Venezuela, compromiso y misión
Resumen del post:
Debemos asumir el compromiso de no disociar la historia de la sociedad de la historia de la iglesia. Los hilos de la Providencia que entretejen y sostienen la historia hasta su consumación escatológica no hacen diferencia entre sagrado y profano.
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Fecha:
01 marzo 2014, 01.39 PM
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Autor:
Luis Pino Moyano
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Publicado en:
Actualidad y Opinión
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Venezuela, compromiso y misión
Debemos asumir el compromiso de no disociar la historia de la sociedad de la historia de la iglesia. Los hilos de la Providencia que entretejen y sostienen la historia hasta su consumación escatológica no hacen diferencia entre sagrado y profano.
Hablar del momento histórico que vive Venezuela implica una serie de problemáticas, entre las cuales, sin lugar a dudas, está quitar todo tinte de moda y simplificación, que lleva a lugares comunes, discursos ahistóricos e, inclusive, a banalidades. Debemos entonces, como primera cuestión, asumir el compromiso de estudiar a fondo la situación, incorporando a la lectura de los acontecimientos coyunturales y al lugar de producción político, un análisis histórico que nos permita vislumbrar el proceso venezolano en la larga duración. Por lo mismo, no pretendo con mi escritura, que tiene como mandato la brevedad, señalar respuestas definitivas, sino más bien establecer referencias, interrogantes y proposiciones, que posibiliten nuevas lecturas, fundamentalmente a quienes seguimos las pisadas del Maestro de Galilea.
Lo primero que debemos señalar es que Venezuela no debe ser pensada como una isla, un lugar en sí mismo, sino como parte de una región más extensa, en este caso América Latina, y cómo, desde allí, se posiciona en el sistema mundo[1]. Vale decir, más allá del escenario de protestas y manifestaciones reivindicativas al gobierno de Nicolás Maduro, comprender cómo los pueblos al sur del Río Bravo han sabido de clases dominantes que se apertrechan en el bloque en el poder, impidiendo toda posibilidad de cambio social, naturalizando su condición y proyecto en pos de conservar el orden establecido. Ante esa circunstancia, como diría una proclama insurreccional boliviana en el contexto del proceso emancipatorio del siglo XIX, muchos han guardado un silencio bastante parecido a la estupidez. Mientras otros han pujado por construir otra historia, a contrapelo de los constructos elitarios, con aciertos y desaciertos.
Lo señalado anteriormente, tiene relación con la experiencia y conocimiento regional de procesos revolucionarios y dictaduras militares. Procesos como el venezolano, encabezado, en primera instancia, por Hugo Chávez, y que algunos definen como “dictadura de hecho”, porque vulneraría derechos como el de la libre expresión y mantendría al país en un estado beligerante. Frente a esto, sería bueno citar un dato de la causa: Leopoldo López, el gran líder de la oposición venezolana, fue detenido en el mes de febrero en tanto instigador de la violencia. Muchos analistas se han preguntado el porqué de dicha suspensión de la libertad, cuando la pregunta debiera ser a la inversa, es decir, ¿por qué un sujeto que tiene a su haber acciones fraudulentas relacionadas con acciones de PDVSA, además de su participación en el golpe de Estado que intentó derrocar a Chávez el 2002, estaba en la calle, haciendo uso de las libertades públicas? La respuesta es contundente: Chávez lo amnistió el 2007. El “dictador” dejando libre al opositor. Algo no calza. No hay prisión permanente ni exilio o extrañamiento. Inmediatamente surge la pregunta: ¿qué tan democrático ha sido el proceso venezolano? En la respuesta entran en juego elementos sumatorios: a) los constantes triunfos electorales de los partidarios del gobierno, ya sea en elecciones como en los referendos revocatorios; b) la condición de garante del Estado en los derechos a la educación y a la salud; la redistribución de la propiedad, que incluye, el manejo del Estado de las riquezas fundamentales, teniendo énfasis en la producción petrolífera; c) el fortalecimiento de las relaciones con los otros países de la región, propiciando alternativas como el ALBA (que sepultó el intento “panamericano” estadounidense del ALCA) y coadyuvando a la instalación de organizaciones como Unasur; d) el rescate del ideal bolivariano de la configuración de la Patria Grande, que es posible constatar no sólo en discursos y proyectos, sino en prácticas de solidaridad, como la Operación Milagro, bajo la cual personas afectadas por problemas oculares, previo análisis socioeconómico, eran intervenidas quirúrgicamente en Venezuela de manera gratuita; y, e) el factor subjetivo de configuración identitaria de una base social que se lee a sí misma con tantas o más capacidades que aquellos que viven en países desarrollados o en vías al desarrollo, inclusive, de aquellos que tienen pretensiones imperiales. Estos y otros factores debiesen ser tenidos en cuenta a la hora de analizar la situación venezolana[2].
