Estudios Evangélicos

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¿Una visión protestante de la historia?

Resistir los intentos por caracterizar de modo demasiado sencillo el pasado tal vez sea una indispensable escuela para aprender a mirar también el presente con todos los matices que requiere.

1.

Se suele reconocer con facilidad que todos tenemos alguna visión de mundo, por poco explícita o articulada que sea. Una parte no menor de esa visión de mundo es la visión que tenemos de la historia. Dicha visión de la historia indudablemente es un motor de parte importante de lo que hacemos o dejamos de hacer a la luz de nuestra visión de mundo. Ante quienes dicen “comamos y bebamos que mañana moriremos”, Agustín afirma en un sermón que “ojalá realmente pensaran que mañana van a morir”. Eso les abriría perspectivas de acción más razonables. Nuestra idea de lo libre o necesario que sea el curso de la historia, de lo positivo, negativo o incierto que sea su destino, de la etapa de la historia en que nos encontremos (¿tiene “etapas”?), es capaz de generar en nosotros toda clase de disposiciones. Es capaz de generar desde la actitud de indiferencia del que ve todo como cosa ya juzgada, hasta el fanatismo del que es capaz de pedir todo tipo de sacrificios o excepciones en nombre de una meta que dice conocer.

Si es necesario someter a examen nuestra visión de mundo y la consistencia con la que la entendemos, parece claro que a tal examen debe someterse también nuestra visión de la historia. En el mundo evangélico la conciencia sobre este punto suele adquirir una forma especial: se suele manifestar no como discusión sobre las visiones de la historia en general, pero sí como una confrontación entre las variadas escatologías que se han desarrollado en el seno del cristianismo. Las disputas sobre premilenarismo, amilenarismo y postmilenarismo, en sus diversas variantes, constituyen una suerte de microcosmos de las distintas filosofías de la historia que se disputan el corazón del resto del mundo. Si no fuese con tanta frecuencia conducida de un modo tan singular, la vitalidad de dicha discusión evangélica bien podría tomarse como una buena señal: sería una muestra de preocupación por algo que efectivamente orienta nuestro actuar. No es raro, empero, que se discuta sin que se vuelva palpable la manera en que visiones completas de la historia están en juego.

Es lamentable, pues los siglos que nos preceden de modo inmediato casi podrían ser descritos a cabalidad por las filosofías de la historia que han abrazado. Ideología tras ideología levanta la pretensión no solo de conocer el destino de la humanidad, sino de poder apurar nuestra llegada al mismo. Poco parece importar que se trate de ideologías duras o de un blando y vago progresismo: la idea de un gradual desarrollo necesario es uno de los rasgos más característicos del pensamiento moderno. Al decir de C. S. Lewis, “al hombre moderno le parece natural que un cosmos ordenado emerja del caos, que la vida surja de lo inanimado, que la razón nazca del instinto, la civilización del salvajismo y la virtud del animalismo”. Dicha civilización la puede imaginar como socidad tecnológica, como sociedad sin clases, como sueño americano, o como lo que fuere, pero no hay cosa que tenga sentido respetar en el camino hacia su realización. No hay nada que pueda, en realidad, interponerse en ese camino.

 

La visión cristiana de la historia se ha caracterizado –al menos en sus mejores momentos- por posiciones que están en fuerte oposición respecto de esta mentalidad. Agustín, por ejemplo, fue durante cierto tiempo presa de la idea de que con el llamado “giro constantiniano”, o sobre todo con el reinado de Teodosio, se iniciaba una época sustancialmente distinta de la humanidad: que había sido inaugurada una época cristiana, “tiempos cristianos” (tempora christiana), que constituiría una fase de la historia sagrada, en el sentido de que los contemporáneos de Agustín tendrían ante sus propios ojos el cumplimiento de ciertos textos proféticos. Pero hacia los años 410-15 Agustín ya había dejado de lado esta idea, y la expresión tempora christiana, cuando se encuentra en ese período, se encontrará no para hacer referencia a los propios tiempos, sino para la totalidad del tiempo transcurrido desde la encarnación. Al menos desde entonces hacia delante, y hasta el final, no habría ningún tipo nuevo de época que esperar. La homogeneidad de la historia tras la venida de Cristo contrasta tanto con el progresismo moderno como con el triunfalismo cristiano que el propio Agustín había sostenido años antes –y tantos han sostenido tras él.

