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Vida pública y tradición política cristiana. Entrevista con Jean Bethke Elshtain

El peligro de que triunfe una cultura terapéutica es el hecho de que privatiza todo. Empezamos a medir todos los sucesos según los cambios de nuestro barómetro interior.

Jean Bethke Elshtain es profesora de ética social y política en la Universidad de Chicago. El foco principal de su trabajo académico ha sido la relación entre ética y política, tópico que ha explorado tanto en la historia del pensamiento político como en temas políticos contingentes como la guerra. A través de centenares de artículos se ha posicionado como una de las principales figuras intelectuales públicas del momento. Entre sus libros se encuentran La Soberanía: Dios, el Estado y el Yo (Sovereignty: God, State, Self Basic Books, 2008), Agustín y los Límites de la Política (Augustine and the Limits of Politics University of Notre Dame Press, 1998) y La Democracia puesta a prueba (Democracy on Trial Basic Books, 1995). Con ella hemos conversado sobre el estado actual de la ciencia política, los hábitos políticos y la orientación que la tradición intelectual cristiana puede dar en la actual situación.

 

– Usted ha estado trabajando en el campo de la ciencia política desde los años sesenta. ¿Cuáles han sido, a su parecer, los principales cambios en esta disciplina desde entonces?

 

Quisiera poder decir que el cambio más importante ha sido la apertura a una mayor variedad de epistemologías o, por decirlo de otro modo, que hubiera habido un mayor reconocimiento de que hay modos muy distintos de aproximarse a la ciencia política. Pero desgraciadamente, el triunfo del pensamiento econométrico –“teorías de la elección racional, etc.- ha tenido la tendencia a expulsar otras aproximaciones a la disciplina, del mismo modo en que el conductismo fue predominante en los tiempos en que yo era estudiante. Esto vuelve difícil la vida para muchos de los que se dedican a la teoría y a la filosofía política, pues muchas veces se les considera como si no fuesen “verdaderos” cientistas políticos. Por otra parte, ha habido un cambio que es más político que académico, a saber, la aparición de los estudios de género, de raza, etc. Esto puede ser malo o bueno: es bueno si abre a áreas de investigación que previamente hayan sido ignoradas, pero es malo en la medida en que estas áreas se transforman en enclaves fuertemente politizados, a través de definiciones exclusivistas de raza y género.

 

– Como cientista política usted no sólo ha publicado respecto de cuestiones particulares como la democracia o la guerra, sino también síntesis más generales sobre la historia del pensamiento, como en el caso de su obra sobre la soberanía. ¿Qué hilos conductores siente que han dado unidad a toda su obra académica?

 

Freud dijo alguna vez que, si uno tiene suerte, no tendrá más que dos o tres grandes ideas a lo largo de la vida. Se refería a grandes ideas que capten nuestra atención sin importar a qué problema particular estemos dedicados. Para mí esto ciertamente ha sido verdad: temas como lo público y lo privado, los límites y las posibilidades humanas, el mal y la violencia, la preocupación por los niños y las familias. Hay un hilo conductor de todo eso, que es que no se puede separar la política ni el pensamiento político de la moralidad.

 

– Usted ha escrito sobre autores tan distintos como san Agustín y Bonhoeffer. ¿Qué autores de la tradición intelectual cristiana han tenido el mayor impacto sobre su propio pensamiento?

 

Eso es muy fácil: ¡Agustín, Agustín y Agustín! La verdad es que esto puede ser una exageración, pero Agustín es la gran figura. A Agustín añadiría Martín Lutero y el teólogo anti-nazi de Alemania, Dietrich Bonhoeffer. Por supuesto también hay escritores “populares” de la tradición cristiana que han sido importantes para mí, como C. S. Lewis. He leído mucho menos a Tomás de Aquino que a Agustín; pero en la medida en que empezado a leerlo más, veo que es potente.

 

– Ya que Agustín es la gran figura quisiera preguntarle por lo que usted escribe en un libro dedicado a él. En Agustín y los límites de la política usted describe cómo sería una parada ideal a lo largo de su propio peregrinaje. Quisiera citarle el pasaje que tengo en mente: “una aldea en la que hay buena conversación, los vecinos son amigables, hay una gran biblioteca, de la pequeña iglesia luterana se oyen las conmovedoras palabras de “Castillo Fuerte es Nuestro Dios”, el curso del día se ve marcado por las campanas de la Iglesia Católica, flotan en el aire las palabras de la Torá leídas en la sinagoga local, y de la iglesia bautista de negros emana un gospel que nos levanta”. En esta “aldea imaginaria” que usted nos ha retratado, la religión ocupa un lugar bastante grande. En respuesta algunas personas responderían tal vez que necesitamos libros sobre “los límites de la religión” y no sobre “los límites de la política”. ¿Qué respondería usted, habiendo trabajado tanto en torno a la distinción entre lo público y lo privado?

