Estudios Evangélicos

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¿Ut pictura poesis?

Fuimos creados por un Hacedor de belleza, y estaremos inquietos hasta que también nosotros hagamos algo bello, algo con propósito, elegante y duradero.

Hacia el final del periodo del Renacimiento, a menudo se repetía una frase latina de Horacio como una forma de arrancar al artista de su rol de servidor en la sociedad y situarlo entre los nobles: ut pictura poesis (“la poesía es como la pintura”). La consecuencia fue que el arte tuvo más en común con la poesía y la filosofía que con la carpintería. Desde entonces, y especialmente durante los últimos doscientos años, las artes han estado en gran medida en “modalidad experimental”: alejándose del modesto negocio del artificio y el servicio y tendiendo con mucho mayor fuerza hacia las ideas, los cuestionamientos y la teoría.

Desde el Renacimiento, el rol de servidor del artista ―con el artificio como su valor central― ha estado decayendo gradualmente y los aspectos intelectual-poéticos del arte se han elevado en forma sostenida. Los historiadores y críticos de este periodo han elogiado la mentalidad de “innovación”, y algunos incluso han identificado el arte con la novedad y la vanguardia ―como si los enfoques tradicionales a la producción de arte estuviesen simple y completamente descalificados como arte porque apuntan a hacer bien las cosas y no primordialmente a las ideas. Recientemente, incluso hubo un prolongado periodo (desde alrededor de 1960 hasta la década de 1990) en el que las palabras “tradicional” y “artificioso” eran el beso de la muerte para la carrera de un artista. Un efecto de ello es que en las últimas décadas artistas de todas las disciplinas han sido instruidos con la expectativa primordial de que produzcan objetos nuevos y a veces desconcertantes, presenten osados pasos de baile, compongan provocativas piezas musicales o poemas ―y en muchos casos, la habilidad ha sido marginada o completamente sacada de escena.

Si bien a todo el mundo le agrada el efecto reconfortante de las cosas nuevas, el alivio de lo trillado y los clichés o del ostentoso despliegue de habilidad como un fin en sí mismo, bien vale detenerse en esta marginalización de la destreza. Un efecto colateral negativo del vanguardismo normativo es el relativamente escaso énfasis que se le ha dado a la destreza en las disciplinas artísticas. En las artes visuales en particular, el valor de la habilidad se ha ido hundiendo sostenidamente, al tiempo que ha emergido el apremio por la novedad. En algunos círculos el artificio ha recibido el desdén o ha sido descartado por ser irrelevante o parte de un régimen opresor. El objetivo principal es ahora una exploración de las ideas, las posturas políticas, los cuestionamientos teóricos, o los novedosos efectos visuales y la transgresión de los límites sociales tradicionales.

Los artistas más connotados siguen ampliando los límites proverbiales y se exigen a sí mismos objetos artísticos, poemas y música siempre más novedosos, más extraños, e incluso transgresores. Precisamente, la extrañeza o alteridad suele ser un objetivo implícito del arte contemporáneo. Quizá un excelente ejemplo de lo anterior sea el artista y celebridad Matthew Barney. Su Cremaster Cycle(s) es una serie de cinco films acompañados de una gama de dibujos, objetos, fotografías, instalaciones y performances conceptuales que, a través de una imaginería gráficamente inquietante, exploran cuestiones asociadas a la diferenciación de género y la obsesión genital. Los films están elaboradamente coreografiados y poseen valores de producción muy elevados, a menudo tan visualmente impactantes como perversos, incluso terroríficos. El valor aquí en el arte modernista tardío es una especie de honestidad y franqueza brutales, y el cuestionamiento de los límites.

Puede que en este caso el artista valore un alto nivel de destreza en su artificio, pero el énfasis en la verosimilitud o la habilidad para representar el mundo tal como se ve y se siente se minimiza, a veces hasta el punto de la total supresión. La “des-dotación” ―de-skilling, un término real en muchas escuelas artísticas― suele ser la norma. La pérdida o la minimización de las propias habilidades o talentos fue obligatoria durante una o más generaciones, porque lo virtuoso se suele asociar con una ostentosa y vacía exhibición de habilidad por sí misma. No obstante, muchos artistas más jóvenes están considerando que lo contrario (la fascinación por una deliberada torpeza y extravagancia por sí mismas) es hipócrita y francamente aburrido.

En décadas recientes, la centralidad de lo novedoso y la exigencia de un arte centrado primordialmente en ideas y cuestiones han aminorado un poco. Yo creo que es la natural oscilación del péndulo desde el experimentalismo que ha dominado por casi dos siglos.

Por estimulante y renovadora que pueda ser una experimentación, un significado más profundo casi siempre llega a través de una consciente relación con la tradición en la que los “poetas muertos” se invocan o se canalizan o al menos se les incluye. Muchos artistas más jóvenes ansían el cultivo de la destreza con miras a crear cosas que duren; cosas que sean bellas; cosas que sean excelentes y presenten evidencias de una cuidadosa elaboración; cosas que sean significativas, no simplemente extrañas o distintas.

