Estudios Evangélicos

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Consejo a los filósofos cristianos

Quienes somos cristianos y nos proponemos ser filósofos no debemos contentarnos con ser filósofos que, accidentalmente, somos también cristianos. Debemos perseguir nuestros proyectos con integridad, independencia y audacia cristiana.

Introducción de los traductores[1]

El texto que presentamos en traducción a continuación es la lección inaugural de Alvin Plantinga como profesor de filosofía en la Universidad de Notre Dame, pronunciada en noviembre de 1983. Para entonces el profesor Plantinga no solo había publicado algunas obras importantes en filosofía de la religión (God, Freedom, and Evil, 1974), sino que había además sido parte del establecimiento en 1978 de la Sociedad de Filósofos Cristianos. La importancia conjunta de esos dos hechos no puede ser subestimada: la conjunción de la obra filosófica y su expresión institucional son fuerzas importantes tras la verdadera revolución de la filosofía cristiana que ha habido durante las últimas décadas. Como testimonio elocuente de tal revolución puede citarse un filósofo naturalista como Quentin Smith lamentando el proceso de “desecularización” que habría sufrido la filosofía.

La situación actual es en esto paradójica. Al mismo tiempo que vivimos en una época de graves problemas para el cristianismo, vivimos en una época de vigorosa reflexión cristiana. Eso nos recuerda un hecho que debiera ser obvio: que la vigorosa reflexión, si no va acompañada de otros factores, no basta para “transformar el mundo”. Pero nos recuerda también algo más: la importancia de que estén familiarizados con esta filosofía cristiana contemporánea tanto quienes inician su estudio de disciplinas como la filosofía, como también el público cristiano más amplio. El ignorar el vuelco que ha habido puede, en efecto, llevarnos a imaginar el tiempo presente como más oscuro de lo que es.

Desde luego la filosofía cristiana de las últimas décadas posee variados rostros, que ni en sus tendencias ni métodos se pueden reducir a un proyecto intelectual como el de Plantinga. Pero el tipo de “audacia cristiana” a la que invita el presente “Consejo a los filósofos cristianos” ciertamente ha sido uno de los motores tras muchos proyectos distintos. Dicha audacia, como podrá ver el lector de este texto, consiste simplemente en un llamado a mayor autonomía e integridad por parte de los filósofos cristianos. Es decir, mayor autonomía respecto de la agenda de sus restantes contemporáneos, y mayor disposición a pensar teniendo lo que creemos como punto de partida legítimo para la reflexión. En esto hay por supuesto un riesgo, el de creer que esto es un llamado a huir del pensamiento riguroso, un llamado a quedarse tranquilo con la idea de que tenemos derecho a creer lo que creemos. Pero Plantinga, que también ha escrito textos como “dos docenas de argumentos teístas”, desde luego no está defendiendo esa clase de fideísmo.

Plantinga procede en su obra como un filósofo analítico contemporáneo, pero como uno deudor de la tradición intelectual cristiana. Así, en el presente ensayo lo veremos apelando al sensus divinitatis de Calvino. En otros textos, como el influyente capítulo X del The Nature of Necessity, retoma el argumento ontológico anselmiano para no sólo examinarlo, sino que esta vez actualizarlo desde la lógica modal. El profesor Plantinga es ampliamente conocido en el ámbito de la metafísica analítica, donde ha elaborado diversos trabajos que reflejan esta meta de trabajar en la filosofía desde su fe cristiana, tal cual invita a hacerlo el texto a continuación presentado. Dentro de esas obras que ha escrito tanto desde la analítica como del cristianismo nos encontramos por ejemplo con algunas muy reconocidas como God and Other Minds (1967), The Nature of Necessity (1974), Does God Have a Nature? (1980) y la trilogía de epistemología que culminó con Warranted Christian Belief (2000). Sus obras más recientes se han ocupado sobre todo de la ciencia, siendo la principal expresión de este foco de reflexión el libro Where the Conflict Really Lies: Science, Religion, and Naturalism (2011). Esperamos que el presente texto invite a mayor familiaridad del mundo hispanoparlante no solo con la obra del profesor Plantinga, sino que pueda servir de impulso para crear interés por el conjunto de la filosofía cristiana contemporánea.

 

Consejo a los filósofos cristianos (con un prefacio para pensadores cristianos de diferentes disciplinas)

 

Prefacio

En el trabajo que sigue escribo desde la perspectiva de un filósofo, y por supuesto que revelará un conocimiento detallado (a lo más) sólo de mi propio campo. Estoy convencido, sin embargo, de que muchas otras disciplinas se parecen a la filosofía respecto a las cosas que digo a continuación (corresponderá a los practicantes de esas otras disciplinas ver si estoy en lo cierto o no).

En primer lugar, no es sólo en la filosofía que los cristianos son fuertemente influenciados por las prácticas y procedimientos de nuestros compañeros no cristianos (de hecho, dado el malhumor de los filósofos y el descomedido desacuerdo en la filosofía, es probablemente más fácil ser un disidente aquí que en otras disciplinas). Lo mismo se puede decir para casi cualquier importante disciplina intelectual contemporánea: la historia, la crítica literaria y artística, la musicología y las ciencias, tanto sociales como naturales. En todas estas áreas hay formas de proceder, supuestos dominantes acerca de la naturaleza de la disciplina (por ejemplo, supuestos sobre la naturaleza de la ciencia y su lugar en nuestra economía intelectual), supuestos acerca de cómo la disciplina debiera realizarse y qué es una contribución valiosa, o qué vale la pena y así sucesivamente; adquirimos estos supuestos, si no con nuestra leche materna, en cualquier caso al aprender y practicar nuestras disciplinas. En todas estas áreas aprendemos cómo desarrollar nuestras disciplinas bajo la dirección e influencia de nuestros compañeros.

Pero en muchos casos estos supuestos y presunciones no encajan fácilmente con un cristiano o una forma teísta de mirar el mundo. Esto es obvio en muchas áreas: en la crítica literaria y la teoría del cine, donde el antirealismo creativo (véase más adelante) se desborda; en la sociología y la psicología y las demás ciencias humanas; en la historia e incluso en una buena parte de la teología (liberal) contemporánea. Es menos obvio, pero el problema está presente también en las llamadas ciencias naturales. El filósofo australiano J. J. C. Smart señaló que un argumento útil (desde su punto de vista naturalista) para convencer a quienes creen en la libertad humana de su error es señalar que la biología mecanicista contemporánea parece no dejar lugar para el libre albedrío humano. ¿Cómo, por ejemplo, podría tal cosa haberse desarrollado en el curso evolucionario de las cosas? Incluso en la física y las matemáticas, esos austeros bastiones de la razón pura, surgen preguntas parecidas. Estas preguntas tienen que ver con el contenido de estas ciencias y con la forma en la que se han desarrollado. También tienen que ver con la forma en la cual (como se han enseñado y practicado habitualmente) estas disciplinas se separan artificialmente de cuestiones relativas a la naturaleza de los objetos que estudian –una separación determinada no por lo que es más natural para la materia en cuestión, sino por una concepción positivista de la naturaleza del conocimiento y de la naturaleza de la actividad intelectual humana.

