremos entonces a la segunda pregunta, la cuestión de si acaso en los reformadores hay un modo nuevo al menos de pensar sobre la tolerancia. Para sostener eso muchos citarán palabras del joven Lutero sobre la libertad de la conciencia atada sólo a las Escrituras, sobre la imposibilidad de hacer avanzar la fe mediante la fuerza. Pero como bien lo saben los estudiosos de su obra, ése es solo el joven Lutero. El mismo tipo de frases se encuentra en el joven Agustín, quien en su edad madura ofreció por vez primera entre los cristianos una justificación teológica de la coerción a los cismáticos. Cuando el Lutero maduro intenta ofrecer ese tipo de justificaciones, las ofrece citando exactamente los mismos pasajes de Agustín que tres siglos antes podía citar alguien como Tomás de Aquino[vi] (el mismo Tomás de Aquino que en cualquier momento de su carrera habría coincidido con Lutero en que nunca es lícito actuar contra la propia conciencia). Tampoco aquí parece pues haber alguna cuota significativa de innovadora reflexión.

Lo que sí cabe decir es que la Reforma crea las condiciones que fuerzan a una renovada reflexión sobre la tolerancia. La Reforma no da una respuesta a cómo pueden convivir en una misma sociedad concepciones divergentes del hombre, de Dios y del mundo, pero sí fuerza, por su sola existencia, a que alguien dé tal respuesta. Pero la respuesta que fue dada es la característica de los padres del liberalismo o, más generalmente, de los padres del pensamiento político moderno: Locke, Spinoza, etc. Éstos, sin embargo, son no sólo teóricos del liberalismo político moderno, sino que son a la vez (y no casualmente) algunos de los padres de la crítica bíblica moderna, cuestión que los coloca en las antípodas de la Reforma[vii].

¿A qué conclusiones nos mueve eso? La solución de los reformadores al problema de la tolerancia tiene evidentes deficiencias. La solución típicamente moderna, por otra parte, es tan distinta de la de ellos, que es absurdo ponerlos como pioneros de la misma. Pero también ésta, la solución característica de la reflexión moderna sobre la tolerancia, presenta muy serias deficiencias. No me extiendo aquí al respecto, pues lo he hecho con alguna abundancia en otros lugares[viii]. Pero podría plantearse el problema así: la Reforma –como el resto de la tradición intelectual cristiana- cultiva una “fe en busca de comprensión” sumamente restrictiva en cuanto a la tolerancia; el liberalismo moderno pretende ampliar los márgenes de dicha tolerancia, pero a costa de la fides quaerens intellectum, con una estéril “libertad de pensamiento”. Ambos proyectos son un fracaso. El desafió de hoy tal vez pueda pues formularse a partir de ahí mismo: el desafío de cultivar (entre otras cosas) tolerancia precisamente al tiempo que pensamos desde dentro de una tradición, sin creer que sea el desapego respecto de la misma lo que nos facilita el camino a la comprensión. Me parece claro que en tal situación ni los llamados a una identidad “protestante” ni a una identidad “moderna” lograrán abrir el camino a una solución satisfactoria. Tanto más insatisfecho habrá pues que estar con el tipo de frases que buscan poner esas dos identidades en una línea de continuidad.

Conclusión

Bajo el supuesto de que tenga razón en lo precedente, todavía alguien podría con toda razón preguntar ¿y cuál es el punto? ¿No estoy innecesariamente complicando las cosas? A eso respondería que no hay deber alguno de saber algo sobre la Reforma, que cualquiera puede ser un fiel cristiano ignorándola; también se puede optar por tener respecto de ella cierto vago conocimiento, consistente en conocer un par de datos (como que la Reforma enfrentó a tal y cual posición en tal o cual siglo) – tampoco eso me parece problemático (aunque me parezca aburrido). Lo que sí me parece crucial es que una vez que las personas dan un paso más, el de invocar la Reforma para apoyar una determinada concepción de la identidad protestante, o para proponer determinado programa contemporáneo de reforma eclesiástica o política, entonces sí existe un deber de reflexión crítica. Ahí las frases hechas deben ser rechazadas cada vez que nos las crucemos. La proximidad de la conmemoración de los 500 años de la Reforma debiera ser ocasión no para dejar de lado, sino para agudizar nuestra conciencia de tal  necesidad.

