Estudios Evangélicos

¡Bienvenidos!

#

Sermón en el día de conmemoración de la Universidad de Oxford (junio 2004)

“Gloria de Dios es encubrir un asunto;
Pero honra del rey es escudriñarlo” (Prov. 25:2).

Cuando conmemoramos a nuestros benefactores más remotos, es relativamente fácil adoptar una evaluación romántica de la temprana universidad y contrastarla con lúgubres visiones apocalípticas de su sucesora moderna –aparentemente situada a un paso de la barbarie, manejada por la presión de la rendición de cuentas, la caza de fondos y la discusión sobre los aranceles. La universidad de la época dorada de los benefactores ciertamente era diferente: un remanso de la investigación desinteresada, un celestial juego con textos clásicos y remotas preguntas filosóficas, objeto de una benevolencia que no planteaba preguntas sobre producción científica, acceso, perfil competitivo e integración con la industria. Es tentador el lamentar todo esto y lanzarse a la elegía de los perdidos valores educacionales.

Hay que admitir que la cuestión de los valores en la educación superior no ha sido precisamente la dimensión dominante de la discusión. Algunos obispos de la Cámara de los Lores han intentado persuadir al gobierno de que incluya en su legislación sobre la educación superior alguna observación sobre el fin para el que la misma existe, más allá de la creación de una productiva mano de obra. Hasta aquí tales esfuerzos no han dado mayor fruto. Pero una mirada más detenida a los orígenes de la universidad nos puede invitar a algo de calma antes de que nos pongamos a oponer el pragmatismo moderno a la antigua contemplación. Hay una diferencia crucial entre la universidad temprana y la universidad moderna, pero no es ésta. Y si no nos preocupamos de dar con la verdadera diferencia, nos perderemos una oportunidad para lidiar de modo efectivo con las debilidades de la actual filosofía de la educación superior.

No me refiero simplemente a la gran diferencia proclamada por la arquitectura y los estatutos de cada universidad medieval: que esta institución es una célula de la Iglesia Católica, diseñada y organizada para el bien del cuerpo de Cristo en la tierra. Ya volveremos sobre ello. Pero primero debemos comprender en qué sentido esta dimensión eclesial de la temprana universidad refleja un set mayor de asuntos ampliamente ignorados en la mayor parte de la reflexión reciente sobre la educación. Cuando se inició la Universidad de Oxford, su supervivencia en el corto plazo dependía en una buena medida de la necesidad de que alguien estuviese formando a expertos en derecho canónico; y su significativa expansión en los siglos XIV y XV se relaciona con un notable resurgimiento en el estudio del derecho civil; la historia medieval de Oxford, tal como gran parte de su posterior desarrollo, está vinculada con la formación de personas cuyo papel iba a ser gobernar el reino.

Esto desde luego confirmará las peores sospechas de algunos: Oxford como la guardería de la clase gobernante, Oxford, el patio de juegos de una elite que se nombra y se perpetúa a sí misma. Pero ésta no es una explicación muy adecuada del modo en que la universidad surgió, aunque puede ser una imagen desagradablemente precisa de sus periodos menos gloriosos. Ésta fue en gran medida una institución diseñada para dar una formación profesional a un clero que daría forma a la política de un reino; y esa formación, lejos de ser en cualquier sentido diletante, asumía que para gobernar un reino se requiere saber cómo funciona el lenguaje, cuál es la diferencia entre un buen y un mal argumento, y cómo se puede persuadir a personas sobre el seguimiento de un curso de acción moral. Se necesitaba las herramientas del pensamiento. Y una vez que se las había adquirido, se podía proceder hacia las siguientes cosas que se requiere saber: las proporciones y relaciones del mundo, las matemáticas, la música y las estrellas. En todo eso podía haber especialización, pero una vez que se había completado estos asuntos preliminares al menos se tenía las técnicas, las “artes”, del pensamiento. Y cuando se procedía a adquirir el material necesitado para la medicina o el derecho, o para la enseñanza y el gobierno en la Iglesia, se había acabado de establecer un formidable vocabulario en común y un método en común que te conectaba con todos los restantes maestros del pensamiento en Europa.