En tercer lugar, aquí como en la filosofía, los cristianos deben demostrar autonomía e integridad. Si la biología mecanicista contemporánea realmente no tiene lugar para la libertad humana, entonces se requiere algo más que la biología mecanicista contemporánea, y la comunidad cristiana debe desarrollarlo. Si la psicología contemporánea es fundamentalmente naturalista, entonces le corresponde a los psicólogos cristianos desarrollar una alternativa que se ajuste bien con el supernaturalismo cristiano –una alternativa que parta de verdades científicamente seminales como el hecho de que Dios ha creado a la humanidad a su propia imagen.

Por supuesto no pretendo decir a los facultativos cristianos de otras disciplinas cómo ejercer propiamente estas disciplinas como cristianos (tengo suficiente con tratar de distinguir cómo ejercer propiamente mi disciplina). Pero creo profundamente que el patrón que se expresa en la filosofía se encuentra también en casi todas las áreas del quehacer intelectual serio. En cada una de estas áreas los presupuestos fundamentales y a menudo no expresados que gobiernan y dirigen la disciplina no son religiosamente neutrales; a menudo son antitéticos a la perspectiva cristiana. En estas áreas, entonces, como en la filosofía, le corresponde a los cristianos que practican la respectiva disciplina desarrollar las alternativas cristianas adecuadas.

I.               Introducción

El cristianismo, en estos días y en nuestra parte del mundo, está activo. Hay muchas señales apuntando en esa dirección: el crecimiento de las escuelas cristianas, de serias denominaciones conservadoras, las querellas respecto de la oración en las escuelas públicas, la controversia creacionismo/evolución, y otras.

Hay también poderosa evidencia sobre esta contienda en la filosofía. Hace treinta o treinta y cinco años atrás, el carácter público de la línea principal de la filosofía predominante en el mundo de habla inglesa era profundamente no cristiano. Pocos filósofos del establishment eran cristianos; menos aún estaban dispuestos a admitir en público que lo fuesen, y todavía menos a pensar que su ser cristiano debiese hacer una legítima diferencia en sus prácticas como filósofos. La pregunta más popular de la teología filosófica, en ese tiempo, no era si el cristianismo o el teísmo eran verdaderos; la pregunta, en cambio, era si aún tenía sentido decir que hay una persona como dios. De acuerdo al positivismo lógico entonces desenfrenado, la afirmación “hay una persona como Dios” no tiene literalmente ningún sentido; disfraza un sin sentido; fracasa completamente al expresar un pensamiento o una proposición. La cuestión central no era si el teísmo es verdadero; era si existe una cosa tal como el teísmo –una verdadera afirmación fáctica que pudiese ser verdadera o falsa- en absoluto. Pero las cosas han cambiado. En la actualidad hay muchos más cristianos y muchos más cristianos sin vergüenza en las principales corrientes profesionales de la vida filosófica americana. Por ejemplo, la fundación de la Sociedad de Filósofos Cristianos, una organización que promueve el compañerismo y el intercambio de ideas entre filósofos cristianos, es una evidencia y a la vez una consecuencia de este hecho. Fundada en 1977, es ahora una próspera organización con reuniones regionales en cada parte del país; sus miembros están profundamente involucrados en la vida filosófica profesional del país. Así, el cristianismo está activo, y lo está en la filosofía así como también en otras áreas de la vida intelectual.

Pero incluso si el cristianismo está presente de modo activo, ha dado solo unos pequeños pasos y está marchando a través de territorio ampliamente extranjero. La cultura intelectual de nuestros días es en su mayor parte profundamente antitética respecto del teísmo y por lo tanto respecto del cristianismo. La mayoría de las llamadas ciencias humanas, muchas de las ciencias no humanas, la mayor parte de los esfuerzos intelectuales no científicos e incluso gran parte de la supuesta teología cristiana está animada por un espíritu totalmente ajeno al teísmo cristiano. No tengo espacio aquí para elaborar y desarrollar este punto; pero no tengo que hacerlo porque es familiar a todos ustedes. Para volver a la filosofía: la mayoría de los principales departamentos de filosofía en Estados Unidos no están ni cerca de poder ofrecer al estudiante interesado en llegar a ver cómo ser un cristiano en filosofía una idea de cómo evaluar y desarrollar el impacto del cristianismo en temas de preocupación filosófica actual, ni de cómo pensar acerca de estos temas filosóficos de interés para la comunidad cristiana. En una típica licenciatura en filosofía habrá poco más, en este sentido, que un curso de filosofía de la religión, en el cual se sugiere que la evidencia para la existencia de  Dios –las pruebas teístas clásicas, por ejemplo- son al menos compensadas con la evidencia contra la existencia de Dios –el problema del mal-; tal vez se le aconsejará entonces que es más prudente, teniendo en cuenta máximas como la Navaja de Ockham, prescindir totalmente de la idea de Dios, al menos para propósitos filosóficos.

Mi objetivo, en esta charla, es dar algún consejo a los filósofos cristianos. Y aunque mi consejo está específicamente dirigido a los filósofos cristianos, es apropiado para todos los filósofos que creen en Dios, sean cristianos, judíos o musulmanes. Me propongo dar algún consejo a la comunidad cristiana o filosófica teísta: algún consejo apropiado para la situación en la cual de hecho nos encontramos. “¿Y quién eres tú?”, dirán, “¿para darnos un consejo?” Esa es una buena pregunta, y voy a lidiar con ella como uno lo hace con buenas preguntas para las que no tiene respuesta: ignorándola. Mi consejo puede resumirse en dos sugerencias conectadas entre sí, junto con un anexo. En primer lugar, los filósofos cristianos y los intelectuales cristianos generalmente deben desplegar más autonomía, más independencia respecto del resto del mundo filosófico. En segundo lugar, los filósofos cristianos deben manifestar más integridad –integridad en el sentido de plenitud integral, de unicidad, de unidad, ser de una pieza. Tal vez ‘integralidad’ podría ser la mejor palabra aquí. Y es necesario que a estas dos cosas se añada una tercera: el valor cristiano, o la audacia, o la fuerza o quizás confianza cristiana. Somos filósofos cristianos que debemos manifestar más fe, más confianza en el Señor; debemos ponernos toda la armadura de Dios. Permítanme explicar de una forma breve y preliminar lo que tengo en mente, para luego pasar a considerar algunos ejemplos con más detalles.