Un artista totalmente moderno cuya destreza es innegable y cuya obra está impregnada de observación y de una lenta y deliberada forma de mirar las cosas es Richard Diebenkorn. Si bien sus cuadros maduros (la serie Ocean Park) son completamente abstractos, la obra de Diebenkorn derivó profundamente del mundo real del espacio, la luz, el color y la forma. Bajo la influencia tanto de la celebrativa decoración de Henri Matisse como de la abstemia geometría de Piet Mondrian, sus obras figurativas y paisajistas poseen la misma intensidad de la exploración formal que sus abstracciones geométricas. Más exactamente, todos sus cuadros presentan evidencia de la mano humana como un indicador del paso del tiempo, las felices imperfecciones del objeto hecho a mano, y la memoria de la belleza de la Creación que es tan llamativa al ojo humano.

Si bien alcanzó a vivir en la década de 1990, se podría alegar que Diebekorn pertenece a una época anterior, que tiene poca relevancia para una generación más joven criada con Internet y gráfica computacional. Pero la categoría artística “nuevos medios” ―arte digital, video, y tecnología visual híbrida― en realidad no es distinta. Aquellos que emplean nuevos medios para el arte siguen necesitando un entrenamiento experto de la mano y el ojo ―y pueden beneficiarse de estudiar el mundo visible y mirar la obra de artistas maduros del siglo XX como Diebenkorn.

¿Cuál es el lugar de la destreza en un mundo artístico “des-dotado”? ¿Cuál es el valor del artificio en una era de computadores y producción robótica? ¿Aún necesita la gente hacer cosas a mano? ¿Necesita una obra de arte estar bellamente manufacturada?

Yo creo que los humanos, fugaces y frágiles, siempre desearán cosas bien hechas, algo que dé evidencias de la mano humana y de estructuras y superficies estupendamente elaboradas. Y así, no importando cuán amplia sea su oscilación, el péndulo debe regresar.

El objeto artificiosamente elaborado es placentero y significativo para que el público lo mire y lo tome ―para el tacto. El artista debe pausarse, ejercitar el cuidado ―incluso la destreza― y observar atentamente, para avanzar más allá de la mera intelección e involucrarse con la Ding an sich: la cosa en sí misma. Tanto el público como el artista se benefician de este cuidado y lentitud.

Poesis no es el resultado automático de un proceso artístico desprovisto de destreza. A veces la calidad poética de una obra de arte está en y a través de su cuidadosamente elaborada superficie y sustancia. El aspecto poético a veces de hecho puede ser la calidad artificiosa del objeto. La poesía, después de todo, es el resultado de la observación y la reflexión atentas, y el amor por el artificio obliga al creador a entrar en un contacto y una conexión más estrechos con los materiales, el tópico, y la forma propiamente tal.

En realidad esto no debería sorprendernos. La creación que nos rodea ―tanto el entorno natural como el paisaje interior de nuestro cuerpo y nuestra mente― es irreductiblemente complejo y elegante en su función y en sus formas. Desde el ciclo de Krebs de la célula humana a nivel molecular hasta la Nebulosa del Águila en un lejano rincón del universo, la belleza y complejidad de las cosas asombra y satisface al observador atento. El artificio ha estado en el corazón de todo lo que el Creador ha hecho, y la imagen de Dios en nosotros solo se satisface verdaderamente cuando asimismo nosotros hacemos algo bello. Sin embargo, en esto sería necesario que “bello” incluyese tanto la categoría de lo sublime como la realidad de la belleza moral e intelectual.

Desde luego, esta última aseveración plantea la pregunta de fondo que suscita la discusión sobre el artificio: ¿qué es la belleza? (La belleza estuvo en gran medida exiliada del arte por alrededor de un siglo, puesta bajo sospecha desde que la filosofía kantiana la equiparó al placer superficial. A fines del siglo XIX, el poeta francés Rimbaud salió una vez con esta famosa ocurrencia: “Una noche senté a la belleza en mis rodillas, y la encontré amarga, así que abusé de ella”). Mucha tinta se ha derramado en los últimos años en el debate y discusión en torno a la belleza, pero rara vez la discusión ha preguntado cómo sabemos que algo es bello.

Ésta es una pregunta compleja, y supera con creces el rango de esta breve meditación, pero un claro aspecto de la belleza es su reflejo de la mente del Creador ―quien “hizo todo hermoso en su momento”. Una cualidad central de la creación que nos rodea es su belleza, su “artificio”, su elegante forma y funcionamiento. Los artistas que se entrenan en una estrecha observación y cuidadosa construcción acomodarán, consciente o inconscientemente, su sensibilidad a los métodos del Creador, los cuales, aunque misteriosos y majestuosos, son también accesibles a nuestros ojos, nuestra mente, y nuestra imaginación.