La gente estaba aprendiendo a ejercer diversos tipos de autoridad, y lo estaban haciendo mediante la adquisición de capacidades que los volverían intérpretes creíbles y convincentes de los textos fundacionales de su cultura. En la Edad Media, la Iglesia mantenía una visión de la autoridad política que asumía que tal autoridad debía ser ejercida por quienes habían sido entrenados –en el más amplio sentido– en cómo leer, cómo relacionarse tanto con la metáfora como con el argumento abierto, con la persuasión abierta y con lo silenciosamente dado por sentado. Dios había creado un mundo de acertijos y sutileza, y había codificado sus actos en un texto sagrado con diversas capas de riqueza. La gloria del gobernante racional era sacar a luz los sentidos fundamentales y definitorios de la naturaleza y la Escritura, y determinar el actuar racional en consecuencia. La teología estaba en la cumbre de la tarea intelectual porque era ante todo la ciencia de mostrar la oculta consistencia de las acciones de Dios. Así podía ofrecer orientación final sobre lo que sería una vida consistente –santa y fiel– dentro del cuerpo de Cristo.

De modo que no se trataba ni de un estrecho funcionalismo ni tampoco de una búsqueda extramundana del conocimiento por sí mismo, sino de un carácter práctico típicamente medieval. ¿Aspiras a gobernar, a aconsejar a reyes y magistrados? Entonces esto es lo que debes aprender. Y ésta, sugiero, es la dimensión del pensamiento educacional que hoy se ha eclipsado. No pensamos en la educación como formación en el tipo de argumento y decisión razonable que podría transformar a alguien en un buen guía para otros. Los benefactores de ésta y otras universidades tenían claro lo que querían, como bien nos lo recuerda nuestra oración de petición: querían un suministro constante de siervos racionales de la Iglesia y el Estado.

Muy bien, se podrá responder, pero la universidad ya no es una escuela para formar clérigos diplomáticos, y su investigación científica no existe para servir al orden político; hemos dado un paso más allá del mundo medieval y también más allá de los no muy deseables días de las universidades como redes de patronazgo real y y gubernamental en los siglos XVI y XVII, que fue la era de oro de Balliol College como escuela de los administradores del imperio. El comentario es justo. Y, sin embargo, en el actual caos de reflexión sobre la educación superior, vale la pena pensar sobre este elemento tan poco a la moda –tanto más con las palabras de nuestra oración aún presentes. Una universidad existe, digamos, para crear “gente pública”. Gente que, sea cual sea su especialidad, esté comprometida no sólo con el argumento razonado (un ideal redundante, dirá alguno, en un mundo intelectualmente pluralista), sino también con la responsabilidad respecto del ideal del gobierno racional y el discurso público racional. El estudiante de una universidad podrá estar trabajando en lenguas modernas, bioquímica, comercio o comunicaciones, pero, así nos lo sugiere la historia de las universidades, ante todo debiera estar desarrollando un vigoroso sentido de lo que es un buen argumento, de los riesgos que el lenguaje tosco y manipulativo implica para la esfera pública, un sentido de la importancia de la conversación razonada para la vida en común, y un sentido de su vulnerabilidad. Deberán estar desarrollando un ojo escéptico para detectar demagogos, columnistas, obsesivos agentes de campaña, para detectar también a quienes dogmatizan más allá de su área de competencia. Y, desde luego, también un ojo escéptico ante el predicador.

En 1948 Dorothy Sayers publicó un pequeño escrito titulado “Las herramientas perdidas del aprendizaje”. Ahí argumentaba, con gran humor e ironía, a favor de la reintroducción del Trivium como base de la educación moderna. En lugar de las prosaicas herramientas del rubro del pensamiento, nos dice, nos hemos dedicado a un complicado set de plantillas, cada una de los cuales es capaz de ejecutar una única tarea, y nada más que eso, y en cuya práctica el ojo y la mano no reciben entrenamiento alguno. Así, no hay hombre que alguna vez vea el trabajo como un todo o que “vea el final del trabajo”. Argumentó de modo poderoso a favor del papel esencial de las disciplinas de la gramática, la lógica y la retórica: que de todo el que afirme ser educado se pueda esperar que sepa qué es el lenguaje y cómo usarlo de modo honesto y responsable. Escribía con las fantasías totalitarias del siglo XX vivamente presentes, y hacía notar cómo en el estado actual de la educación “clases y naciones enteras caen hipnotizadas ante las artes del mago, y tenemos la impudicia de sorprendernos”. No hemos comprendido la prioridad de entrenar a las personas para que noten cuando están siendo engañadas, sea respecto de la naturaleza humana, la moralidad, sobre sus necesidades económicas, sobre sus amigos o enemigos.

