Estudios Evangélicos

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Sobre el estado actual del arte cristiano

Desde el barroco contrarreformista y católico que la comunidad cristiana global no asiste a una corriente estética que manifieste el espíritu de Cristo.

Hablar sobre la necesidad actual de un arte cristiano, en una época desacralizada y bajo el régimen cultural de la muerte de Dios, puede que sea una de las tareas más complejas de abordar. Ni la comunidad cristiana actual, ni el Zeitgeist del mundo artístico tienen entre sus prioridades la promoción de un arte con una visión y finalidad cristianas. Esto no debería sorprendernos, pero sí ocuparnos.

Desde el barroco contrarreformista y católico que la comunidad cristiana global no asiste a una corriente estética que manifieste el espíritu de Cristo. La Iglesia Oriental, desde la herejía iconoclasta del siglo VIII hasta nuestros días, ha determinado un modus apofático de vivir la fe y la comunidad religiosa, negando toda vía de acceso espiritual al hacer poiético de los artesanos. La teología negativa del seudo Dionisio -exegeta fundamental de la Iglesia Ortodoxa- predica sobre un Dios carente de todo predicado; el Dios de los ortodoxos es aquel del que nada se puede decir, es la inmensa Nada de la que salen, como emanaciones, todas las cosas. Esta lección de la incognoscibilidad de Dios fue desarrollada en el tiempo por toda una corriente- alternativa- de la teología occidental: Escoto Erígena, la escuela renana, y Jacob Böehme, quien resume en su obra el quid de la teología apofática: “Dios hizo todas las cosas a partir de la nada, y la misma Nada es Él mismo” (De signatura rerum).

En una colectividad que tiene por predicado divino el silencio y la no adjetivación, ¿qué tipo de arte religioso se le podría exigir? La sola excepción del icono Pantócrator debería bastarnos para comprender el silencio monacal de siglos en el que está inmersa la Iglesia de Oriente.

La estética de la Iglesia Romana es conocida por todos de este lado del mundo, ya seamos protestantes o católicos. Los primeros vestigios de un arte católico los podemos advertir en la Edad Media, mediante la reacción escolástica y tomista ante la teología negativa, no predicativa, del seudo Dionisio y de Meister Eckhart. Para la teología apostólica romana, los objetos del mundo cumplirán la función de entes de la creación divina: la teología natural y su analogia entis serán los basamentos ideológicos desde los cuales el arte católico desplegará toda su disponibilidad estética. El mundo, creación divina de Dios Padre, será una incesante fuente de “recursos naturales” para producir literatura, óperas y pinturas. No obstante ello, el idilio del arte católico cumpliría un ciclo. El Concilio de Trento, diseñado para refundar los dogmas de la Iglesia Católica[1] y condenar axiomática y metodológicamente la reforma de Lutero, utilizará todas sus fuerzas dogmáticas y estéticas para contrarreformar el avance puritano de la reforma luterana y calvinista. Producto de esta perfecta máquina de guerra dogmática, surgirá lo que podríamos denominar como el último vástago del arte occidental cristiano: el barroco.

La bibliografía que existe sobre este movimiento estético es agotadora. Baste decir que el barroco funcionó no sólo como la réplica latina, ornamental, maximalista y portentosa ante el modus vivendi de los reformadores nórdicos. El barroco es la última y por ende total manifestación del arte entendido religiosa y cristianamente.

Como fuerza de choque civilizatorio, el barroco significará poner a disposición de una causa religiosa (la contrarreforma), todos los elementos con los que cuenta una cultura para ocluir a la otra. Podríamos afirmar que el concilio tridentino significó el último afán civilizatorio de la cultura latina cristiana. La Compañía de Jesús, como orden evangelizadora hacia todo el planeta (desde el jesuitismo sudamericano hasta la predicación de Mateo Ricci y San Francisco Javier en China y Japón) y el movimiento barroco como componente estético del dogma de la teología natural romana, serán los dos brazos culturales con que la Iglesia Católica finalizará su plan civilizatorio[2].

