Estudios Evangélicos

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Un disenso amigable con el pentecostalismo

Sea lo que sea que yo pueda pensar acerca de muchas de sus creencias, ellos no han perdido la afirmación central del Evangelio: que la venida de Cristo a nuestro mundo anuncia un movimiento tectónico en la estructura de la realidad, un evento cósmico en el proceso de restauración del universo para la gloria que el creador lo destinó

Rudolf Bultmann, el estudioso alemán del Nuevo Testamento cuyo programa de “desmitologización” del Evangelio provocó una tormenta de controversia en los años posteriores a la segunda guerra mundial, escribió en su ensayo fundamental: “es imposible usar luz eléctrica y radio, aprovecharnos de los descubrimientos médicos y quirúrgicos modernos, y al mismo tiempo creer en el mundo de espíritus y milagros del Nuevo Testamento”. Esta sentencia lapidaria no está empíricamente validada de ningún modo. Permanece como una asunción axiomática.

Bultmann era una persona muy agradable. Lo conocí muchos años atrás y me impresionó su comportamiento modesto y abierto (también, por lo demás,  el descubrimiento de que este apóstol  de la modernidad tenía miedo de volar). Tengo la fe de que ahora reside en un cielo en el que los hombres modernos, supuestamente, no pueden creer. Pero si incluso en esta residencia mitológica aún mantiene esta creencia de algún modo, me encantaría darle un tour por la cristiandad global hoy. Se encontraría con millones de consumidores de electricidad que no solo creen en los milagros del Nuevo Testamento sino aún más interesante, en los milagros que supuestamente ocurren en sus iglesias cada semana.

El mundo contemporáneo no nos muestra realmente lo que la así llamada teoría de la secularización afirma: que la modernidad lleva a un declive de la religión. Con algunas excepciones notablemente europeas y una clase internacional de intelectuales, la mayoría de nuestros contemporáneos son decididamente “religiosos” y no solo en las partes menos modernizadas del mundo. Hay muchos y grandes movimientos religiosos, solo unos cuantos violentos, y la mayoría de ellos resultantes en significativos desarrollos sociales, económicos y políticos. Podría decirse que el más extendido e influyente (y casi enteramente no violento) de estos movimientos es el pentecostalismo.

Me encontré con el pentecostalismo por primera vez cuando era estudiante de posgrado y, por mera casualidad, escribí mi tesis de maestría acerca de la religión en medio de los inmigrantes puertorriqueños en la ciudad de Nueva York. Ya que mi trabajo me llevó cada vez más hacia el mundo latinoamericano en desarrollo primero, luego África y Asia, cada vez me daba más y más cuenta del explosivo crecimiento del Pentecostalismo. Cuando empecé un centro de investigación en la Universidad de Boston en 1985, tuve la oportunidad de apoyar una serie de estudios sobre el pentecostalismo en diferentes países, los más tempranos conducidos por David Martin, el sociólogo británico que desde entonces ha venido a ser algo así como el decano de los estudios pentecostales. (Debería mencionar que la terminología es confusa, en parte porque el Pentecostalismo ha afectado a las iglesias convencionales protestantes y católicas. Se han usado términos diferentes para categorizar “pentecostal”, “neopentecostal”, “carismático”, “revivalista”, pero el fenómeno es el mismo en todos lados. Para simplificar, solo usare “pentecostal” aquí).

El pentecostalismo nunca ha tenido el menor atractivo religioso para mi (soy, al parecer, incurablemente luterano). Pero como sociólogo he estado fascinado por él, y como alguien preocupado por mejorar la vida de las personas, he notado al pentecostalismo como una fuerza de bien. Provee bienestar y comunidad para las personas que atraviesan cambios sociales desorientadores, especialmente entre los pobres y marginados. Predica una moralidad que fomenta la sobriedad, disciplina y devoción a la familia, y que emancipa a las mujeres. Sobra decir, no todos los pentecostales prestan atención a los sermones que oyen (no están solos en esto). Aquellos que lo hacen, comienzan a experimentar movilidad social y, en efecto, mejorarán sus vidas. Llegué a concluir que, contrario al difundido prejuicio, el pentecostalismo es por sí mismo un movimiento modernizador en un mundo en desarrollo.