Considérese a una estudiante cristiana de Grand Rapids, Michigan, por ejemplo -o Arkadelphia, Arkansas-, quien decide que la filosofía es su campo. Naturalmente irá a la universidad para aprender cómo ser una filósofa. Quizás vaya a Princeton o Berkeley o Pittsburg o Arizona; no importa mucho a qué universidad. Allí aprende cómo se practica actualmente la filosofía. Las cuestiones candentes del día son algunos tópicos como la nueva teoría de la referencia, la controversia realismo/anti realismo, los problemas con la  probabilidad, el argumento de Quine acerca de la indeterminación radical de la traducción, Rawls sobre la justicia, la teoría causal del conocimiento, los problemas de Gettier, el modelo de inteligencia artificial para la comprensión de qué sea una persona, la cuestión del estatus ontológico de las entidades no observables en ciencias, si hay una genuina objetividad en ciencia o en cualquier otro lugar, si las matemáticas pueden ser reducidas a la teoría de conjuntos o si se puede “dispensar de” –como curiosamente decimos- las entidades abstractas en general –números, proposiciones, propiedades-, si acaso los mundos posibles son concretos o abstractos, si nuestras afirmaciones son mejor vistas como meros movimientos en un juego de lenguaje o como intentos por enunciar un estado de verdad sobrio acerca del mundo, si se puede mostrar que es irracional el egoísta racional, y mucho más. Es natural que después de obtener su doctorado, ella continúe pensando y trabajando en alguno de esos tópicos. Y es natural, por otra parte, para ella trabajar en estos temas en la forma en que se le enseñó, pensando en ellos a la luz de las suposiciones hechas por sus mentores, en términos afines a lo que se presume que un filósofo debe dar por sentado, asumiendo ideas respecto de lo que requiere argumento o defensa, y asumiendo también algunas posiciones respecto de qué es una explicación filosófica satisfactoria o una resolución apropiada a una pregunta filosófica. Se inquietará si comienza a apartarse mucho de esos tópicos y suposiciones, instintivamente sintiendo que tales alejamientos apenas son respetables. La filosofía es una empresa social, y nuestras normas y suposiciones –los parámetros dentro de los que practicamos nuestro oficio– están establecidos por nuestros mentores y por los grandes centros contemporáneos de la filosofía.

En cierto sentido esto es natural y apropiado; en otro sentido, sin embargo, es profundamente insatisfactorio. Las cuestiones que he mencionado son importantes e interesantes. Los filósofos cristianos, sin embargo, son filósofos de una comunidad cristiana; y es parte de su tarea como filósofos cristianos servir a la comunidad cristiana. Pero la comunidad cristiana tiene sus propias preguntas, sus propias preocupaciones, sus propios tópicos para la investigación, su propia agenda y su propio programa de investigación. Los filósofos cristianos no deben simplemente tomar su inspiración de lo que está pasando en Princeton, Berkeley o Harvard, que pueden ser cosas atractivas y brillantes; porque quizás estas cuestiones y tópicos no son aquello en lo que, o no son lo único en lo que, deben estar pensando como filósofos de la comunidad cristiana. Hay otros tópicos filosóficos en que la comunidad cristiana debe trabajar, y otros tópicos en que la comunidad cristiana debe trabajar filosóficamente. Y obviamente, los filósofos cristianos son los que deben hacer el trabajo filosófico implicado en eso. Si dedican su mejor esfuerzo a los temas de moda en el mundo filosófico no cristiano, descuidarán una crucial y central parte de su tarea como filósofos cristianos. Lo que se necesita aquí es más independencia, más autonomía respecto de los proyectos y preocupaciones del mundo filosófico no teísta.

Pero otra cosa es al menos igualmente importante aquí. Supongamos que la estudiante que mencioné anteriormente va a Harvard; estudiará con Willard van Orman Quine. Se sentirá atraída por los programas y procedimientos de Quine: su empirismo radical, su lealtad a la ciencia natural, su inclinación al conductismo, su intransigente naturalismo y su gusto por los paisajes desérticos y su parsimonia ontológica. Sería completamente natural para ella llegar a estar involucrada en su totalidad en estos proyectos y programas, llegando a pensar que una actividad filosófica fructífera y valiosa sustancialmente se limita a ellos. Obviamente notará ciertas tensiones entre su creencia cristiana y su forma de practicar la filosofía; y deberá entonces doblar sus esfuerzos para juntarlas, para armonizarlas. Puede dedicar su tiempo y energía a ver cómo uno puede entender o reinterpretar la creencia cristiana de tal manera que sea aceptable para el ‘quineanismo’. Un filósofo que conozco, embarcado en este proyecto, sugirió que los cristianos debíamos pensar de Dios como un conjunto (Quine está dispuesto a tolerar conjuntos): el conjunto de todas las proposiciones verdaderas, quizás, o el conjunto de todas la acciones correctas, o la unión de esos conjuntos, o quizás su producto cartesiano. Esto es comprensible; pero también profundamente mal orientado. Quine es un filósofo maravillosamente talentoso: de una fuerza filosófica sutil, original y poderosa. Pero sus compromisos fundamentales, sus proyectos y preocupaciones fundamentales, son totalmente diferentes de los de la comunidad cristiana -totalmente diferentes y, en efecto, antitéticos. Y el resultado de intentar injertar el pensamiento cristiano en su visión básica del mundo será un ‘pastiche’ desintegrado; en el peor de los casos se comprometerá, se distorsionará, o trivializará seriamente los argumentos del teísmo cristiano. Lo que aquí se necesita es más plenitud, más integralidad.

Así, el filósofo cristiano tiene sus propios tópicos y proyectos en los que pensar; y cuando piensa en los temas de actualidad en el mundo filosófico más amplio, pensará acerca de ellos en su propia forma, la cual debe ser una forma diferente. Puede tener que rechazar ciertas hipótesis actualmente de moda acerca de la empresa filosófica –puede tener que rechazar supuestos ampliamente aceptados respecto de los puntos de partida y los procedimientos propios del quehacer filosófico. Y –esto es crucialmente importante-, el filósofo cristiano tiene un perfecto derecho al punto de vista y a las presunciones filosóficas que trae al trabajo filosófico; el hecho de que éstas no sean ampliamente compartidas fuera de la comunidad teísta es interesante pero fundamentalmente irrelevante. Puedo explicar mejor lo que quiero decir a través de ejemplos, por lo que descenderé desde el nivel de más alta generalidad a los ejemplos específicos.