 

Pero el cambio de Agustín no se limita a ser un distanciamiento respecto de la idea de los “tiempos cristianos”, sino que constituye una toma de distancia respecto de la pregunta por los “tiempos” en general. Recordando los tiempos en que la vida de la Iglesia estaba caracterizada por el martirio, Agustín escribe en un sermón del año 401 que le agrada “comparar unas épocas con otras”. Cuando alrededor de una década más tarde, entre el 410 y el 412 predica sobre Efesios 5:15-16 “redimid el tiempo, porque los días son malos”, un texto bíblico que se habría prestado para tal especulación sobre el carácter de una determinada época, comienza el sermón apuntando en dirección contraria: afirmando que efectivamente los tiempos son malos… desde Adán. Se puede multiplicar los textos de esa época con un contenido similar. Ya no es Agustín el que habla de “los tiempos”, “nuestro tiempo” o “nuestra época”, sino que tales expresiones son las que pone en boca de adversarios imaginarios en sus sermones: “Ustedes suelen decir: <los tiempos son difíciles, los tiempos son duros, los tiempos abundan en miserias>”. Ustedes suelen decir… Agustín en cambio dice: “Vivan bien y cambiarán los tiempos”. La más celebre expresión de este disgusto por dar carácter sustancial a los tiempos se encuentra en el sermón 80 (alrededor del año 410), donde una vez más parte por referir las comunes quejas de los hombres “qué tiempos más malos, qué época más pesada”, replicando por su parte con la siguiente afirmación: “Vivamos bien y los tiempos serán buenos. Nosotros somos los tiempos, y como seamos nosotros, así serán los tiempos”. Si “nosotros” somos los tiempos, y no hay fuera de eso unos “tiempos” sobre los cuales elucubrar, bien cabría decir que Agustín está rechazando de plano la idea de que deba haber una filosofía de la historia. Si, no obstante, se quiere llamar filosofía de la historia a ideas como las contenidas en La ciudad de Dios, convendrá tener plena conciencia respecto de su radical divergencia respecto de los modernos intentos por dar un sentido interno al proceso histórico.

 

2.

Si el cristianismo, tal como lo acabamos de ilustrar con Agustín, puede considerarse opuesto al tipo de fe en el desarrollo histórico que caracteriza a gran parte del mundo moderno, el protestantismo parecería traer consigo un modo más de acentuar esa oposición. Después de todo, el hecho de que los reformadores se entendiesen como reformadores ya implica que tuvieran de modo implícito una visión de la historia, o al menos de la historia inmediatamente reciente: para que haya una reforma, tiene que ser precedida por una caída: una reforma no puede inscribirse en un relato de progreso incontenible. Concebir la historia reciente como una época de corrupción parece ser el requisito mínimo para entenderse a sí mismo como reformador.

El tipo de visión de la historia que eso implica puede ser fácilmente comparado con otros modelos contemporáneos al de los reformadores protestantes. El humanismo renacentista, con su visión de pérdida y recuperación del saber clásico, ofrece después de todo una visión similar, aunque no limitada a la historia eclesiástica sino al conjunto del desarrollo cultural: también ahí el lente a través del cual se mira la historia es corrupción y reforma, aunque se fije la mirada en fenómenos distintos. Tanto la Reforma radical como el catolicismo presentan aquí aproximaciones algo distintas: el catolicismo es dado a acentuar más pronunciadamente la continuidad; en el polo opuesto, en cambio, la Reforma radical postuló una radical discontinuidad entre los momentos de caída y los de renacer. Lo de los radicales puede parecer una diferencia de grado respecto de los reformadores, y también la posición católica admite por supuesto el reconocimiento de caídas y corrupciones Así, el conjunto de estas visiones puede ser contrastado con el tipo de progreso tendiente a una paz perpetua que caracteriza a las modernas filosofías de la historia.