El barroco como clausura total del arte cristiano religioso[3] nos ofrece en su portentosa culminación al más sublime artista cristiano que haya dado Europa: Johann Sebastian Bach. Si todo el barroco anterior a él obedecía en gran medida al afán dogmático romano, es gracias a Bach que el barroco logra una finalidad y un cierre exclusivamente cristiano, no dogmático.

En el ámbito confesional, Bach era un estricto luterano, pero como compositor llevó al barroco católico a sus últimas y teleológicas posibilidades. La sonata, el concerto grosso, las dos Pasiones, las Misas, la fuga y el basso continuo[4] alcanzan con Bach sus más elevadas dimensiones. Fue un asiduo lector de Athanasius Kircher, aquel extraño y fascinante jesuita alemán que conocía a la perfección la sinología, la astronomía, la arqueología, la egiptología, la cristalografía y la música especulativa, entre otras disciplinas de una mente exclusivamente barroca en sus formas y sus dimensiones. Fue gracias a los tratados musicales de Kircher- el Musurgia Universalis, entre otros- donde Bach aprendió que la música terrenal guarda secretas y misteriosas correspondencias con la armonía de las esferas, que establece un orden armónico- tonal- sobre todo el cosmos. La música de los planetas obsesionó a Bach, y no es de extrañar que su obra tenga ejemplares reminiscencias de lo angélico y celestial.

Mal que le pese a los luteranos, la música de Bach es barroca y se enmarca en una tradición estética que es la del barroco católico, como a posteriori sucede con toda la música alemana de la época. Ello no obsta que Bach fuera el compositor de los himnos luteranos más hermosos y que sus Cantatas sirvieran para las funciones dominicales de la iglesia a la que pertenecía[5].

Asistimos aquí a uno de los puntos centrales de nuestro ensayo. ¿Existe en verdad un arte luterano o evangélico? Por lo que sabemos, Lutero nunca se pronunció en sus escritos en defensa de una estética evangelizadora, más allá de permitir que haya imágenes en los templos, siempre que no condujeran a la idolatría de la veneración, y en cuanto a la música, Lutero escribió algunos de los himnos cantables dentro de la misa, himnos que el mismo Bach retomó en sus Cantatas, el género más parecido a la “música luterana” que escribió en toda su obra[6]. Y no hay mucha más información. El arte pictórico de Albrecht Dürer y de los Cranach no basta para hablar formalmente de un arte luterano con una morfología autónoma (pero sí de una estética luterana cercana a la renacentista). ¿Y qué ocurrió luego con la expansión calvinista sobre Francia, Suiza y Inglaterra? Al parecer, innato al espíritu racionalista de los continuadores de Lutero, ni para el calvinismo, ni para las denominaciones que se fueron escindiendo del espíritu inicial de la reforma, era necesario formular y propalar la idea de un arte cristiano.

Por su parte, y al llegar la culminación del barroco alemán e italiano, la Iglesia Católica no supo ofrecer ninguna otra alternativa de continuidad de un arte de cuño religioso. En alguna medida, la cargada y exuberante estética del barroco no permitió ni dejó recursos para una continuidad formal de ningún tipo. “Es barroca la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios” (Borges). Expuesto en ampulosidad y brillo todo lo religiosamente posible, la Iglesia Católica sólo pudo ampararse tan luego en la consideración meramente material de su arte, y así devino en un repliegue conservador de sus formas; mucho de letra pero poco de espíritu.

En este orden de cosas, el arte católico en la actualidad ha entrado en un período fósil de museificación; allí, en las mismas galerías donde se exponen los retratos anacrónicos de Dürer. Mientras tanto, la creación entera “gime con dolores de parto” por la manifestación de los hijos de Dios: la necesidad de evangelizar la cultura paganizada se vuelve hoy imprescindible.

Los vestigios de un arte cristiano contemporáneo no dejan de ser intentos dignos, pero aislados. Por tomar dos célebres ejemplos: tanto C. S. Lewis, protestante, como J. R. R. Tolkien, católico, han diseñado una enorme y compleja parábola que no va más allá de la moraleja intrínseca a todo mensaje cristiano, y por ende demasiado lineal (las figuras crísticas de Aslan y Frodo son estrictamente alegóricas).