II.             Teísmo y verificabilidad

Tomemos en primer lugar el temido “criterio de verificabilidad del sentido”. Durante los gloriosos días del positivismo lógico, hace unos treinta o cuarenta años atrás, los positivistas afirmaban que la mayoría de las oraciones cristianas típicamente pronunciadas –por ejemplo “Dios nos ama” o “Dios creó los cielos y la tierra”– no tenían siquiera la gracia de ser falsas; eran, según los positivistas, literalmente sin sentido. No es que expresaran proposiciones falsas, sino que no expresaban ninguna proposición en lo absoluto. Al igual que la encantadora línea de Alicia en el País de las Maravillas, “T’was brillig, and the slithy toves did gyre and gymbol in the wabe” no dicen nada falso, pero porque no dicen nada en absoluto, son “cognitivamente sin sentido”, para usar la encantadora frase de los positivistas. El tipo de cosas que los teístas y otros han estado diciendo por siglos, dijeron, ahora han sido demostradas ser sin sentido. Nosotros, los teístas, todos hemos sido víctimas, al parecer, de un cruel engaño perpetrado, quizás, por sacerdotes ambiciosos e impuesto sobre nosotros por nuestras crédulas naturalezas.

Ahora bien, si esto es verdad, ciertamente es importante. ¿Cómo los positivistas han llegado a esta asombrosa pieza de inteligencia? Lo infirieron desde el criterio de verificabilidad de sentido, el cual dice, más o menos, que una oración tiene sentido sólo si ésta es analítica o si su verdad o falsedad puede ser determinada empíricamente o por una investigación científica –por los métodos de las ciencias empíricas. Por estos motivos no sólo el teísmo y la teología, sino que la mayor parte de la metafísica tradicional y la filosofía y muchas cosas más fueron declaradas sin sentido, sin ningún sentido literal en lo absoluto. Algunos positivistas admitieron que la metafísica y la teología, aunque son estrictamente sin sentido, pueden tener un cierto valor limitado. Carnap, por ejemplo, pensó que podrían ser un tipo de música. No se sabe si esperaba que la teología y la metafísica suplantaran a Bach o Mozart, o inclusive Wagner; yo mismo, sin embargo, pienso que bien podrían suplantar el rock. Hegel podría tomar el lugar de The Talking Heads, Immanuel Kant podría reemplazar a The Beach Boys; y en vez de The Grateful Dead podríamos tener, por ejemplo, a Arthur Schopenhauer.

El positivismo tenía un delicioso aire de ser vanguardista; y muchos filósofos lo encontraron extremadamente atractivo. Por otra parte, muchos de los que no lo aprobaban sin embargo lo acogían con gran hospitalidad como algo extremadamente plausible. Como consecuencia, muchos filósofos –tanto cristianos como no cristianos– vieron aquí un real desafío y un importante peligro para el cristianismo: “El principal peligro para el teísmo de hoy”, dijo J. J. C. Smart en 1955, “viene de la gente que quiere decir  que tanto ‘Dios existe’ como ‘Dios no existe’ son igualmente absurdos”. En 1955 apareció Nuevos ensayos en teología filosófica, un volumen de ensayos que estableció el tono y los temas para la filosofía de la religión para la siguiente década o más; y la mayor parte de dicho volumen estaba dedicado a la discusión del impacto del verificacionismo sobre el teísmo. Muchos cristianos filosóficamente inclinados estaban molestos y perplejos y se sentían profundamente amenazados. ¿Podría realmente ser verdad que los filósofos del lenguaje habían descubierto de alguna manera que las convicciones más queridas de los cristianos eran, de hecho, simplemente carentes de sentido? Hubo gran cantidad de retorcimiento nervioso de manos entre los filósofos, tanto entre los mismos teístas como en los simpatizantes del teísmo. Algunos sugirieron, ante el asalto del positivismo, que el tema para la comunidad cristiana era “doblar sus tiendas de campaña y silenciosamente escabullirse”, admitiendo que el criterio de verificabilidad era probablemente cierto. Otros concedieron que, estrictamente hablando, el teísmo es realmente un sin sentido, pero un sin sentido importante. Otros sugirieron que las oraciones en cuestión debían ser reinterpretadas de tal manera que no ofendieran a los positivistas; alguien sugirió seriamente, por ejemplo, que los cristianos resuelvan de ahora en adelante el uso de la oración “Dios existe” en el sentido “algunos hombres y mujeres han tenido, y todos pueden tener, experiencias llamadas ‘encuentro con Dios’”; agregó que cuando decimos “Dios creó el mundo desde la nada” lo que deberíamos querer decir es que “todas las cosas que llamamos ‘material’ pueden ser usadas de tal manera que contribuya al bienestar de todos los hombres”. En un diferente contexto, pero en el mismo espíritu, Rudolph Bultmann se embarcó en su programa de desmitificar el cristianismo. La tradicional creencia cristiana sobrenatural, dice, es “imposible en esta época de la luz eléctrica y la radio” (uno quizás puede imaginar a un escéptico de pueblo tiempo atrás tomando un punto de vista similar, digamos, a propósito de la vela de sebo y de la imprenta, o quizás de la antorcha de pino y del rollo de papiro).

Hoy en día, por supuesto, el verificacionismo se ha refugiado en la oscuridad que tanto merece; pero la lección permanece. Este retorcimiento de manos y aquellos intentos de acomodarse al positivismo fueron totalmente inapropiados. Me doy cuenta de que en la mirada retrospectiva las cosas se ven más claras que en la anticipación, y no relato este pedazo de historia intelectual reciente con el fin de ser crítico de mis mayores o para reclamar que somos más sabios que nuestros padres: lo que quiero señalar es que algo podemos aprender de este desagradable incidente. Los filósofos cristianos deberían haber adoptado una actitud muy diferente hacia el positivismo y su criterio de verificabilidad. Lo que deberían haber dicho a los positivistas es: “su criterio está errado: tales oraciones como ‘Dios nos ama’ y ‘Dios creó los cielos y la tierra’ claramente poseen sentido; si no son verificables según vuestro criterio, es falso que todas y solo las oraciones verificables según ese criterio posean sentido”. Lo que se necesitaba aquí era menos acomodo a la moda actual y más confianza cristiana en la propia posición: el teísmo cristiano es verdadero; si el teísmo cristiano es verdadero, el criterio de verificabilidad es falso; por lo tanto, el criterio de verificabilidad es falso. Obviamente si los verificacionistas hubieran dado argumentos convincentes para su criterio a partir de premisas que tuvieran alguna pretensión legitima sobre los pensadores cristianos o teístas, entonces podríamos haber estado aquí ante un problema para el filósofo cristiano; podríamos haber sido obligados o a estar de acuerdo con que el teísmo cristiano es cognitivamente sin sentido, o bien obligados a revisar o rechazar aquellas premisas. Pero los verificacionistas nunca dieron argumentos convincentes; de hecho rara vez dieron argumentos en absoluto. Algunos simplemente celebraron este principio como un gran descubrimiento y, cuando fue desafiado, se repitió en alta voz y lentamente; ¿por qué esto debía molestar a alguien?, repetían Otros lo propusieron como una definición –una definición del término “sentido”-. Ahora bien, obviamente los positivistas tenían derecho a usar este término en cualquier forma que eligieran; este es un país libre. ¿Pero cómo podría su decisión de usar este término de una forma particular mostrar algo tan trascendental como el que aquellos que aceptaron ser creyentes en Dios fueron totalmente engañados? Si me propongo usar el término “demócrata” en el sentido de “un completo canalla”, ¿podría seguirse que a los demócratas de todas partes debería caérseles la cara de vergüenza? Entonces mi punto, que repito, es que los filósofos cristianos deberían  haber mostrado más integridad, más independencia, menos disposición a ajustar las velas a los dominantes vientos filosóficos y más confianza cristiana.