¿Pero es posible determinar de una manera más específica dónde tienden a ubicarse los reformadores dentro de este espectro de posiciones? Es en grados muy variados que se vieron presionados a dar cuenta de cuándo habría tenido lugar una caída. Alguno podía contentarse con la descripción del actual estado de la Iglesia y de la necesidad de reformarlo, con lo cual al menos quedaba abierta la puerta a la posibilidad de que no todo en los tiempos recientes hubiera sido tan oscuro como por lo general ellos mismos afirmaban. Pero, tarde o temprano, hay que tomar posición. Como en tantas otras materias, Melanchthon nos sirve para sencilla ilustración de la posición usualmente tomada. Un breve discurso suyo sobre “Lutero y las edades de la Iglesia” ilustra de modo conciso la forma esquemática que con facilidad iría tomando esta visión de la historia como serie de caídas y reformas. Tras describir la época de los apóstoles, la primera edad de la Iglesia, procede del modo siguiente:

La segunda edad es la de Orígenes, en la cual la doctrina de la fe ya fue oscurecida y en la Iglesia dominó ampliamente la filosofía platónica y la superstición. Y aunque Dios siempre conserva semillas de la doctrina pura en alguna parte, sin embargo los errores muchas veces permanecen por largo tiempo en la Iglesia. Pero luego Dios los corrige en gran parte de la Iglesia, tal como después de la edad de Orígenes la Iglesia fue limpiada por la voz de Agustín. La edad de Agustín es, pues, la tercera, en la cual los estudios de los hombres fueron vueltos a dirigir a las fuentes. Pero pronto la Iglesia fue dispersada por las guerras con Godos y Vándalos, y vino la cuarta edad de los monjes, en que paulatinamente creció la oscuridad. […] Y aunque, como antes dije, también entonces Dios conservó en algunos semillas de la doctrina pura, sin embargo es manifiesto que la mayor parte de la Iglesia había caído en tinieblas. Pero en su inmensa misericordia, Dios comenzó a quitar la oscuridad por la luz del Evangelio, el cual volvió a ascender a través de Lutero. […] Y así ésta es la quinta edad, en la que nuevamente Dios ha guiado la Iglesia a las fuentes.

El esquema es, pues, sencillo: a la pureza de la edad apostólica la seguiría la corrupción de Orígenes mediante platonismo y supersticiones; tras esto viene la reforma agustiniana, la cual a su vez es seguida por una época oscura; finalmente, una nueva época de reforma se inicia con Lutero. Pero a pesar del esquematismo de corrupciones y reformas en que Melanchthon divide la historia de la Iglesia, las dos épocas que designa como oscuras no son idénticas, sino que se diferencian en un punto significativo: la primera, la de Orígenes, parece ser oscura por exceso de filosofía, mientras que la segunda es la época de la barbarie: posee también una filosofía, pero según Melanchthon una filosofía de bárbaros. Las épocas de reforma, en cambio, sí presentan siempre una misma estructura: tanto la reforma agustiniana como la luterana consistirían en una reforma del saber: consistirían en que Dios vuelve a guiar a la Iglesia a las fuentes. Cabe también notar que en medio de este esquema de corrupciones y reformas se encuentra presente la continuidad. De la edad de Orígenes nos dice que “Dios siempre conserva semillas de la doctrina pura”. Lo mismo se repite sobre el medioevo: Dios conservó siempre en algunos semillas de la doctrina pura. Melanchthon supone, pues, que los círculos de corrupción y reforma descansan siempre sobre la base de la continuidad de la tradición. Las épocas de reforma, se podría decir, serían simplemente amplificaciones de lo que una minoría fiel siempre ha sabido y jamás descubrimientos de algo totalmente olvidado o de algo totalmente nuevo.