La disparidad de informaciones entre lo que vemos y leemos en los medios de comunicación de masas, en la producción histórica y científica social y en los discursos políticos, debiese conducirnos a los cristianos de todas las latitudes a asumir una serie de compromisos:
a. Debemos comprometernos, sin dejar de ser “artesanos de la paz”, a leer de manera histórica la violencia, teniendo en cuenta, los factores históricos, políticos y sociales de la misma. Desde el estudio de la violentología no es analogable la agresividad con la violencia, en tanto la primera es una respuesta instintiva y la segunda la ejecución de un ejercicio racional. Por otro lado, no es lo mismo la violencia estructural que la de corte reactivo, lo que nos lleva a interrogarnos sobre qué se han fundamentado nuestras democracias y estados de derecho. En este punto, Michel Foucault tuvo el mérito de girar la clásica definición sobre la guerra de Carl von Clausewitz, diciendo que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Nuestras repúblicas tienen como hitos fundantes o refundacionales acontecimientos violentos, sean estos, independencias, guerras civiles, golpes de Estado o procesos revolucionarios. Nuestras democracias, por ende, han emergido de la supresión de derechos de los derrotados. En definitiva, podemos no justificar el ejercicio de la violencia, pero eso no obsta a que desarrollemos un ejercicio comprensivo, que saque el tema del tabú que permite de manera artificial y ahistórica mantener la convivencia[3].
b. Debemos comprometernos a hacer una lectura seria del marxismo, no sólo de su expresión “clásica”, sino también de su expresión en América Latina, con la polifonía de voces que han emergido de su discurso y acción. En otras palabras, debemos asumir la lectura directa de las fuentes (en detrimento de los manuales y panfletos), preocupándose en la correlación entre campo de experiencia y horizonte de expectativas[4]. Desde luego, es de suma importancia tener en cuenta la relación y participación de los cristianos en contextos de construcción socialista, relevando no sólo los casos en los que se ha hecho uso de la represión, sino también aquellos casos en los que ha habido coexistencia e, inclusive, alianzas estratégicas[5]. Esto nos debe llevar a una preocupación mayor, que tiene que ver con el ejercicio de la honestidad, clave para el diálogo: dejemos de hacer pasar nuestros discursos ideológicos como principios cristianos. Esa crítica, hecha fundamentalmente al liberalismo teológico que ha conciliado con alternativas autodenominadas como progresistas, o lisa y llanamente, de izquierda, debe ser realizada también al conservadurismo teológico, que ha conciliado con posiciones de derecha, llegando al paroxismo de legitimar dictaduras cívico-militares. No puedo abstenerme de señalar que, si se gastara la mitad de la tinta que se ha ocupado desde posiciones cristianas para criticar al marxismo, ahora para criticar al capitalismo y su expresión neoliberal, nuestras sociedades, sin duda serían diferentes. Por lo menos, escucharíamos un mensaje que con mayor fidelidad se levante como estandarte y baluarte de la verdad.