Sí, y eso implica que la verdadera educación es tal, que permite que las personas desplieguen su naturaleza humana sin las trabas del engaño y la manipulación –y, por tanto, es tal que libera a las personas para el trabajo de construir una sociedad razonable. Ya no pensamos en clérigos eruditos aconsejando a monarcas feudales, ni siquiera en jóvenes con educación clásica trabajando en el Servicio Civil de la India. Pero bien podemos asumir que en una democracia relativamente madura todos compartimos algo de esa responsabilidad del gobernante por “escudriñar” (Prov. 25:2), por entender un argumento y por ser cautelosos ante el poder no examinado. La sociedad razonable no es una sociedad en la que algún ideal abstracto de racionalidad se impone como camisa de fuerza sobre la vida orgánica de las comunidades; es simplemente una sociedad en la que sabemos hablar el uno al otro, en la que sabemos negociar, desafiar, y argumentar de modo coherente sobre lo que es bueno para los hombres como tales. En nuestro pasado los esquemas racionalistas para alcanzar la harmonía social (el comunismo soviético, un algo alarmante subproducto de la razón ilustrada) han hecho tanto daño como la irreflexiva sumisión al poder absoluto. La comprensión de la racionalidad que hay tras el trasfondo medieval de esta universidad la ve en primer lugar como una capacidad para responder con justicia y precisión a la estructura interna de la creación, a las glorias ocultas –y así también como algo que constituye la imagen divina en nosotros–, y la ve por tanto como el disciplinado argumento en torno al desarrollo de dicha visión. No es un método para descubrir mediante el argumento abstracto qué será lo mejor para todos; inevitablemente, eso suele conducir a esquemas y constituciones para personas abstractas, cuyas identidades específicas tienen que ser reducidas a la anonimidad estadística.

La conversación razonable, por otro lado, asume que puede conversarse sobre las diferencias sin abolirlas, que la justicia es así tanto posible como difícil, y que armarse de las herramientas del pensamiento es una preparación para la vida pública en el sentido de que expresa así una profunda fe en el lenguaje mismo –o, tal vez mejor, en el hablar y el escuchar, en las acciones del entender. El desafío para cualquier institución de educación superior es prolongar estas dimensiones públicas de la vida intelectual. La mejor respuesta al estrecho funcionalismo y economicismo que con frecuencia dominan la discusión sobre la educación superior no es lamentar la pérdida de un mundo intelectual en el que la búsqueda privada de excelencia era de importancia absoluta; dicho mundo tiene algo de fantasía. En lo que se debe insistir es en el papel de la universidad como formadora de un discurso honesto y esperanzado, con miras a una cultura y una política propiamente razonables. Si en ese proceso llega a confrontar a sus alumnos con las exigencias de una vida de servicio público, tanto mejor y tanto más conforme con la visión de sus fundadores y benefactores.

Y así llegamos al elemento cardinal en la lógica medieval de la universidad. Un grado universitario significaba que se contaba con la licencia para enseñar en cualquier parte de la cristiandad, que a uno se le había confiado un esquema universal y reconocible para la comprensión del destino humano. La universidad, como lo dije antes, era una célula del cuerpo de Cristo. La revelación cristiana no era considerada como solo una serie de verdades; era una acción que creaba una forma de vida humana en común, que reflejaba el propósito de Dios para la humanidad: las proposiciones de la revelación no estaban ahí para ser digeridas por mentes individuales sin un fin ulterior en mente; eran instrucciones para la formación y ordenación de vidas santas, vidas en las que la racional imagen divina se iba volviendo más visible. Los cristianos creen –y se trata de una creencia muy antigua– que la verdadera vida pública, la vida en la que los hombres ponen en práctica su poder y responsabilidad para aconsejarse y actuar en común, adquiere su más plena realización en el cuerpo de Cristo, donde la culpa y el peso de la rivalidad, donde el levantamiento de un hombre contra otro, que tanto daña y oscurece la imagen de Dios, son quitados por la obra de Cristo, de modo que el Espíritu vuelva a cada uno un don para el otro. Para los medievales todo el proceso de adquisición de las herramientas del pensamiento encontraba aquí su clímax y sentido.