El arte cristiano que se produjo en el siglo XX fue alegórico, perdió la riqueza simbólica del arte cristiano medieval y barroco. Una alegoría siempre tiene aspiraciones predicativas, la moraleja es el telos y razón de ser de toda la obra: la historia o el relato es apenas un mero agregado sin importancia alguna; el símbolo, por el contrario, es un prisma diáfano desde donde se abren sentidos polivalentes pero que, en definitiva, siempre remiten a un elemento arquetípico, al que obedecen con suma fidelidad. La forma aquí es una roca sólida que se corresponde minuciosamente con su idea celestial. El arte alegórico- y su excedente de moralidad- nos quiere aleccionar con demasiada evidencia, y lo que la época exige es algo más convincente que caballeros cruzados.

Producir hoy un arte cristiano nos demandará muchos mayores esfuerzos de los que habíamos previsto, y si por los frutos conoceremos el estado de nuestra espiritualidad, “el vacío que nos invade” (E. Montale) habla por todos nosotros. Ni alegorías, ni simbolismos, ni apologéticas, sólo la nada.

En una época en la que ya todo ha sido dicho y no hay nada nuevo bajo el sol, el cristianismo debe extraer de su fuego primordial los símbolos con los que producir un arte espiritual que nos remita no sólo a Cristo, sino también al sentido platónico de “lo bueno, lo bello, y lo verdadero” que irremediablemente nos conduce también a Cristo. Pero para esto es imprescindible enseñarle a nuestro prójimo algo más que una moraleja o una reconvención cargada de religiosidad. Sólo el sentido platónico y cristiano de lo bello y lo verdadero fue lo que motivó a Bach a realizar la summa del arte cristiano europeo.

Una hazaña de este estilo requiere de un doble apostolado: la santidad y la perfección operativa. Todo cristiano entiende que ambas empresas no están al alcance de lo humano, pero con intentar hasta las últimas consecuencias brindar lo mejor de nuestro espíritu y de nuestro oficio, tal vez podamos dar inicio a una nueva y acaso última- teleológica y escatológica- fase del arte cristiano.

La donación, el ejercicio de la piedad, la humildad y la integridad en el hacer, el estudio- ostinato rigore– de las formas sublimes que antaño consiguió la estética cristiana, la aplicación metódica y la serenidad en la ejecución. Sólo la búsqueda apasionada de estos valores permitirá que en el día de mañana podamos hablar nuevamente de un hermoso y verdadero arte cristiano.

Buenos Aires, Noviembre de 2012


[1] Jacob Burckhardt afirmaba que fue la existencia de la Reforma lo que le dio consistencia al dogma y la teología de la Iglesia Católica Apostólica Romana.

[2] Entendido el barroco como la operación estética de la teología natural católica, es comprensible que este movimiento artístico utilizara todos los recursos que le ofrecían los 1300 años de cristianismo romano, llevándolos a sus máximas posibilidades, a fin de representar en el ámbito del arte el milagro incesante e infinito de la creación de Dios. Así como la belleza natural del cosmos es infinita, del mismo modo el arte barroco será una celebración dionisíaca y ornamental de aquella minuciosa belleza del mundo.

[3] Luego de sus excesos y pretensiones de llenarlo todo en todo ¿cabría la posibilidad de crear algún objeto artístico más?

[4] El basso continuo, complemento armónico de la línea de bajo, ejecutado por un clave, una viola da gamba o un órgano, ejerció dentro de la música ornamental del barroco la función de dirigir las partes orquestales hacia el todo. Sólo en el marco de una doctrina como la apostólica romana, verticalista y dependiente de una única figura mediadora- pontifex– podría haber surgido un elemento rector tan crucial en la evolución de la música culta europea.

[5] El arte barroco de Bach obedece en su estructura a los lineamientos del barroco dogmático católico y contrarreformista, pero el arte magistral de Bach consiste en incorporar el espíritu cristológico de los himnos evangélicos a las formas del barroco católico.

[6] Nos referimos al “coral protestante” que incorporó Lutero en las ceremonias impulsadas por los reformadores y que Bach musicalizó con letras de Justus Jonas- la Cantata BWV 178- o el mismo Lutero. Este género coral podría ser el principal aporte de un “arte luterano” a la estética del siglo XVI y XVII.

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