Con toda probabilidad, el pentecostalismo es el movimiento de más rápido crecimiento en la historia. Sus características definitorias han estado siempre alrededor: adoración extática, hablar en lenguas, liderazgos de base y, lo más importante, sanidad milagrosa. Pero el pentecostalismo contemporáneo es usualmente situado al inicio del siglo veinte. En 1906, William Seymour, un predicador afroamericano de la santidad vino desde Houston a Los Ángeles y comenzó una congregación en un establo abandonado en la Calle Azusa. Muy pronto, todas las características del pentecostalismo aparecieron. El avivamiento de Azusa Street fue altamente contagioso. Sus misioneros y publicaciones fueron desplegados, primero a lo largo de Estados Unidos, y luego fuera. En los ’30 el pentecostalismo se convirtió en una considerable denominación internacional. El crecimiento más explosivo ocurrió después de la segunda guerra mundial en países del sur global.

Esta es una religión basada en la espontaneidad, y mucho de ella es escasamente organizada, mientras que en algunos lugares ha sido forzada al anonimato (como en China, donde es mayormente ilegal, y en los países de mayoría musulmana). Por ello, es difícil dar números precisos. Las estimaciones más confiables ponen un número cercano a los 600 millones de pentecostales en todo el mundo. El fenómeno es grande.

El desafío del pentecostalismo viene no solo de su tamaño sino también de su distribución geográfica. El centro demográfico del cristianismo se ha desplazado al Sur Global, donde ahora hay más cristianos que en Europa y Norteamérica. Hay algunos pentecostales en el Norte Global, algunos cristianos no pentecostales en el Sur Global. En el confín del mundo los cristianos tienden a ser, si no rotundamente pentecostales, robustamente supernaturalistas. La mayoría de los cristianos en el mundo ahora son supernaturalistas y en ese respecto mucho más cercanos al mundo del Nuevo Testamento que los correligionarios del norte. A través de la inmigración más que de la conversión, esta versión de la fe está hoy derramándose sobre el Norte. Esto constituye un enorme desafío teológico para aquellos de nosotros, católicos como protestantes, cuya fe es de una variedad más tranquila.

Para los pentecostales los milagros, especialmente los de sanidad, son muy reales. El mundo espiritual está a la mano. El mundo empírico es penetrado constantemente por seres espirituales buenos y malos: el Espíritu Santo y los ángeles, demonios e incluso Satanás en persona. Es más, los seres humanos que han sido bautizados en el Espíritu Santo adquieren los “dones del espíritu” (el charismata del Nuevo Testamento), incluyendo la imposición de manos para sanar enfermedades, exorcismo de demonios, profecía e incluso, en ocasiones, resucitar muertos. Los cristianos no pentecostales reaccionan a todo esto en una escala que va desde el escepticismo hasta la condena: estos milagros, ellos dicen, son probablemente ilusorios, explicables en términos naturalistas: por ejemplo, la sanidad espiritual puede ser explicada como un proceso psicosomático o una forma de magia, un intento ilícito de forzar la mano de Dios.

En el cristianismo occidental ha habido agudas diferencias entre las actitudes católicas y protestantes hacia los milagros. Oficialmente, en principio la Iglesia Católica ha sido supernaturalista, pero cuidadosa en la práctica: se espera que los Santos hagan milagros, pero son jurídicamente investigados y burocráticamente regulados; los milagros fuera de estos procedimientos son mal vistos. Los burócratas sospechan siempre de las iniciativas libres. Pero la iglesia ha hecho varias concesiones al catolicismo popular practicando un supernaturalismo mucho más espontaneo.

Los protestantes han sido mucho más cautelosos con lo supernatural: Dios nos habla a través del kerygma, la proclamación de la Palabra y los sacramentos; buscarlo en cualquier otra parte, como a través de milagros, evidencia una falta de fe. El calvinismo ha sido el más radical en despojar al cristianismo de adornos supernaturales: comparemos una catedral católica barroca, llena de reliquias y múltiples representaciones de santos, con las planas, blanqueadas iglesias puritanas de Nueva Inglaterra. Los teólogos evangélicos americanos (muy no pentecostales) han desarrollado una doctrina llamada “cesacionismo”: los milagros han cesado porque ya no son necesarios, ya sea después de que ministerio de Jesús en la tierra terminara o después de que el canon del Nuevo Testamento se completara. Los protestantes de primera línea, me parece, prefieren no pensar demasiado sobre materias como esta.