 

Bueno, la religión ocupa harto lugar en mi aldea, porque ocupa harto lugar en mi vida. La religión implica comunidad de creencias, compañerismo entre los hombres y sociabilidad. La religión ha sido especialmente importante para la democracia en Estados Unidos, como lo ha indicado Tocqueville –y todo el mundo después de él (me refiero a La Democracia en América, donde Tocqueville vincula la religiosidad norteamericana con el entusiasmo por las asociaciones y la dedicación a la sociedad civil, tanto por parte de hombres como por parte de mujeres). Por cierto, como mi “aldea imaginaria” no es una prisión, al que no le guste el gospel que se oye desde la iglesia bautista, ni el resto de lo que menciono, bien puede irse a otra parte. ¿Se entiende? De modo que esto no tiene nada de opresor. En efecto, hoy en día es mucho más probable que la opresión venga de otro lado: en los intentos por suprimir la libre expresión de la religión como si fuese una amenaza para la democracia. Por lo demás, resulta que no hay una línea muy clara de separación entre lo público y lo privado –se trata de una línea muy porosa. Y la religión es una actividad comunal, pública, no una búsqueda individualista.

 

– A los cristianos se les ordena dar al César lo que es del César. ¿Cuánto está implicado en esa moneda? ¿Ha ido cambiando la definición de lo que es del César?

 

Esa es una cuestión muy, muy difícil. Como sugieres, la definición de lo que debemos al César ha cambiado con el tiempo. Partiría por decir que no debemos al César –al Estado- nuestras almas. El Estado no debe ser sacralizado. No se asemeja a Dios. No es nuestra familia. No es un amigo. Ciertamente se juega algo importante para todos en el hecho de que haya un orden público decente. Necesitamos cumplir con nuestros deberes civiles. Pero cuando el Estado excede su mandato, sus límites legítimos, también tenemos un deber de empujarlo devuelta a su lugar. La tendencia de hoy es que en la medida en que tantas otras instituciones de la vida civil se desarman o debilitan, carguemos demasiado sobre las espaldas del Estado. Éste es un peligro real en el tiempo presente. Pues una vez que el Estado gana el control sobre algo rara vez lo deja.

 

– Junto con su trabajo en el campo de la política y la religión, en lo público y lo privado, usted ha realizado trabajo paralelo sobre hombres y mujeres. ¿Nos podría explicar cómo se relacionan entre sí estos distintos campos de investigación?

 

Desde luego están muy relacionados. Los hombres suelen ser vistos como  figuras esencialmente públicas, las mujeres en cambio como privadas –al menos desde el fin de la Edad Media y el nacimiento de la “sociedad burguesa”. Pero en ese momento tal separación se volvió más marcada de lo que había sido antes. La consecuencia es que tanto en la investigación política como en la religiosa los analistas –con razón o no- han vinculado a las mujeres más bien con la “piedad” y con la fe. A mi me parece que al tratar sobre política y religión no podemos ignorar la cuestión de los hombres y las mujeres y el modo en que su vida es una vida compartida, como miembros de un mundo social compartido.

 

– En nuestra cultura terapéutica, el lenguaje político constantemente es reducido a un lenguaje de valores y derechos. ¿Qué nos dice esto sobre nosotros mismos? ¿En qué medida sería valioso desarrollar un lenguaje público alternativo?

 

El peligro de que triunfe una cultura terapéutica es el hecho de que privatiza todo. Empezamos a medir todos los sucesos según los cambios de nuestro barómetro interior. ¡Como decía mi madre, terminamos sólo diciendo las palabras “yo”, “mío” y “para mí”! El resultado es que todos los acontecimientos –incluyendo los acontecimientos públicos- empiezan a ser medidos según nos hacen sentir bien o a gusto, etc. Se pierde así el sentido de un lenguaje robusto de compromiso político. Discuto este problema en mi libro sobre La Democracia puesta a Prueba, en una sección sobre el desplazamiento de la política.

 

– En ese mismo libro usted escribe también que no sólo necesitamos leyes, constituciones e instituciones con autoridad, sino también disposiciones democráticas. ¿Cuáles de esas disposiciones considera que corren mayor riesgo?