Si bien valoramos lo novedoso y sorprendente en el arte, nunca podemos liberarnos del artificio por la simple razón de que éste está asentado en el profundo deseo humano de reflejarle gloria a Dios en y a través de las artes de lo bello. Fuimos creados por un Hacedor de belleza, y estaremos inquietos hasta que también nosotros hagamos algo bello, algo con propósito, elegante y duradero. No basta con hacer algo “impresionante” o “interesante” ―ciertamente no algo meramente impactante. El resultado último de poner en el centro cualidades menores como éstas a menudo es un movimiento hacia la extrema novedad de lo perverso, caso en el que lo “interesante” cruza hacia lo peculiar y finalmente hacia lo tabú. Las imágenes no son más neutrales que las palabras, y no obstante hay mucha resistencia a legislar la imaginería o poner prohibiciones al arte tal como lo hacemos con el discurso.

Una de las más tempranas prohibiciones que se da en la Biblia concierne a la creación de “imagen tallada”: imágenes de Dios que pretendan contener a Dios mediante el artificio humano ―literalmente, adorar la obra de nuestras manos. Pero al igual que cualquier otra prohibición, esta regla presupone un uso bueno, saludable, “legal”. El adulterio se prohíbe porque el sexo es bueno (dentro de los márgenes de la fidelidad y confianza de por vida). La codicia se prohíbe porque tener cosas agradables es bueno (pero no el tener o desear las cosas de los demás). Hacer imágenes de Dios está prohibido porque hacer imágenes es bueno, cuando reflejan la imagen de Dios en nuestro interior ―la imagen de un Creador, no la presunción de delimitar y definir o contener a Dios.

Nosotros somos por naturaleza homo faber ―hombre hacedor―, y el artificio es la forma de pensar de la mano, de contemplar lo que es bueno en forma, en materialidad, en el ser cosa. En cierto sentido, hacer bien las cosas es un medio de hacernos a nosotros mismos conforme a la imagen de Dios en nosotros, de modo que la cosa bien hecha constituye una forma de artificiosa creación del alma, de formación del carácter y maduración de la imagen de Dios en nosotros. Hacer cosas chapuceras, inútiles o sin sentido es una disminución de esa Imagen, y así, aprender una destreza puede ser un medio de piedad, de formación espiritual. Los muebles y artesanías estilo Shaker son ampliamente admirados y estimados, y sus mismísimas disciplinas de carpintería, cestería y diseño arquitectónico se entienden como artificio del alma, una especie de espiritualidad material.

La generación más joven de artistas, poetas, compositores, y coreógrafos son atraídos a un sector de las viejas tradiciones por esta misma razón: ellos sienten la gravitas y autenticidad de la espiritualidad material en un objeto bien elaborado. Algunos incluso han comenzado a buscar el artificio como un fin en sí mismo, evidencia de lo cual es la reciente proliferación de las escuelas de arte estilo atelier, que afirman entrenar a jóvenes artistas en el artificio y estilo de una era pasada (ver jacobcollinspaintings.com/teaching.html). Este fenómeno, en efecto, puede señalar una forma de nostalgia ―pero una nostalgia comprensible, dados los aspectos extremos de gran parte del arte contemporáneo y su abandono nihilista del significado compartido a favor de una típica búsqueda de lo extravagante y lo prohibido.

Como artista viejo, esto me da esperanza. Aun si no puedo promover la nostalgia, me siento animado por el regreso a la tradición por parte de un círculo de estudiantes de arte que intentan restaurar parte del sentimiento y la realidad de la auténtica belleza y el significado en el arte. El tradicionalismo de ningún modo tiene más posibilidades que el vanguardismo de lograr el equilibrio necesario, y el retorno a las habilidades tradicionales nunca debería necesitar prescindir de la experimentación o regresar a un estilo anticuado o a una ideología obsoleta del arte. Lo que se necesita no es un “retorno a la tradición”, sino una comprensión que profundice en qué es lo que exige exactamente esa tradición. Hans Georg Gadamer dijo una vez que la tradición no es tanto una cuestión de conservación como lo es de transmisión; y cada acto de transmisión necesariamente es también un acto de traducción.

Quizá si este movimiento de reclamación del artificio continúa y madura, tendremos algo así como otro renacimiento ―una traducción de la tradición que es a la vez tradicional y contemporánea, una que haga honor a la professio (artificio) lo mismo que a la poesis. También podríamos presenciar un retorno del artista-servidor en lugar de la tácita expectativa de que éste se convierta en una celebridad o un agent provocateur transgresivo. Devolver la posición de servidor al arte y al artista sería absolutamente provechoso.

 

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Originalmente publicado en Comment. Traducido con autorización. Traducción de Elvis Castro.

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