Estudios Evangélicos

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Una filosofía cristiana consistentemente escritural

Habiendo nacido y crecido en el seno de una familia de cultura hispánica y convicciones católicas romanas, la Reforma fue algo totalmente ignoto para mí durante mis primeros años de vida. Tal vez la primera noticia de la Reforma me llegó a través de los folletos EVC que se distribuían en un casillero de la iglesia a la que asistía. Los folletos estaban al alcance de la mano pero había un letrero que advertía que no eran gratuitos. Uno de ellos (o varios, no recuerdo) advertían de los “peligros de las sectas protestantes”, pero quizá la más clara llamada de atención fue cuando fui notificado de que los protestantes (whatever that meant) no rendían veneración a la Virgen María. Acostumbrado a rezar diariamente el rosario, eso me pareció una grave falta a la piedad cristiana.

Algo sucedió en mi vida que me alejó del catolicismo con gran enojo, a pesar de mi intensa actividad infantil como acólito y mi afán de comulgar diariamente, algo que desde luego era imposible prácticamente para mí. En vez de avanzar hacia el seminario de los misioneros del Espíritu Santo, como quería mi tía Ana Consuelo, monja de la Orden de la Cruz del Sagrado Corazón de Jesús, la misma que fundara Concepción Cabrera de Armida, me fui paulatinamente alejando de las actividades de la Iglesia. Ella comentaba a sus compañeras en el convento, con gran seguridad, que yo estaba destinado a ser seminarista y sacerdote en el capítulo masculino de su orden, fundada por el Padre Félix de Jesús Rougier, la cual tiene su sede en el Altillo, en la Ciudad de México, justo a contraesquina del Seminario Teológico Presbiteriano de Arenal en Avenida Universidad (el cual se construyó con los fondos que se obtuvieron con la venta a los misioneros del Padre Rougier del terreno en que se iban a asentar). Obviamente, esa seguridad no era más que wishful thinking.

Mis años mozos pasaron en una creciente rebelión contra la cultura heredada, con un acerado ímpetu desconstruccionista que me llevó a cuestionar prácticamente todas las creencias heredadas. Después de mi ingreso a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, la filosofía positivista, así como la fenomenología con su llamado a las cosas mismas, fueron mi único asidero durante mis años veinte. La aturdidora diversidad de sistemas filosóficos me provocaba un enorme escepticismo y en realidad desconfianza hacia la metafísica. Mi formación doctoral fue más bien en lógica, matemáticas, economía y filosofía de la ciencia, pero empecé a entrar en un conflicto creciente con la filosofía empirista de origen anglosajón. Empecé a darme cuenta de que mi mente se hallaba más a gusto en la escolástica barroca de un Francisco Suárez, y el estudio de su filosofía empezó a darme nuevamente un marco filosófico totalizador.

Sin embargo, realmente lo que eventualmente atrajo mi atención a la Reforma Protestante fue mi conversión a la fe cristiana.

Después de haber pasado mi primera juventud bajo el dominio del humanismo secular —ya sea en sus formas más revolucionarias en mis años mozos, o en sus formas menos radicales después— me encontraba en la Universidad de Stanford en 1983 estudiando la maestría en filosofía de la ciencia, con el objeto de llevar adelante un proyecto filosófico más bien positivista, cuando empezó a penetrar en mi mente el pensamiento de que toda la gloria intelectual y en instalaciones que representaba el “Harvard del Oeste” eran vanidad, de la cual no quedaría “piedra sobre piedra”.