Al atender a los detalles, la narrativa de caídas y reformas no carece, pues, de al menos algunos matices. La alternativa no es entre épocas de simpleza radical y épocas de corrupción. Las épocas sanas son más bien caracterizadas como épocas en que hay un renacimiento del saber y en que, sin embargo, la sutileza de la filosofía no corrompe la fe. Con los polemistas católicos contemporáneos permanecía por supuesto un desacuerdo respecto del modo en que se garantiza dicha continuidad. No menos interesante, sin embargo, es considerar sus diferencias con los radicales. Entre éstos abundan en la época los escritos llamando a una refundación de la Iglesia, a una restitución. Prima, pues, ahí la idea de que la verdadera Iglesia tras la era apostólica ha desaparecido. Esta idea de una restitución de la Iglesia ha sido con justicia considerada como una de las notas distintivas de la Reforma Radical. Ejemplo elocuente es la Restitución de Rothmann, la figura intelectual más prominente de los anabautistas de Münster. Desaparece ahí la idea de que algún remanente pueda haber conservado la doctrina de los apóstoles en los periodos más oscuros. Lo que hay es, más bien, períodos de pureza total y períodos de corrupción total. A eso se suma que la esperada restitución no es simplemente una vuelta a una doctrina originaria, sino una cabal apokatástasis, una restitución de todas las cosas. Conviene tener presente que la de Rothman es una de las versiones más radicales de esta tradición, una versión que ciertamente no cabe imputar al conjunto de la Reforma radical. Pero por lo mismo nos sirve para ilustrar el contraste: restitución y reforma son caminos rivales. Restitución y reforma sean caminos rivales, pero bien cabe preguntarse por los modos en que el ideal de restitución y su visión de fuerte discontinuidad en la historia ganó luego terreno en el resto del protestantismo.

3.

¿Qué modos de mirar el mundo y el pasado trae consigo lo que hasta aquí hemos descrito como visión protestante de reformas y caídas? Consideremos dos consecuencias. En primer lugar, se encuentra en el modo en que este esquema se tornaría con toda naturalidad una herramienta de desleal disputa interna del protestantismo. Irónicamente, de hecho, una de las primeras víctimas de esta manera de escribir historia fue el propio Melanchthon. Porque cuando el modelo de corrupciones y reformas se aplicó también al protestantismo, se hizo muchas veces con el siguiente esquema: la reforma luterana va seguida de una “recaída” en la escolástica; y como fundador de dicha escolástica protestante se ve desde luego al hombre que introdujo a Aristóteles en la reforma luterana. O bien se toma al mismo Melanchthon como quien recae en un tradicionalismo opuesto al biblicismo del resto de sus colegas. Naturalmente esta manera de escribir historia pasa por ignorar la más elemental cronografía. En este caso en concreto pasa por ignorar el simple hecho de que Lutero y Melanchthon fueron contemporáneos y no representantes de dos épocas del protestantismo. Y no sólo contemporáneos, sino colegas y estrechos colaboradores. Pero estos implacables esquemas no se aplican solo a pensadores individuales: cada siglo ve nacer a un grupo que considera “muertas” a las precedentes iglesias tradicionales, aunque dichas iglesias “tradicionales” a su vez hayan nacido de un avivamiento del siglo anterior. Apenas resulta necesario señalar el efecto catalizador que esto tiene para la atomización del protestantismo: hay un vínculo, por inasible que sea, entre la estimación de la continuidad histórica y la estimación de la continuidad institucional.