c. Debemos asumir el compromiso de no disociar la historia de la sociedad de la historia de la iglesia. Los hilos de la Providencia que entretejen y sostienen la historia hasta su consumación escatológica no hacen diferencia entre sagrado y profano. Dios, rey y soberano sobre lo creado, no manifiesta su sabia presencia sólo en los contextos democráticos, Él está presente en toda la historia. Y aquí, teniendo presente mi adscripción confesional como presbiteriano, bien vale citar a Sergio Arce, quien señaló: “El presbiteriano cree con Calvino en el destino divino de la historia y en carácter histórico del hombre. Esta actitud positiva ante los acontecimientos históricos hace del presbiteriano genuino un ser humano que posee una vitalidad extraordinaria, una fortaleza única, y un interés grande en los asuntos y problemas sociales. El presbiteriano genuino posee una mentalidad abierta, siempre a la expectativa de lo que nos ofrezca la historia. […] Dios es su Soberano. Él es sobre todo y en todos. Nada ni nadie, ningún país o sector del mundo está fuera de su dominio, control y compasión. Ningún hombre, raza o nación se escapa a su interés redentor y a su propósito libertador. “La tierra es del Señor, el mundo y los que en él habitan”[6]. Esto nos lleva a tener un concepto teontológico equilibrado (trascendencia-inmanencia), y, además, a recordar un principio bíblico, tan manoseado a lo largo de la historia: “toda autoridad ha sido puesta por Dios”. Me llama profundamente la atención, que quienes citan ese texto de la Escritura en otros contextos de protesta social, y nos recuerden que la exhortación paulina emergió en el contexto imperial bajo el liderazgo neroniano, hoy guarden silencio. Evidentemente, dicho principio no es el único que debe ser tenido en cuenta desde una cosmovisión cristiana a la hora de hablar de política, toda vez que la soberanía de Dios, en tanto decreto y ejercicio providente, jamás ha excluido el ejercicio de la responsabilidad social, de lo cual tenemos una serie de mandatos y exhortaciones, pero es interesante que quienes lo enuncien como principio rector, hoy no lo enuncien, y lo guarden para declamar su protesta, bajo un silente manto. Grito que silencia. ¿Acaso el “toda autoridad” sólo dice relación cuando dicha autoridad tiene relación con mis principios e intereses? ¿Sólo declararemos “autoridad puesta por Dios” aquella que reemplaza, ya sea por las urnas democráticas o las bayonetas golpistas, a la autoridad que no me representa? ¡Basta de inconsistencia teológica! Nadie nos debiera quitar el derecho de protestar y denunciar los ídolos y atrocidades de una época, pero dicho acto político debe ser ejercido con responsabilidad, recordando el mandato de amar a nuestro prójimo, inclusive a nuestros enemigos. Nuestra protesta debe buscar como fin la sanidad de los pueblos, la restauración de los heridos y perniquebrados, la construcción de un proyecto que coadyuve a la expansión y consumación del Reino de Dios, que en la definición paulina es justicia, paz y gozo en el Espíritu. La tarea de vivir el Shalom de Dios no es la de crear algo inédito, sino una tarea redentiva y reconstructiva. Cristo tiene ese poder para transformar y restaurar aquello que nos parece injusto e inequitativo. Pero como muy bien nos recordaría Ernst Bloch, en la esperanza escatológica no sólo se espera, también se tiene que “cocinar”.
Estos compromisos nos deben llevar a recordar nuestra tarea misional. Dios está en misión, lo que nos brinda la seguridad de que ella será consumada más allá de nuestra acción. Pero insistamos, eso no deja de lado nuestra responsabilidad. Dios está en misión, nosotros estamos en dicha misión[7]. La tarea misional consiste en proclamar y vivir el evangelio. Desde hace muchos años, el análisis de la misión transcultural nos ha recordado que es la buena nueva lo que debe ser anunciado y no nuestros presupuestos culturales. ¿A qué voy con esto? Lo que pretendo recordar es el principio de la contextualización. En este punto se hace necesario referir a Rafael Cepeda, quien planteó que: “El cambio, por conmocional que nos parezca y por mucho tiempo que dure, no es más que un pequeño movimiento de las agujas en la esfera de los siglos, donde Dios puntea la eternidad. Pero si estas consideraciones no son operantes, por sutiles e inasibles, debe sí la iglesia recordar que todo cambio en el mundo donde ella está inmersa lleva imbíbito el juicio de Dios sobre el régimen desaparecido y sobre la conducta de la iglesia para la sociedad bajo ese régimen; y por derivación, que todo nuevo régimen es una nueva oportunidad, bajo el signo de la paciencia de Dios, para el ejercicio de la libertad y la justicia de las relaciones humanas, para que la iglesia ame y sirva en el nombre de Jesucristo”[8]. A quienes están en el campo misionero o desarrollando tareas eclesiales en Venezuela, como en otros contextos de construcción socialista, deben recordar aquello. No es lo mismo misionar en contextos sociales donde el neoliberalismo permea todas las esferas de la vida, que en uno en el cual el socialismo es la égida. Por ende, desde el cristianismo, debemos tener la sensibilidad para distinguir aquellos principios y experiencias con los que debemos ser contraculturales, como con aquellos que manifiestan la gracia común. Dios actúa misionalmente no sólo con aquello que huele a templo, sino también en cada ser humano, aunque éste no le adore como Dios. Vale decir, si en algún lugar del mundo, se están llevando a cabo tareas que vindiquen la dignidad de los seres humanos, redistribuyan la riqueza y la propiedad, restauren a quienes han sido los desharrapados del mundo, lo que se está relevando es el proyecto de Dios en la historia, más allá de si ese país se llame Venezuela o no. La colaboración particular con dichas tareas jamás deberá implicar un compromiso ciego, fideísta y acrítico, toda vez, que para un creyente la verdad sin amor deja de serlo. Nuestro compromiso y misión es con Cristo, quien nos comisionó la proclamación de la buena noticia del Reino de Dios, para lo cual, resulta relevante tener presentes las palabras de René Padilla, cuando señaló que: “no basta la evangelización concebida como la mera repetición de fórmulas de salvación, no basta la evangelización como el mensaje del perdón de nuestros pecados y nada más […] no basta la evangelización cuando estamos rodeados de tanta necesidad, de tanta pobreza, de tanto abuso de poder, de tanta corrupción moral”[9].