Dicha reflexión, como he querido sugerir aquí, implica una valoración bastante más rica de la tradición precedente de reflexión cristiana, e implica también una capacidad renovada de evaluación crítica del pensamiento moderno. Lo he ilustrado aquí sólo a propósito de dos o tres temas, pero podría recorrerse un abanico mucho más amplio. Si alguien dice, por ejemplo, que la Reforma nos llevó a valorar más al individuo singular y que así ella constituye un anticipo de lo que hoy conocemos como derechos humanos, creo que debiéramos sentirnos invitados a reafirmar, por el contrario, la robusta reflexión premoderna sobre la existencia personal y al mismo tiempo invitados a hacer preguntas críticas sobre el modo en que esa herencia ha sido transformada en el mundo moderno (preguntas críticas, por ejemplo, sobre el carácter individualista de la noción de derechos humanos). El sentido de hacer eso desde luego no puede ser el de volvernos simplemente “antimodernos” o reaccionarios. Más bien se trata de reconocer la ambivalencia del desarrollo moderno (y, si se tiene tantas ganas de poner la Reforma en la genealogía de la modernidad, de reconocer por extensión la ambivalencia de la Reforma). Pero en cualquier caso resulta francamente vergonzoso que en un mundo en el que abunda la sana reflexión crítica sobre la naturaleza de la modernidad, los protestantes carezcan de tal reflexión por sentir su identidad indisolublemente unida a la moderna. Pero la verdad es que no creo que carezcamos de tal reflexión crítica: muchos la tienen, pero inexplicablemente la desconectan al hablar sobre el siglo XVI[ix].


[i] Calvino, Institución de la Religión Cristiana IV, 20, 8.

[ii] Tomás de Aquino, Suma Teológica I-II, q. 105, a.1

[iii] Los dos puntos recién nombrados los he discutido más extensamente en “El acceso racional a Dios en la Institución de la religión cristiana de Juan Calvino” en Veritas 27, 2012.

[iv] Mi argumento presupone una fuerte continuidad entre la Reforma y la posterior “ortodoxia” o escolástica protestante. Lo más común en la literatura sigue siendo el negar dicha continuidad y acentuar la ruptura. Para la lectura contraria me limito aquí a remitir a la Post-Reformation Reformed Dogmatics de Richard A. Muller que, si bien suscita desacuerdo, no ha sido objeto de esfuerzo alguno de refutación detenida –un elocuente testimonio de la solidez de su tesis.

[v] Piénsese no sólo en Gadamer o en la apologética “presuposicionalista”, sino en MacIntyre y sus Tres visiones rivales de la ética.

[vi] Los textos clásicos de Agustín se encuentran en sus cartas 93 y 185, pero también en un buen número de obras antidonatistas. Si se compara la Lectura Super Mattheum de Tomás de Aquino y el sermón sobre Mateo 13 de Lutero contenido en WA 52: 130-135, se encontrará el mismo repertorio de textos agustinianos.

[vii] Estoy consciente de la suma generalidad con que estoy enunciando esto. Pero lo que me interesa es recalcar lo que suele perderse de vista: la unidad entre el proyecto político-filosófico moderno y el proyecto teológico moderno. Al respecto la obra crucial sigue a mi parecer siendo Henning Graf Reventlow, The Authority of the Bible and the Rise of the Modern World Fortress Press, Philadephia, 1985

[viii] Sobre la visión premoderna de la tolerancia (ciertamente más compleja que lo que he sugerido aquí, puede verse mi “A Defensible Conception of Tolerance in Aquinas?” en The Thomist 75, 2011; para algunos aspectos del desarrollo moderno “Philipp van Limborch y John Locke. La influencia arminiana sobre la teología y noción de tolerancia de Locke» en Pensamiento 65/244, 2009. Para una visión general “Cristianismo y tolerancia. Un ensayo de aclaración conceptual” en Estudios Evangélicos septiembre 2010.

[ix] Cuando hablo aquí de críticas de la modernidad no tengo necesariamente en mente las críticas de corte postmoderno (que me parecen en general las menos interesantes y menos plausibles), aunque la existencia de éstas ya nos debiera abrir a las preguntas aquí planteadas.

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