En segundo lugar, podemos dirigir la mirada a una de las más características ideas en haber surgido de la mano de la visión de la historia como caídas y reformas: el tipo del “precursor de la Reforma”. No es del todo extraño que tal tipo de figura haya sido ideada, siendo al fin y al cabo un modo visible de mostrar que efectivamente uno se percibe en alguna relación con el pasado. Se trata, en otras palabras, de una respuesta a una pregunta de la apologética católica, ¿dónde estaba esta iglesia antes del siglo XVI? Esa pregunta tenía que ser respondida si no se quería caer en el modelo de una restitución en lugar de una Reforma. De entre quienes intentaron responder a esta pregunta en el siglo XVI, el más significativo esfuerzo es el desarrollado por Matías Flacius (autor de un Catálogo de testigos de la verdad) y su círculo en Magdeburgo (autores de una Ecclesiastica Historia más conocida como las Centurias de Magdeburgo). Se trata, en efecto, de una obra dividida por siglos, buscando mostrar  el tipo de corrupción pero también la continuidad de la enseñanza en cada centuria. El Catálogo, en cambio, buscaba mostrar una cadena de predecesores de la posición luterana a lo largo de la historia. Algunas de las figuras consideradas en su obra son las figuras que hoy se acostumbra sindicar como precursores de la Reforma, autores como Juan Huss. Por otra parte, Flacius nombra una cantidad importante de autores que permanecieron en comunión con Roma: Dante, Taulero o Nicolás de Cusa, todos autores que de algún modo mantuvieron una posición crítica, pero que permanecieron en comunión con Roma. De este modo, en una misma jugada Flacius intenta colocar al protestantismo dentro de la tradición, y justificar a partir de dicha tradición la posición crítica respecto del papado. Pero precisamente en ello se nota la principal diferencia respecto de Melanchthon. Cuando Melanchthon nombra a Bernardo o a Buenaventura como hombres que conservaron la sana doctrina, lo que está en cuestión es simplemente eso: la doctrina. Con Flacius ya se ha dado un giro a la época de las confesiones nítidamente divididas: para Flacius un testigo de la verdad, sea Dante o Nicolás de Cusa, es un testigo de la verdad porque criticó al papado – el título completo de su obra, de hecho, es Catálogo de testigos de la verdad que antes de nosotros protestaron contra el papa. Este cambio de perspectiva es el que nos permite explicarnos que en Melanchthon aún no se encuentre un sólo atisbo de la idea de precursores de la Reforma, mientras que en la obra de Flacius encontramos el primer desarrollo en esa dirección: es, después de todo, mucho más fácil constatar (para así incluir en un catálogo) que alguien ha criticado al papado que el constatar la rectitud doctrinal del crítico en cuestión.

Considerablemente más influyente que la obra de Flacius, pero similar en espíritu, es el Libro de mártires de Foxe. Es importante notar que estamos ante esfuerzos historiográficos de envergadura, en los que como historiadores modernos Foxe y Flacius se involucraron en la recolección de documentos y en su cuidadoso examen crítico. Pero Foxe y Flacius gozaron de una recepción distinta. Mientras que Flacius se limitó a un público académico, el libro de Foxe gozó de inmediato de una tremenda popularidad, reflejada en sucesivas ediciones no solo en su propia época, sino cada vez que resurgió en los siglos siguientes algún conflicto con el catolicismo. Se trata, en efecto, de un género literario de origen polémico. Flacius está escribiendo como parte de la resistencia “gnesioluterana” tras la derrota militar de la liga de Esmalcalda ante Carlos V, Foxe está escribiendo en medio del sanguinario reinado de María Estuardo. Pero el resultado es que la oposición al catolicismo comienza a volverse un lente predominante para la lectura del pasado. Como señala George Williams, en el caso de Foxe el ánimo respecto del catolicismo es tal, que incluso aquellas persecuciones que de modo manifiesto se dirigen de un protestante a otro son explicadas como muestra de una lógica católica, y esto con particular ceguera respecto de los actos estatales hacia las distintas comunidades religiosas. ¿Dónde estuvo vuestra iglesia antes de Lutero? La creciente tentación a responder “dondequiera que haya habido oposición al papado” muestra al menos un tipo de posible deformación de esta visión protestante de la historia.