III.           Teísmo y teoría del conocimiento

Puedo acercarme mejor a mi segundo ejemplo de forma indirecta. Muchos filósofos han sostenido encontrar un serio problema para el teísmo en la existencia del mal, o en la cantidad y tipos de mal que de hecho encontramos. Muchos de quienes han sostenido encontrar aquí un problema para los teístas, han presentado un argumento deductivo a partir del mal: han sostenido que la existencia de un Dios omnipotente, omnisciente y totalmente bueno es lógicamente incompatible con la presencia del mal en el mundo –una presencia concedida por los teístas cristianos, una creencia en la que de hecho insistimos. Por su parte, los teístas han insistido en que no hay aquí inconsistencia. Creo que el consenso actual, incluso entre los que sostienen alguna forma del argumento a partir del mal, es que la forma deductiva del mismo es insatisfactoria.

La posición más frecuente hoy es la de filósofos que argumentan que la existencia de Dios, aunque quizás no sea realmente incompatible con la existencia de la cantidad de mal que de hecho encontramos, es en todo caso poco probable o improbable en relación a con ésta; es decir, la probabilidad de la existencia de Dios respecto del mal que encontramos, es menor que la probabilidad respecto a esta misma evidencia de que no hay un Dios Creador no omnipotente, ni omnisciente ni totalmente bueno. De ahí que la existencia de Dios sea improbable en relación con lo que conocemos. Pero si la creencia teísta es improbable en relación con lo que conocemos, dice el argumento, es irracional o en cualquier caso de segunda categoría intelectual aceptarlo.

Supongamos ahora que examinamos brevemente este argumento. El objetor sostiene que:

  1. Dios es el creador omnipotente, omnisciente y totalmente bueno de este mundo

es improbable o poco probable en relación con

  1. Hay 1013 turps de mal (tomando turp como la unidad básica del mal)

En otro lugar[2] he sostenido que enormes dificultades rodean al argumento según el cual (1) es poco probable o improbable dado (2). Llámese a la respuesta que ahí doy “la réplica de bajo recurso”. Quiero seguir aquí lo que llamaré “la réplica de alto recurso”. Supóngase que estipulamos, para efectos del argumento, que (1) es, de hecho, improbable respecto a (2). Pongámonos de acuerdo aquí en que es poco probable, dada la existencia de 1013 turps de mal, que el mundo haya sido creado por un Dios que es perfecto en poder, conocimiento y bondad. ¿Qué es lo que se supone se sigue de eso? ¿Cómo es que se construye como una objeción a la creencia teísta? ¿Cómo prosigue un argumento objetor desde ahí? No se sigue, obviamente, que el teísmo es falso. Tampoco se sigue que alguien que acepta tanto (1) como (2) (y vamos a añadir, reconoce que (1) es improbable respecto de (2)) tiene un sistema irracional de creencias o sea culpable de deshonestidad noética; obviamente se puede concebir pares de proposiciones A y B, en que sepamos de la existencia tanto de A como B, a pesar del hecho de que A sea improbable de la mano de B. Yo podría conocer, por ejemplo, que Feike es un frisón y que 9 de cada 10 frisones no saben nadar, y al mismo tiempo saber que Feike sabe nadar; por tanto, estoy en intelectualmente justificado al aceptar ambas proposiciones, incluso aunque la última sea improbable respecto a la primera. Así que incluso si fuera cierto que (1) es improbable respecto de (2), este hecho, hasta ahora, no sería de mucha importancia. ¿Cómo puede ser, por tanto, desarrollada una objeción como ésta?

Presumiblemente, lo que el objetor quiere sostener es que (1) es improbable, no sólo en relación con (2) sino en relación a algún cuerpo de evidencia total –quizás toda la evidencia que el teísta tiene, o quizás el cuerpo de evidencia que está racionalmente obligado a tener. El objetor debe suponer que el teísta tiene un cuerpo de evidencia total, un cuerpo de evidencia que incluye (2); y su argumento es que (1) es improbable respecto a este cuerpo total de evidencia. Supóngase que decimos que Ts es el cuerpo total de evidencia para un dado teísta T; y supóngase que estamos de acuerdo en que su creencia es racionalmente aceptable solo si no es improbable respecto de Ts. Ahora, ¿qué tipo de proposiciones podemos encontrar en Ts? Quizás las proposiciones que conoce que son verdaderas, o quizás el mayor subconjunto de creencias que racionalmente puede aceptar sin la evidencia de otras proposiciones, o tal vez las proposiciones que conoce de modo inmediato –esto es, lo que conoce, pero no sobre la base de otras proposiciones. Sin embargo, sea como sea que caractericemos este conjunto Ts, la pregunta que quiero instalar es por qué la creencia en Dios no puede ella misma ser parte de Ts? Tal vez para el teísta –para muchos teístas, en todo caso- la creencia en Dios es una parte de Ts; quizás el teísta tiene derecho a empezar desde la creencia en Dios, tomando esa proposición como una de las de más probabilidad, una respecto de la cual se determina la conveniencia razonable de las otras creencias que sostiene. Pero si es así, entonces el filósofo cristiano está enteramente dentro de sus derechos al partir desde la creencia en Dios para su filosofar. Tiene derecho a dar por sentada la existencia de Dios y seguir desde allí en su trabajo filosófico –al igual que otros filósofos que dan por hecho la existencia del pasado, de otras personas, o de las afirmaciones básicas de la física contemporánea.

Esto me lleva a mi punto. Muchos filósofos cristianos pareen pensar de sí mismos en cuanto filósofos como involucrados con el filósofo ateo y agnóstico en una búsqueda común por la posición filosófica correcta respecto de la pregunta sobre si hay una persona como Dios. Obviamente el filósofo cristiano tiene su propia convicción privada en este punto: creerá, por supuesto, que de hecho hay una tal persona como Dios. Pero pensará, o estará inclinado a pensar, o medianamente inclinado a pensar que, como filósofo no tiene derecho a esta posición a menos que pueda demostrar que ella se desprende de, o es probable, o justificada en relación a las premisas aceptadas por todas las partes de la discusión – teístas, agnósticos y ateos. Además, estará algo inclinado a pensar que no tiene derecho, como filósofo, a posiciones que presuponen la existencia de Dios si no puede mostrar que esa creencia sea justificada de esta manera. Lo que quiero es instar a que la comunidad filosófica cristiana pueda pensar de sí misma no como obligada en este esfuerzo común por determinar la probabilidad o plausibilidad filosófica de creer en Dios. El filósofo cristiano con toda propiedad comienza desde la existencia de Dios, y lo presupone en  el trabajo filosófico, pueda o no pueda mostrar que sea probable o plausible respecto de las premisas aceptadas por todos los filósofos, o por la mayoría de los filósofos de los grandes centros contemporáneos de filosofía.