Los pentecostales desafían todas estas actitudes como desviaciones del evangelio completo, concesiones deplorables del zeitgeist naturalista. El desafío está siempre ahí, en tanto que los pentecostales llaman la atención de otros cristianos, sin considerar el nivel de sofisticación de los desafiantes. En parte debido a su movilidad social que los lleva a la educación superior, el desafío pentecostal se ha vuelto más sofisticado, aunque en este punto sin perder su cualidad apasionada. Un excelente ejemplo de esto es el libro de Francis MacNutt (un católico involucrado en el movimiento de “renuevo carismático” en esa iglesia) quien junto a su esposa conduce un ministerio de sanidad instalado en Florida. El libro, del 2005, es un acta de acusación contra los cristianos no carismáticos, como es de hecho maravillosamente expresado en su título: The Nearly Perfect Crime: How the Church Almost Killed the Ministry of Healing [El Crimen Casi Perfecto: Cómo la Iglesia Casi Mató el Ministerio de Sanidad].

Más sutil pero no menos apasionado es el reciente libro de James K. A. Smith Thinking in Tongues: Pentecostal Contributions to Christian Philosophy [Pensar en Lenguas: Contribuciones Pentecostales a la Filosofía Cristiana]. Smith enseña filosofía en el Calvin College en Grand Rapids, Michigan, una institución que solía ser un bastión de la teología reformada holandesa. Smith, un converso del pentecostalismo (aunque ahora se describe a sí mismo como carismático, o “pentecostal de p pequeña” [small-p Pentecostal] y es miembro de la Iglesia Cristiana Reformada), critica agudamente a los pensadores cristianos contemporáneos por hacer concesiones básicas al naturalismo etsi Deus non daretur “como si Dios no existiera”. Contra esto, Smith insiste en que el pensamiento cristiano debería basarse precisamente en la presuposición de que Dios existe de hecho, con todas las implicaciones de esto esbozadas por el pentecostalismo. La introducción del libro tiene el bonito título “What Hath Athens to Do with Azusa Street?” [¿Qué ha de hacer Atenas con la Calle Azusa?], parafraseando a Tertuliano, quien buscó liberar a la teología cristiana de la hegemonía de la filosofía griega.

Aunque no tengo credenciales académicas como teólogo, tengo una licenciatura en atrevimiento en mi abordaje al tema del pentecostalismo. Admitiré que en mi lista de virtudes, el atrevimiento tiene un lugar honorable (al menos ejercido con alguna discreción). También admitiré falta de deferencia ante las credenciales académicas, muchas de las cuales son fraudulentas. Pero tengo una explicación más respetable: pienso que el “sacerdocio de los creyentes” tiene una dimensión cognitiva. Si la Reforma le ha dado a la gente acceso a las Escrituras, les ha dado la orden de reflexionar sobre ellas también.

Con lo que he dicho antes, debería quedar claro que soy un observador amigable del fenómeno pentecostal. Por supuesto que respeto a los pentecostales como compañeros de fe, también valoro su contribución a lo que David Martin ha llamado “mejoramiento” en las vidas de las personas. Pero estoy convencido de que el diálogo interreligioso, en tanto que reconoce áreas de acuerdo, debe ser franco en señalar los desacuerdos. En otras palabras, es tan importante decir no como decir si. Diré no al proyecto pentecostal de situar los carismas supernaturales al centro de la fe cristiana. Esto de ninguna manera disminuye mi apreciación de lo que el pentecostalismo tiene para ofrecer, por lo demás, a la comunidad cristiana y a la sociedad en general.