Este hecho nos permite comprender las razones por las que el concepto de “precursores de la Reforma” ha sido sometido a análisis crítico desde el momento mismo en que fue acuñada la expresión. La obra más influyente para la difusión de la idea de precursores de la Reforma fue la publicada por Carl Ullmann en 1866, Reformadores antes de la Reforma. El juicio que entonces formulara una señera figura de la teología liberal, Albrecht Ritschl, bien puede aplicarse a una parte sustantiva de esta búsqueda de “protoreformadores”: refiriéndose a Ullmann escribe que “este historiador pone los más heterogéneos fenómenos en relación con la Reforma, interpretando cualquier desviación de los amplios caminos del catolicismo eclesiástico, también el panteísmo místico y la escolástica nominalista, como preparación de lo que realizó Lutero”. Sin embargo, al provenir de la teología liberal, la crítica de Ritschl tenía un sentido muy preciso: que dichos fenómenos “precursores” no pueden ser interpretados como precursores de la Reforma, porque representan únicamente la mejor expresión de reforma dentro del catolicismo, pero sin apuntar más allá de éste hacia un cristianismo moderno: sin apuntar, podríamos decir, al protestantismo liberal del siglo XIX. Sus advertencias, sin embargo, pueden razonablemente ser recibidas también por quien piense sobre estas cosas desde el protestantismo ortodoxo.

4.

Parecería natural ver la Reforma magisterial como una vía media entre radicales y católico-romanos, una vía media que en su visión de la historia comparte con unos el esquema de corrupciones y reformas, con otros la necesidad de continuidad. Al mismo tiempo, tal visión parecería ser un ideal antídoto contra la moderna intoxicación con visiones de progreso ilimitado. Así, pareciera haber buenos motivos para cultivar semejante visión. Vemos, empero, que incluso aunque no se caiga en un simplista esquema de discontinuidades radicales, esta visión protestante de la historia pierde con facilidad el rumbo: el intento de fabricar precedentes mueve con naturalidad a leer a los hombres del pasado a la luz exclusiva de las controversias presentes, con el resultado de que quedamos desconectados de la tradición central del pasado (el “precursor de la Reforma”, como no es de extrañar, siempre acaba siendo una figura algo marginal de su mundo, no un genuino estandarte de la tradición medieval). ¿Es posible, sin embargo, que esto sea solo una deformación o un subproducto de una visión en sí misma intachable? Es posible, pero está claro que cuanto más esquemáticamente se presente la sucesión de caídas y reformas, tanto más fácilmente se prestará para tales deformaciones.

Pero la cura para tal problema no está en una corrección puntual (quitando, por ejemplo, a la oposición al papado el papel cardinal que tempranamente desempeñó para comenzar a identificar precursores), ni tampoco en un simple juzgar de modo matizado sobre los autores del pasado (de un modo que, por ejemplo, no los deje a secas en un bando de caídos o reformados).

Corrupciones y reformas ciertamente hay en la historia humana, pero la historia humana es la historia de variadas dimensiones de la vida. No es que haya una única dimensión de la vida que en ocasiones florezca y en otras se corrompa, ni ocurre tampoco que todas las dimensiones de la vida florecen o se corrompen juntas; el momento de corrupción de una dimensión de nuestras vidas bien puede ser a la vez el momento de reforma de otra dimensión. La historia de la humanidad no es la de una línea ascendente. Pero tampoco es la simple historia de una línea con altos y bajos. Es la historia de numerosas líneas paralelas que a veces suben y bajan juntas, pero que a veces también se cruzan. Si el protestantismo en momentos ha buscado caracterizarse por su vivo reconocimiento de una pluralidad de esferas de existencia, ése es un aspecto que también debe incorporar en su visión de la historia. Resistir así los intentos por caracterizar de modo demasiado sencillo el pasado tal vez sea una indispensable escuela para aprender a mirar también el presente con todos los matices que requiere.

 

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