Dando por sentado, por ejemplo, que hay una persona tal como Dios, y que estamos de hecho dentro de nuestros derechos epistémicos (que estamos en ese sentido justificados) en creer que lo hay, el epistemólogo cristiano puede preguntar qué es lo que confiere justificación aquí: ¿en virtud de qué está el teísta justificado? Tal vez haya diversas respuestas sensatas. Una respuesta que puede dar y tratar de desarrollar es la de Juan Calvino (y antes de él de la de la tradición agustiniana, anselmiana y buenaventuriana de la Edad Media). Dios, dice Calvino, ha implantado en la humanidad una tendencia, inclinación o disposición a creer en Él:

“Hay dentro de la mente humana, y de hecho por instinto natural, una conciencia de la divinidad”. Esto lo consideramos fuera de discusión. Para evitar que alguien se refugie en el pretexto de la ignorancia, Dios mismo ha implantado en todos los hombres un cierto entendimiento de su divina majestad… Por lo tanto, como desde el principio del mundo no ha habido región, ni ciudad, en definitiva, ningún hogar, que pueda estar sin religión, se encuentra en esto una tácita confesión de un sentido de deidad inscrito en el corazón de todos[3].

La afirmación de Calvino, entones, es que Dios nos ha creado teniendo por naturaleza una fuerte tendencia o inclinación o disposición a la creencia en Él.

Aunque esta disposición a creer en Dios ha sido en parte asfixiada o suprimida por el pecado, no obstante está universalmente presente. Y se activa o actualiza por condiciones ampliamente presentes:

Para que nadie, entonces, sea excluido del acceso a la felicidad, no solo sembró en la mente de los hombres esa semilla de la religión de la cual hemos hablado, sino que se reveló y diariamente el mismo se muestra en la obra del universo. Como consecuencia, los hombres no pueden abrir sus ojos sin estar obligados a verlo.

Al igual que Kant, Calvino está especialmente impresionado por esta conexión, por la maravillosa estructura de los cielos estrellados:

Incluso la gente común y más ignorante, que ha sido enseñada solo por la ayuda de sus ojos, no puede ser inconsciente de la excelencia del arte divino, porque se revela a sí mismo en esta innumerable y sin embargo diferenciada y bien ordenada variedad de huestes celestiales.

Lo que Calvino dice sugiere que quien adhiere a esta tendencia, y en estas circunstancias acepta la creencia de que Dios ha creado el mundo –tal vez  al contemplar los cielos estrellados o la esplendida majestad de las montañas o la intrincada y articulada belleza de una pequeña flor-, es tan racional y está tan justificado como quien al tener la experiencia de que algo se le aparece como arboreidad, cree ver un árbol.

Sin duda esta sugerencia no convencerá al escéptico; tomada como un intento de convencer a los escépticos es circular. Mi punto es simplemente éste: el cristiano tiene sus propias preguntas para responder y sus propios proyectos; estos proyectos pueden no encajar con los del filósofo escéptico o no creyente. Tiene sus propias preguntas y sus propios puntos de partida en la investigación de estas preguntas. Por supuesto, no pretendo sugerir que el filósofo cristiano debe aceptar la respuesta de Calvino a la pregunta que he mencionado anteriormente; pero sí digo que es totalmente apropiado para él dar a esta pregunta una respuesta que presuponga precisamente aquello respecto de lo cual el escéptico es escéptico –incluso si este escepticismo es casi unánime en la mayoría de los más prestigiosos departamentos de filosofía de nuestros días. El filósofo cristiano tiene, en efecto, una responsabilidad con el mundo filosófico en general; pero su responsabilidad fundamental es para con la comunidad cristiana, y finalmente respecto de Dios.

Una vez más, un filósofo cristiano puede estar interesado en la relación entre fe y razón, y entre fe y conocimiento: dando por hecho que sostenemos algunas cosas por fe y que conocemos otras cosas, y dando por hecho que creemos que hay una persona tal como Dios y que esta creencia es verdadera, ¿sabemos también que Dios existe? ¿Aceptamos esta creencia por fe o por razón? Un teísta puede estar inclinado hacia una teoría confiabilista del conocimiento; puede estar inclinado a pensar que una creencia verdadera constituye conocimiento si es producida por un mecanismo de producción de creencias confiables. (Hay serios problemas aquí, pero supóngase por ahora que los ignoramos). Si el teísta piensa que Dios nos ha creado con el sensus divinitatis del cual habla Calvino, sostendrá que, en efecto, hay un mecanismo de producción de creencias confiables que produce la creencia teísta; por lo tanto, sostendrá que sabe que Dios existe. Alguien que sigue a Calvino aquí sostendrá también que una capacidad de aprehender la existencia de Dios es tan parte de nuestro equipamiento noético o intelectual como lo es la capacidad de aprehender las verdades de la lógica, las verdades perceptivas, las verdades acerca del pasado, y las verdades de otras mentes. La creencia en la existencia de Dios se encuentra entonces en el mismo barco que la creencia en las verdades de la lógica, en otras mentes, en el pasado y en los objetos de percepción; en cada caso, Dios también nos ha construido para que en las circunstancias adecuadas adquiramos la creencia en cuestión. Pero entonces, la creencia en que hay una persona como Dios se encuentra entre lo recibido de nuestras facultades naturales noéticas tanto como aquellas otras creencias. Por lo tanto, sabemos que hay una persona tal como Dios, y no sólo lo creemos; y no es por fe que aprehendemos la existencia de Dios, sino por la razón; esto aun cuando alguno de los argumentos teístas clásicos tenga éxito.

Ahora bien, mi punto no es que los filósofos cristianos deban seguir aquí a Calvino. Mi punto es que el filósofo cristiano tiene el derecho (debería decir el deber) de trabajar en sus propios proyectos –proyectos establecidos por las creencias de la comunidad cristiana de la cual es parte. La comunidad filosófica cristiana debe elaborar respuestas a sus preguntas; y tanto las preguntas como las apropiadas formas de elaborar sus respuestas pueden presuponer creencias rechazadas en la mayoría de los centros principales de filosofía. Pero el cristiano está procediendo muy adecuadamente al comenzar desde estas creencias, incluso si son objeto de tal rechazo. No está bajo la obligación de limitar sus proyectos investigativos a lo que persiguen esos centros, o de perseguir sus propios proyectos sobre la base de los supuestos que prevalecen allí.