Al formular mi disenso amistoso, usaré (inevitablemente, supongo) ciertas categorías luteranas. Pienso, no obstante que otros, al menos el lado radical del calvinismo, pueden traducir estas categorías a términos de sus propias tradiciones. Sucede que el luteranismo tiene una larga historia con proto-pentecostales. Lutero mismo tuvo serios desacuerdos con “espiritualistas” (Schwärmer) de su tiempo, que evidenciaron varias de las características asociadas al pentecostalismo. Mientras Lutero estaba escondido de la prohibición imperial en Wartburg, algunos predicadores de la ciudad de Zwickau fueron a Wittenberg, donde se agitaron hacia una forma más espiritual del floreciente movimiento protestante. Estaban inspirados por las enseñanzas de Thomas Müntzer, quien fue pastor en Zwickau por un tiempo y luego se volvió mucho más radical teológica y políticamente; se involucró en la Revuelta de los Campesinos y fue ejecutado en el curso de su represión. Los colegas de Lutero le rogaron que volviese a Wittenberg a tratar con la agitación. Lo hizo, a pesar del riesgo que corría, y predicó una serie de sermones contra los “profetas de Zwickau”.

Así, el luteranismo oficial tomó una posición anti-pentecostal tempranamente. Como lo mostró Carter Lindberg en su minucioso estudio The Third Reformation?: Charismatic Movements and the Lutheran Tradition [¿La tercera Reforma?: Movimientos Carismáticos y la Tradición Luterana], el “espiritualismo” del tipo de Zwickau continuó ardiendo a lo largo de la historia luterana, notablemente en el pietismo del siglo XVII (el análogo continental al metodismo angloamericano). Como es esperable, las principales autoridades luteranas mantuvieron el rechazo a estos advenedizos. Quizá el episodio más curioso ocurrió en 1841, cuando Johann Christoph Blumhardt era pastor de un pequeño pueblo en Württemberg, una región en sudeste de Alemania sumida en el pietismo. Una mujer de su congregación mostró síntomas que él interpretó como posesión demoniaca. Contrario a su preparación y a la tradición de su iglesia, se sintió movido a compasión por la mujer y realizar un exorcismo. La mujer fue sanada. La fama de Blumhardt se esparció, y por un tiempo condujo un ministerio de sanidad que atrajo gente de cerca y de lejos que venían a ser sanadas de variadas enfermedades. Finalmente, las autoridades de la iglesia detuvieron esto, pero Blumhardt renunció al pastorado y continuó su ministerio. Sea lo que sea que uno piense de eventos como este, es claro que el supernaturalismo ha tenido una duradera atracción.

Me parece que, quizá sorprendentemente, es la visión luterana de la eucaristía lo que provee una clave útil para el problema de la “espiritualidad”, desde los éxtasis de Zwickau hasta aquellos del pentecostalismo hoy. La sorpresa procede del hecho de que esta visión particular vino no de la contestación al Schwärmer del siglo XVI, sino de una diferente. La clave puede encontrarse en una frase del Articulo 10 de la Confesión de Ausburgo, el documento que el partido Protestante entregó a la Dieta Imperial de 1530 y que se ha convertido en la declaración fundante de la teología luterana. La frase se refiere a la presencia de Cristo en la Eucaristía: Cristo está presente en, con, y bajo los elementos del pan y el vino.

La contestación aquí no era entre Lutero y Thomas Müntzer, sino tanto con la Iglesia Católica como con la temprana versión de la Reforma Suiza representada por Zwinglio. Los luteranos trataron de posicionarse entre Roma y Zurich. Por una parte, ahí hubo lo que era llamado popularmente “el milagro de la Misa”, celebrado en el altar por el sacerdote facultado para hacerlo por la virtud de su ordenación, señalado por el sonido de la pequeña campana en el momento preciso en que se supone ocurría la “transubstanciación”. (No me preocupa la pregunta de si este entendimiento milagroso reflejaba específicamente la doctrina católica oficial, entonces o ahora). Por otra parte, estaba la visión suiza de que la Eucaristía era simplemente memorial, literalmente siguiendo las palabras de Jesús en la Ultima Cena “Haced esto en memoria de mi”. (Tampoco me preocupa el hecho de  un entendimiento más complejo de la Eucaristía desarrollado más tarde en la fase calvinista de la reforma Suiza). El intento polémico de la frase es claro. Cristo está presente en, con y bajo los elementos del pan y el vino: lo que ocurre aquí es ni transubstanciación ni un simple acto memorial: esto es, no es ni milagro ni evento mundano.