 

Sí, disposiciones democráticas. Con eso me refiero a que necesitamos ser capaces de llegar a acuerdos sin que, en el proceso, se vean comprometidas (en el sentido negativo) nuestras convicciones. Necesitamos un núcleo de creencias. Una disposición democrática clave es tener una creencia fuerte en la dignidad humana. Si esa convicción respecto de una dignidad intrínseca de los seres humanos está ausente, la política se vuelve con facilidad algo puramente instrumental, y nos acercamos a ella de un modo puramente estratégico. Empezamos a pensar más en tácticas y menos en el bien común. Es pues importante que, junto a afirmar la dignidad humana, pensemos respecto de un tipo de bien que podemos conocer en común y que no podríamos conocer de modo puramente individual. Creo que este tipo de disposiciones y convicciones se encuentran actualmente bajo gran presión, dada la tendencia “privatizante” sobre la que ya hemos hablado.

 

– Naturalmente pensamos en la familia como el lugar en el que se aprende ese tipo de disposiciones, pero hoy en día la familia parece sufrir una crisis similar a la crisis de la vida política. ¿Hay signos alentadores en alguna parte?

 

Me temo que la mayoría de los signos, si bien no todos, son desalentadores. Los signos desalentadores son los de la desintegración y disolución de la familia. Quiero ser clara: la información que tenemos respecto de lo que pasa cuando colapsan las familias es muy, muy clara: a los niños no les va bien. En cualquier índice sobre bienestar humano se puede ver cómo los niños sufren por abandono de los padres y por la desintegración de la familia. Es más probable que caigan en las drogas, en el alcohol, en la violencia, en el embarazo adolescente y en el resto de las patologías de sobra conocidas. Una familia fuerte es capaz de ayudar a los niños a resistir ante las peores tendencias de la cultura contemporánea. Es simplemente falso que los niños vayan a estar igual de bien en cualquier tipo de unión. Es simplemente falso, y tenemos cantidades sobreabundantes de estudios para demostrarlo.

 

Los niños necesitan atención cercana de parte de personas robustas y confiables que los cuiden a lo largo de los años. Necesitan amor y disciplina. O, por decirlo de otro modo, disciplina en un ambiente de amor. El mejor punto de partida para un niño es una familia intacta que lo ama. No hay ningún “programa social” que puede suplir la carencia de eso. Hay mucha gente que no quiere escuchar esto y que retóricamente lo niega. Pero como he dicho, la evidencia es clara. Hay, con todo, signos alentadores, entre los que se encuentran ciertos focos de reintegración de la familia, al menos en Estados Unidos: hay más familias que están permaneciendo unidas, bajando las cifras de divorcio. Eso ayuda.

 

– En los últimos años usted ha estado trabajando sobre Jane Addams, apenas conocida en el mundo hispanoparlantes. ¿En qué sentido el rescate de este tipo de figura olvidada es importante en su trabajo académico? ¿Hay sentidos en que la podamos ver como un modelo de mujer pública, filósofa y activista?

 

Jane Addams es una gran figura norteamericana, desconocida fuera de Estados Unidos –aunque no siempre fue así. En su tiempo era elogiada a nivel mundial. He trabajado e torno a Jane Addams porque me llamó la atención como “ciudadana pública” de tipo ejemplar. Creía apasionadamente en la democracia, en la posibilidad de unir a gente de distintos trasfondos para crear juntos una vida pública. Sabía sobre la importancia del gobierno, pero que el gobierno no debe abrumar a los ciudadanos sino servirlos. Sabía sobre las dificultades de tener que cuidar niños y al mismo tiempo tener que trabajar todo el tiempo – tantas de las cosas que nos preocupan hoy eran ya preocupación para ella a fines del siglo XIX y comienzos del XX. También era pacifista –lo cual yo no soy- pero lo de ella era un intento noble por encontrar alguna alternativa al uso de la fuerza. No muy convincente, pero noble. Donde sí fue exitosa es en ser un modelo de lo que puede ser un ciudadano público. También entendió que no se puede construir un mundo mejor si uno sólo se concentra en sí mismo y en su propio grupo. Se requiere un sentido real de lo que es lo público. Creo que en el mundo hispanoparlante habría harto gusto por ella si la llegaran a conocer.

 

– Finalmente, ¿tres libros que recomendaría a cristianos preocupados por la vida pública?

 

Tres libros… ¡eso sí que es un desafío! Desde luego hay que incluir La Ciudad de Dios, de san Agustín. También incluiría un viejo clásico como Cristo y la Cultura, de Richard Niebuhr, que sigue siendo un libro extraordinariamente útil para pensar de modo histórico sobre cómo cristianos de distinto tipo se han relacionado con las culturas en las que se encuentran. En tercer lugar añadiría Resistencia y Sumisión, las cartas y papeles escritos por Dietrich Bonhoeffer desde la prisión de Tegel, mientras que era prisionero de la Gestapo en Berlín. ¡Hay tantas posibilidades! Realmente quisiera que la gente sepa sobre las enormes riquezas que les esperan si exploran lo que la filosofía y la literatura cristiana tienen para ofrecer.

 

Entrevistó Manfred Svensson

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