Tal vez puedo aclarar lo que quiero decir contrastándolo con una manera totalmente distinta de ver las cosas. Según el teólogo David Tracy,

 

moralmente, un teólogo cristiano moderno no puede hacer otra cosa sino desafiar la autocomprensión tradicional del teólogo. Ya no ve su misión simplemente como defensa o siquiera como reinterpretación ortodoxa de la creencia tradicional. Más bien, descubre que su compromiso ético con la moralidad del conocimiento científico lo fuerza a adoptar una posición crítica respecto de sus propias creencias y las creencias de su tradición. […] En principio, la lealtad fundamental del teólogo en cuanto teólogo es a la moralidad de la investigación científica que comparte con sus colegas, filósofos, historiadores y cientistas sociales. No está más autorizado que ellos a considerar sus propias creencias o las creencias de su tradición como garantías para sus argumentos. De hecho, en toda investigación propiamente teológica el análisis debe caracterizarse por las mismas prácticas éticas de juicio autónomo, crítico, y por la dureza escéptica que caracteriza el análisis en las otras disciplinas[4].

Es más, esta “moralidad de la investigación científica insiste en que cada investigador arranque desde los métodos y conocimientos actuales de la disciplina en cuestión, salvo que los motivos para rechazar ese método y ese conocimiento pertenezcan a su mismo tipo lógico”. Y más aún, “para la nueva moralidad científica, nuestra lealtad fundamental como analistas de cualquier pretensión de conocimiento es únicamente respecto de esos procedimientos metodológicos que esta particular comunidad científica ha desarrollado”.

Yo digo caveat lector. Estoy dispuesto a afirmar que esta “nueva moralidad científica” es como el Sacro Imperio Romano: no es nueva, ni científica, ni moralmente obligatoria. Es más, esta “nueva moralidad científica” me parece muy poco promisoria como posición de un teólogo cristiano, sea o no moderno. Incluso si existiese algo así como procedimientos metodológicos tenidos en común por la mayoría de los filósofos, historiadores y cientistas sociales, o por la mayoría de los filósofos, historiadores, y cientistas sociales seculares, ¿por qué un teólogo cristiano habría de entregar a éstos –en lugar, digamos, de a Dios o a las verdades fundamentales del cristianismo- su lealtad última? En el mejor de los casos, la sugerencia de Tracy respecto de cómo los teólogos cristianos deben proceder, es un camino muy poco promisorio. Naturalmente digo esto como filósofo, no como teólogo moderno; desde luego estoy yendo más allá de mis competencias específicas. No hablaré, entonces, en nombre de los teólogos modernos. Pero sea cuál sea la situación de los teólogos, el filósofo cristiano moderno tiene el perfecto derecho, en cuanto filósofo, a partir desde su creencia en Dios. Tiene derecho a asumir tal creencia, a darla por sentada en su trabajo filosófico, al margen de si logra convencer a sus colegas no creyentes de la verdad de dicha creencia y al margen de si logra convencerlos de que cumpla con los “procedimientos metodológicos” mencionados por Tracy. Y la comunidad filosófica cristiana debe persistir en plantear cuestiones filosóficas relevantes para la comunidad cristiana. Debe persistir en el proyecto de explorar y desarrollar lo implicado por el teísmo cristiano para el conjunto de las preguntas que los filósofos preguntan y responden. Debe hacer esto al margen de si logra convencer a la comunidad filosófica más amplia de que realmente hay un Dios personal, al margen de si logra convencer de que es racional o razonable creer que lo hay. Tal vez el filósofo cristiano pueda convencer al escéptico o al filósofo no creyente de que hay un Dios personal. Tal vez solo sea posible en algunos casos. En otros casos, evidentemente, puede ser imposible. Incluso si un escéptico aceptara premisas de las que se sigue una creencia teísta, al percatarse de ello el escéptico podría optar por dejar caer dichas premisas antes que su propia increencia. (Por esta vía de hecho es posible mover a alguien desde el conocimiento a la ignorancia, mostrándole lo que se sigue de afirmar cosas que sabe son verdaderas).

Pero sea posible o no lo anterior, el filósofo cristiano tiene tareas propias, preguntas distintas a las que atender. Naturalmente tiene que escuchar, entender y aprender de la comunidad filosófica más amplia, y debe ocupar un lugar en ella. Pero su labor como filósofo no está limitada por lo que piensen respecto del teísmo los escépticos o el resto del mundo filosófico. Justificar o intentar justificar las creencias teístas ante la comunidad filosófica más amplia no es la única tarea de la comunidad filosófica cristiana; tal vez ni siquiera sea la más importante de sus tareas. La filosofía es una tarea comunitaria. El filósofo cristiano que solo mira a la comunidad filosófica global, que cree que su pertenencia primaria es a ese mundo, corre un doble riesgo. Puede estar descuidando una parte esencial de su tarea como filósofo cristiano, y puede encontrarse adoptando principios y procedimientos que difícilmente se compatibilizan con sus creencias como cristiano. Lo que se requiere, una vez más, es autonomía e integridad.

IV.          El teísmo y las personas

Mi tercer ejemplo se encuentra en el campo de la antropología filosófica: ¿cómo debemos pensar respecto de las personas humanas? ¿Qué tipo de realidad son, en términos fundamentales? ¿Qué es ser persona, qué es ser persona humana y cómo debemos pensar respecto de la condición de persona? ¿Cómo deben en particular pensar sobre estas cosas los cristianos y los filósofos cristianos? Lo primero que debe ser notado, es que en la visión cristiana de la realidad, Dios es la primera persona, el primer y principal ejemplar de la personalidad. Dios, es más, creó al hombre a su imagen; mujeres y hombres somos portadores de la imagen de Dios, y las principales propiedades a las que debemos atender para comprender nuestra propia condición de personas son propiedades compartidas con él. Cómo pensemos respecto de Dios tendrá, entonces, un impacto inmediato y directo sobre la manera en que pensemos respecto de la humanidad. Desde luego podemos aprender mucho sobre nosotros mismos a partir de otras fuentes, como la observación cotidiana, la introspección, la investigación científica y otras. Pero también es perfectamente apropiado empezar desde lo que sabemos como cristianos. No es como que la racionalidad, un método filosófico apropiado, la responsabilidad intelectual o una nueva moralidad científica, o lo que fuere, requieran que empecemos a partir de lo compartido con todo el resto –lo que enseñen, por ejemplo, el sentido común y la ciencia actual-, y que luego debamos intentar ofrecer una justificación para las cosas que además creemos como cristianos. Al intentar dar una explicación filosófica satisfactoria para algún fenómeno, podemos con razón apelar a otras cosas que sean objeto de nuestra creencia racional –sea la ciencia actual o la doctrina cristiana.