Me parece que la visión expresada en esa frase puede ser útilmente aplicada a otros asuntos aparte de la eucaristía: por ejemplo, a la Biblia y a la Iglesia. Muchos evangélicos sostienen que la Biblia fue directamente inspirada por Dios y, por lo tanto, es “inerrante”. Los católicos creen que la Iglesia posee autoridad divina otorgada por Jesús al apóstol Pedro y sus sucesores y, por lo tanto, capacitada para hacer declaraciones “infalibles” en materias de fe y moral. No así la visión luterana, en que la Biblia es una colección de textos producidos por seres humanos bajo circunstancias históricas específicas, y no directamente inspirada ni inerrante. Dios se reveló a sí mismo en, con y bajo las contingencias de la historia. (No es accidental, por cierto, que la academia  moderna crítica de la Biblia floreció primero en las facultades teológicas luteranas en Alemania).

La Iglesia es una institución completamente humana, con todos los vicios y falencias de una entidad de ese tipo, que no posee autoridad intrínseca ni ciertamente el poder de la infalibilidad. La revelación de Dios es comunicada en, con y bajo una institución totalmente falible. El artículo 7 de la Confesión de Augsburgo define a la Iglesia simplemente como el lugar en que el Evangelio es predicado y en que los sacramentos son ofrecidos, sin la necesidad de alguna otra legitimación, como la sucesión apostólica o el gobierno papal.

Ahora podemos aplicar la misma comprensión al caso de la sanación que es tan central en la experiencia pentecostal. Todos los cristianos, junto con los creyentes en otras tradiciones religiosas, oran por la liberación de los peligros de la vida, incluida la enfermedad. Si Dios existe, él puede hacer cualquier cosa; puede sanar mi enfermedad o la del hijo de mi vecino. Pero cuando los cristianos no pentecostales oran por sanidad, ellos no le piden a Dios específicamente que haga un milagro: por cierto, no lo hacen cada semana en un servicio realizando una sanación carismática u oración grupal. Típicamente, esperan que Dios actúe a través de procesos naturales: la habilidad del cirujano, la eficacia de los medicamentos, o solo a través del proceso de perdón. Esto está bien expresado en el servicio de sanidad realizado regularmente en muchas iglesias episcopales, en las que se pide a Dios la sanidad de individuos enfermos, pero en que se deja abierta la posibilidad a los medios por los que Dios puede hacerlo y se asume una autoridad no carismática del sacerdote oficiante.

Sin embargo, típicamente se espera que Dios actúe sin intervención sobrenatural mediada por la sanación pentecostal. No se espera que ocurra un milagro. En otras palabras, Dios sana en, con y bajo los procesos naturales. Uno aun puede estar abierto a la posibilidad de que Dios intervenga milagrosamente en algunas ocasiones, como cuando Johann Christoph Blumhardt se sintió llamado a realizar un exorcismo. Pero milagros como esos no son el resultado de los ampliamente difundidos “dones del espíritu”, no son parte de la adoración regular, y no son prueba de la presencia del Espíritu Santo en la iglesia. (O, para el caso, evidencia de santidad, como en el proceso católico de canonización).

La comprensión luterana de la Eucaristía implica una mirada de la creación en sí misma como sacramento. Toda la naturaleza, el mundo percibido en la experiencia ordinaria y en la ciencia empírica, es sacramental. En las palabras del Libro de Oración Común, muestra “signos exteriores y visibles de la espiritualidad y gracia interior”. En una de mis tempranas aventuras hacia la teologización desautorizada, bosquejé esta proposición con la frase “signos de trascendencia”: Dios, por así decirlo, se esconde en el universo, pero aquí y allí podemos encontrar signos de su presencia. En su entendimiento de la Eucaristía, los luteranos usaron la frase “finitum capax infiniti”, o “lo finito puede contener lo infinito”. Los elementos finitos, perecibles del pan y el vino pueden, invisiblemente, contener lo infinito, la presencia eterna del Cristo resucitado. Pero así también puede hacerlo realidad finita, perecible, del universo empírico. George Forell, uno de los mejores intérpretes norteamericanos de la Reforma, opinó que la frase finitum capax infiniti expresó el núcleo de la fe luterana.

Me parece que la mirada luterana de la creación es expresada más poderosamente no en las declaraciones dogmaticas sino en la himnodia. (El último obispo alemán, Hanns Lilje, escribió un bello libro acerca de Johann Sebastián Bach con el título Preludio a la Eternidad). Para ponerlo diferente: no hay necesidad de milagros adicionales; el universo en sí mismo es el milagro primario. La física moderna, con su cuota de misterios sorprendentes, parece respaldar esta idea. En años recientes la idea ha sido elocuentemente expresada en los trabajos del físico John Polkinghorne quien, no incidentalmente, es también teólogo anglicano.