[1] Véase, desde un perfil divulgativo (lo que no implica falta de rigor, sino la ampliación del público lector), el ya clásico libro de Eduardo Galeano. Las venas abiertas de América Latina. Santiago, Pehuén Editores, 1999. Desde un perfil académico: Leslie Bethell (editor). Historia de América Latina. (16 tomos) Barcelona, Editorial Crítica, 1990-2002; Edgardo Lander (coordinador). La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires, CLACSO, 1993; e, Immanuel Wallerstein. Geopolítica y geocultura: ensayos sobre el moderno sistema mundial. Madrid, Editorial Kairós, 2007.
[2] Véase: Aránzazu Tirado. La utopía nuestramericana y bolivariana: una aproximación a las proyecciones externas de la Revolución cubana y de la Revolución bolivariana de Venezuela. Buenos Aires, CLACSO, 2011; y, Frank Gaudichaud (director). El volcán latino-americano. Izquierdas, movimientos sociales y neoliberalismo al sur del Río Bravo. Balance de una década de luchas: 1999-2009. Libro colectivo digital. En: http://www.rebelion.org/docs/115701.pdf (Revisada en febrero de 2014). Especial énfasis en el capítulo “Venezuela y el proceso bolivariano” escrito por Pablo Navarrete y Edgardo Lander.
[3] Véase: Eduardo Grünner. Las formas de la espada. Miserias de la teoría política de la violencia. Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1997; Jorge Corsi y Graciela Peyrú. Violencias sociales. Buenos Aires, Editorial Planeta/Ariel, 2003; y, Hugo Vezzetti. Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos. Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2009.
[4] Véase: Michael Löwy. El marxismo en América Latina. Santiago, LOM Ediciones, 2007; Tomás Moulian. Socialismo del siglo XXI. La quinta vía. Santiago, LOM Ediciones, 2000; y, Ruy Mauro Marini y Márgara Millán (Coordinadores). La teoría social latinoamericana. Tomo III: La centralidad del marxismo. México D.F., Ediciones El Caballito, 1995.
[5] Véase: Jesús Aguirre et al. Cristianos y marxistas: los problemas de un diálogo. Madrid, Alianza Editorial, 1969. El libro compila textos, entre otros, de Karl Rahner, Johann Baptist Metz, Louis Althusser y Manuel Sacristán. He trabajado esta temática en: Luis Pino. La religión que busca no ser opio. La relación cristianismo-marxismo en Chile, 1968-1975. Tesis para optar al grado de Licenciado en Historia con mención en Estudios Culturales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, 2011.
[6]Sergio Arce. “La mentalidad teológica del ser presbiteriano”. En: Francisco Marrero (Editor). El pensamiento reformado cubano. La Habana, Ediciones Su Voz y Departamento de Publicaciones Iglesia Presbiteriana-Reformada en Cuba, 1988, pp. 18, 19. Corresponde a la Conferencia presentada en la Convención Nacional de Hombres Presbiterianos, 1962.
[7] Véase: Timothy Keller. Iglesia Centrada. Miami, Editorial Vida, 2012. En el capítulo 19 de dicho libro, titulado “La búsqueda de la iglesia misional”, su autor presenta el estado del arte respecto a la discusión reformada en torno a la Missio Dei. Para profundizar en el estudio de la Missio Dei desde una perspectiva reformada, véase: David J. Bosch. Misión en transformación. Cambios de paradigma en la teología de la misión. Grand Rapids, Libros Desafío, 2005.
[8]Rafael Cepeda. “La conducta cristiana en una situación revolucionaria”. En: Marrero (editor). Op. Cit., pp. 174, 175. Corresponde a un tema de estudio presentado al MEC. La Habana, 10 de abril de 1965.
[9] René Padilla. La opción galilea. Documento de Trabajo. Lima, AGEUP. El documento se origina en una disertación en el I Encuentro de Estudiantes y Profesionales del Ecuador, en Octubre de 1988. Se dispuso para esta ocasión de una versión digitalizada.
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