Por un momento pensé que el invierno del norte de California, con sus anocheceres a las 5 de la tarde, empezaba a hacer estragos en mi alma pero ello me pareció incongruente con la situación en que me encontraba: empezando de manera exitosa mis anhelados estudios de postgrado en la universidad en que había soñado estudiar. Es así que decidí seguir la lógica de ese pensamiento hasta su conclusión, hurgando también en el sentido que podría tener. Como vine a caer en la cuenta posteriormente, el sentido es en realidad bastante simple y directo: todo lo que existe en el mundo irremisiblemente pasará y no hay nada en el mismo que pueda servir como roca de sustentación ontológica. El postmodernismo ha aceptado este hecho, pero ha derivado una conclusión falsa: no hay nada en lo absoluto que pueda servir de sustentación ontológica. Esta conclusión es lo que se conoce como “nihilismo”, una posición que es intrínsecamente inconsistente. Por lo demás, la vía del materialismo parecía cerrarse no sólo porque la teoría del Big Bang me recordaba que el universo tiene un origen y parece tener fin, sino por la inherente dificultad de explicar la consciencia y muchas otras realidades a partir de una visión que pone a la leyes de la física como la verdadera realidad. Simplemente, no había manera de explicar la multiplicidad del universo, ni de encontrar la forma de integrar mi experiencia, dentro de los moldes conceptuales en que me encontraba encasillado.

Uno de los problemas que me tenían verdaderamente perplejo era el relativo a la existencia de la ley moral y, en general, las normas supra arbitrarias para la vida humana (las cuales se ven muy tenues desde la perspectiva de la cultura mexicana y en general latina, pero por ello mismo no deben extrañar las dificultades que tiene México para desarrollar el Estado de Derecho). Desde una perspectiva materialista —naturalista— es simplemente imposible entender, sobre todo, su carácter preceptivo. Una ley positiva es una ley diseñada y promulgada por algún cuerpo legislativo político efectivamente existente. Más aun, su carácter obligatorio se deriva de una imposición judicial: el estado se encarga (cuando se trata de la ley positiva estatal) de imponer la ley bajo coacción de castigo. ¿En dónde se encuentra el carácter preceptivo de la ley moral, el cual hasta el más perverso de los incrédulos puede percibir? Tuve que llegar a la conclusión de que tenía que haber, además de un legislador de la ley supra arbitraria, un rey justiciero que sancionara su transgresión. Esta convicción surgió concomitantemente con la experiencia de la presencia de Dios como un fuego abrasador, de tal magnitud, que algunos conocidos que me rodeaban llegaron a testificar su presencia cuando estaban cerca de mí. Pero éste es un fuego que convence de pecado, que crea la convicción de que el hombre es impotente para satisfacer las demandas absolutas de la Ley. Para mí esto representaba una carga cada vez más difícil de soportar, y en realidad no pude resolver este problema “psicológico” (espiritual) hasta que entendí (a la luterana) que sólo la fe en Jesucristo nos puede descargar de la enorme lápida que representa nuestro pecado. Por eso doy testimonio de que es verdad esta promesa: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar’”. En efecto, el yugo del Señor es fácil y ligera es su carga (Mateo 11:28, 30).

Debido a que estas cosas que acabo de relatar son absurdas para la mente no regenerada, jamás en mi anterior situación espiritual se me hubiera ocurrido la peregrina idea de que fuera a llegar a tener esta experiencia. Al regresar a México me empecé a congregar en una iglesia evangélica, adquirí el hábito de leer la Biblia (que ahora sí tenía sentido para mí), y surgió mi interés por la teología sistemática. Pasaron años antes de que entendiera que mi experiencia espiritual sólo era explicable desde la perspectiva de la teología reformada (“calvinista”) y de que encontrara en la cosmovisión reformada la visión que me iba a permitir integrar plenamente mi experiencia. Además, en la filosofía de la idea de la ley, asociada a Herman Dooyeweerd, encontré una explicación de la historia de la filosofía que da cuenta de la razón de las luchas entre las filosofías. Esta explicación resolvió la perplejidad que me provocaba la diversidad filosófica. Así que eso es la que la Reforma Protestante, particularmente en su vertiente calvinista, significa para mí: un explicación bíblica, exacta y coherente del proceso de salvación, una cosmovisión congruente con las enseñanzas de la Escritura, y una filosofía cristiana consistentemente escritural, desde la cual cobra sentido la enorme diversidad de los sistemas filosóficos que pugnan entre sí desde Tales de Mileto.