Por fidelidad a la verdad ecuménica de este argumento, quiero referirme a mi mística católica favorita, la anacoreta medieval Juliana de Norwich. En una de sus “proyecciones”, informa sobre una visión en que vio a Dios sosteniendo en su mano algo “del tamaño de una avellana”. Cuando preguntó qué era eso, Dios le dijo que “esto es todo lo que es creado”. La visión implica que Dios no solamente creó el mundo, sino que su existencia continua depende de la decisión de Dios, de no dejarlo caer de su mano. La relación entre creador y creación es tan cercana como mi mano y un objeto que sostenga en ella. Aun si mi puño está cerrado, puedo ver el contorno de la mano como veo al objeto que contiene.

Aun cuando los pentecostales críticos de los cristianos que sostienen miradas como la luterana acusen a ésta de sucumbir al “naturalismo” de la cosmovisión secular por operar en los términos de “el enemigo”: los filósofos cristianos operan al interior de un marco conceptual de filosofía académica, que excluye asunciones supernaturales, y los académicos cristianos de Biblia trabajan con métodos de la academia histórica, que excluye a los milagros como factores causales. Con todo, de un modo curioso, la cosmovisión pentecostal es en sí misma “naturalista”: la naturaleza es percibida como un sistema cerrado de procesos causales, con fuerzas supernaturales que intervienen en este sistema desde afuera. Lo que se olvidó en esta cosmovisión es la posibilidad de que lo supernatural está de hecho operando al interior de la naturaleza, y solo raramente entrando a ella desde fuera.

Es indudablemente correcto que la ciencia y tecnología modernas han dado un discurso secular que quiebra, aun si no las rechazara, las definiciones supernaturales de la realidad. Este es un discurso “oficial”, propagado por el sistema educacional, los medios y la ley, y también funciona como un discurso por defecto: cuando dudan, los creyentes también caen en esto. Aun si una persona cree en el poder de la oración intercesora, su primera respuesta a la enfermedad será llamar a un doctor. En efecto, la mayoría de los pentecostales en el mundo contemporáneo emplean este discurso naturalista algunas veces, mientras que recurren a un discurso supernaturalista otras. En esto se parecen mucho a otros creyentes religiosos. La diferencia para los pentecostales está en el estatus privilegiado y el uso rutinario de este discurso supernaturalista.

Así que, si digo no al pentecostalismo, es un no amigable, muy lejos de las maldiciones que los cristianos solían lanzarse unos a otros incluso por diferencias menores en doctrina y práctica. Respeto a los pentecostales como compañeros de fe y aprecio el bien que hacen, especialmente entre las personas pobres y marginalizadas, pero también hay una razón propiamente religiosa para mi actitud favorable hacia los pentecostales. Sea lo que sea que yo pueda pensar acerca de muchas de sus creencias, ellos no han perdido la afirmación central del Evangelio: que la venida de Cristo a nuestro mundo anuncia un movimiento tectónico en la estructura de la realidad, un evento cósmico en el proceso de restauración del universo para la gloria que el creador lo destinó. En esto los pentecostales, junto con la más amplia comunidad evangélica a la cual muchos de ellos pertenecen, son superiores a los protestantes tradicionales, muchos de los cuales han perdido esta dimensión cósmica del evangelio. En lugar de eso, mucho del protestantismo tradicional ha trasladado el cristianismo a tres agendas seculares: moralista, terapéutica o política. Las tres están profundamente tergiversadas.

Max Weber, correctamente, ha marcado un punto, adscribir al protestantismo un rol importante en lo que llamó “desencantamiento” del mundo. Mucho de lo que sucede en el mundo hoy podría ser llamado “re-encantamiento” (o contra-secularización). El pentecostalismo es una versión ruidosa de este desarrollo. Aquellos de nosotros que preferimos una versión más silenciosa si se quiere, la “aun, pequeña voz”, no necesitamos disculparnos.

Originalmente publicado en First Things. Traducido con autorización. Traducción de Luis Aranguiz.

 

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