¿Qué ocurre, entonces, con este proceso una vez que se ve privado de su contexto teológico? Aunque se restaurara las herramientas perdidas de las que hablaba Dorothy Sayers, seguiría habiendo un área de oscuridad, incluso de incomodidad. Caer en un escepticismo sin visión es una receta poco saludable para la vida pública, una receta que simplemente canoniza la sospecha como la señal suprema de la madurez intelectual –algo bastante alejado de lo que épocas anteriores entendieron por comprensión. Es aquí que la presencia de la teología, y específicamente de una teología arraigada en comunidades religiosas vivas, se vuelve significativa para el conjunto de la universidad. Nadie quiere que se restaure el gobierno eclesiástico sobre la universidad; pero la Iglesia bien puede decir que “si hay algún compromiso en la universidad respecto del discurso y el servicio públicos, entonces tiene que tener un lugar serio para la discusión de la forma justa de la vida en común”. Pero eso implica, inevitablemente, la pregunta religiosa sobre aquello con lo que nos “involucramos” más allá de nuestras identidades materiales o personales o profesionales o nacionales. Tener una respuesta a eso es ser capaz de emprender un cuestionamiento escéptico de las verdades semipopulares, es ser capaz de resistir la manipulación sin cinismo. La sospecha se ejerce entonces con miras a una verdad positiva, una racionalidad positiva iluminada por la sabiduría de Dios (por aludir a un bien conocido lema universitario…).

Lo que la Iglesia tiene que decirle a la universidad, entonces, tal vez sea lo siguiente. No tengan miedo a asumir que su tarea es equipar a quienes poseerán autoridad. En una era democrática, no se trata de la autoridad de un consejero real o un procónsul imperial; es la autoridad de la persona educada para contribuir a la razón pública. Y no teman alentar por los caminos que sea posible el llamado a la investigación científica y el servicio público, a la administración, la política y el cuidado social; a la ley y la medicina, esos antiguos y persistentes elementos en el patrón de nuestra vida pública; al servicio, en un llamado u otro, al cuerpo de Cristo. Eviten la falsa polarización entre el mundo de la investigación desinteresada y el mundo de las metas y las rendiciones de cuentas; recuerden que todo trabajo propiamente intelectual puede ser una forma de testimonio respecto de valores públicos. Es interesante notar que últimamente han aumentado las donaciones dirigidas a la comunicación pública de ciertos tipos de conocimiento. Demos la bienvenida a esta señal, aunque no es tan bienvenida si se trata solo de diseminar información en lugar de formar el juicio humano y una visión del bien.

“La honra del rey es escudriñar”, sacar un asunto a luz. La dignidad real para la que Dios ha creado a los hombres, la capacidad de ordenar su entorno conforme a una sabiduría divina, se relaciona, en todo nivel, con la capacidad de formar y conservar un lenguaje justo y veraz, con saber cómo preguntar y escuchar, con la conversación razonable en su más pleno sentido. Dios muestra su gloria en la paradoja de que se esconde tras cada momento creado, tras cada pedazo finito del universo; cuando se esconde en la cruz de Jesús de Nazaret, la paradoja es lo más fuerte y la gloria lo más clara. Mientras los hombres crecen en dirección a su dignidad real, también ellos tienen que atravesar la oscuridad y desorientación implicada en esta paradoja: en buscar a Dios en la cruz, donde la fe es más agudamente puesta a prueba, es donde más claramente queda establecido el “honor” de la humanidad, donde la gloria de la imagen de Dios es restaurada en tanto nuestra comprensión es transformada por el Espíritu de Dios. Y la comprensión transformada que nos da el Espíritu se vuelve el fundamento de una vida en el cuerpo de Cristo, donde nuestra percepción humana del otro es transformada en confianza y gratitud. He aquí el bien común como lo experimentan y captan los cristianos; esto es lo que la Iglesia –muchas veces de modo torpe y titubeante– presenta al mundo en el que está situada y a las sociedades que busca transformar.

Entre dichas sociedades está la sociedad de la vida y la práctica intelectual, en su relación con el mundo más amplio. Si el honor de los gobernantes es sacar a la luz la verdad y resistir la tiranía del slogan y el cliché, la fe cristiana ofrece una razón para la paciencia y generosidad de la sociedad para con la comunidad intelectual, pues es aquí que se forjan las herramientas de la vida pública, las habilidades para dar con una verdad compartida. Y la Iglesia, comprometida como lo está con el honor de los seres humanos, que han sido llamados por Dios a un real sacerdocio, continuará, si Dios quiere, su propia conversación racional con la academia, probando su mirada de largo plazo, el contexto de su trabajo por la racionalidad. Una universidad preparada para entrenar a sus miembros para el servicio del bien común y para las preguntas del compromiso y la visión religiosa seguirá siendo digna de sus benefactores, seguirá siendo merecedora de la benevolencia pública y privada. Que por largo tiempo siga siendo cierto de Oxford.