Permítanme descender una vez más a ejemplos específicos. En la antropología filosófica hay una fundamental divisoria de aguas entre quienes creen que los seres humanos somos libres –en el sentido libertario- y los que sostienen una posición determinista. Conforme a los deterministas, cada acción humana es consecuencia de condiciones iniciales que se encuentran fuera de nuestro control, por la vía de leyes causales que también escapan a nuestro control. Algunas veces lo que se encuentra tras esta visión es la imagen del mundo como una gigantesca máquina en la que, al menos a nivel macroscópico, todos los eventos, incluyendo las acciones humanas, están determinados por eventos previos y leyes causales. Para esta visión, cada acción humana que de hecho he realizado fue tal, que no estaba en mi poder el abstenerme de realizarla; y, si en una ocasión dada no realicé una determinada acción, no estaba en mi poder el realizarla. Si levanto ahora mi brazo, no estaba en mi poder el no levantarlo. Por el solo hecho de ser cristiano, el pensador cristiano tiene una posición que está en juego en esta controversia. Porque creerá que Dios nos tiene por responsables de lo que hacemos -responsables y así objeto adecuado de alabanzas y reproches, aprobación y reprobación. ¿Pero cómo puedo ser responsable de mis acciones si no estuvo nunca en mi poder el realizar las acciones que no realicé ni abstenerme de las que realicé? Si mis acciones están determinadas de ese modo, no soy tenido por responsable de modo correcto o justo; pero Dios no hace cosas incorrectas o injustas, y me tiene por responsable de algunas de mis acciones; luego, no es cierto que todas mis acciones estén de ese modo determinadas. El cristiano tiene una razón inicial poderosa para rechazar la pretensión de que todas nuestras acciones estén causalmente determinadas –una razón mucho más fuerte que los magros y anémicos argumentos que el determinista por su parte puede formular. Naturalmente podría haber un problema aquí, si hubiera argumentos poderosos por parte de los interlocutores; pero no los hay, así que no hay problema.

El determinista podría luego responder que, contrariamente a la apariencia inicial, la libertad y el determinismo causal son de hecho compatibles. Puede argumentar que mi libertad respecto de una acción realizada en un tiempo t, por ejemplo, no implica que estuviera en ese momento en mi poder la capacidad de abstenerme de realizarla, sino solo alguna tesis más débil: tal vez algo así como si hubiese escogido no realizarla. En efecto, un compatibilista de visión clara irá más lejos; mantendrá no solo que la libertad es compatible con el determinismo, sino que la libertad requiere determinismo. Sostendrá, como Hume, que la proposición S es libre respecto de la acción A, o S realiza A libremente, implica que S es algo causalmente determinado respecto de A –que hay leyes causales y condiciones antecedentes que juntas implican o que S realiza A o que S no realiza A. Y apoyará esta tesis insistiendo en que si S no estuviera determinado respecto de A, entonces su relación sería puramente azarosa –tal vez por efectos cuánticos en el cerebro de S. Pero si solo fuera materia azarosa que S realiza A, entonces o bien S no realiza A en absoluto, o al menos no es responsable por la realización de A. Si es solo cuestión de azar que S haga A, entonces este obrar de S es más bien algo que le ocurre a S. De ser así no es su obra, o ciertamente no es cierto que sea responsable por la realización de A. De ahí que la libertad, en el sentido que se requiere para la responsabilidad, requiere ella misma del determinismo.

Pero el pensador cristiano considerará monumentalmente implausible esta pretensión. Presumiblemente el determinista sostendrá que su descripción se aplica no solo a los seres humanos, sino a las acciones libres en general. Sostendrá que es una verdad necesaria que si un agente no es causado a realizar una acción, entonces es cuestión de azar que la realice. Desde una perspectiva cristiana, en cambio, esto resulta completamente increíble. Porque Dios realiza acciones, y son acciones libres; y ciertamente no es porque haya leyes causales o condiciones antecedentes fuera de su control que determinen lo que realiza. Por el contrario, Dios es el autor de las leyes causales que de hecho hay; en efecto, tal vez la mejor manera de pensar en esas leyes causales es como registros de la manera en que Dios ordinariamente trata los seres que ha creado. Pero por supuesto no es solo cuestión de azar que Dios haga lo que hace –crear y mantener el mundo, por ejemplo, ofreciendo redención y renovación a sus hijos. Así, un filósofo cristiano tiene razones extremadamente buenas para rechazar esa premisa, así como el determinismo y compatibilismo sustentados por ella.

Lo que realmente está en juego en tal discusión es la idea de agencia causal: la idea de que una persona pueda ser la fuente última de acción. De acuerdo a los que simpatizan con la idea de la agencia causal, algunos eventos son causados no por otros eventos, sino por sustancias, objetos, siendo los agentes personales el caso típico. Al menos desde tiempos de Hume, la idea de una agencia causal ha estado en problemas. Creo que es bastante ajustado a la realidad si afirmamos que la mayoría de los filósofos contemporáneos que trabajan en esta área o rechazan de plano la idea de agencia causal, o bien la miran con considerable sospecha. La causación la ven como una relación entre eventos; pueden así entender cómo un evento causa a otro, o cómo eventos de un tipo pueden causar eventos de otro tipo. Pero la idea de que una persona cause un evento les parece ininteligible, salvo que pueda ser analizada en términos de causación entre eventos. Es esta devoción por la causalidad entre eventos, desde luego, la que los lleva a pretender que si uno realiza una acción pero no fue causado a realizarla, entonces la acción fue azarosa. Porque si toda causación es causación entre eventos, se sigue naturalmente que al realizar una acción sin haber sido causado a realizarla es solo explicable por el azar. El devoto de la causalidad entre eventos además argumentará, tal vez, a favor de su posición de la siguiente manera. Si agentes como las personas causan efectos que tienen lugar en el mundo físico –como el que mi cuerpo se mueva de un determinado modo-, entonces tales efectos tienen en último término que ser causados por voliciones o intenciones, las cuales, aparentemente, son inmateriales, eventos no físicos. Argumentará, entonces, que la idea de que un evento inmaterial tenga eficacia causal en el mundo físico resulta algo extraña, dudosa, o algo peor.

Pero un filósofo cristiano no considerará particularmente impresionante este argumento, ni se dejará impresionar por esta devoción por la causalidad entre eventos. Por lo que respecta al argumento, el cristiano ya considera de modo independiente que los actos de volición tienen eficacia causal; cree, en efecto, que el universo físico debe su mismísima existencia precisamente a uno de estos actos de volición –al designio de Dios de crearlo. Por lo que respecta a la causalidad entre eventos, el cristiano estará, inicialmente al menos, fuertemente inclinado a rechazar la idea de que la causalidad entre eventos sea lo primario y que la causalidad originada en agentes deba explicarse por referencia a aquélla. Cree, en efecto, que Dios ha hecho muchas cosas: que ha creado al mundo, que lo sustenta, que se comunica con sus hijos, y es extremadamente difícil ver cómo explicar ese tipo de eventos de acuerdo al primer tipo de causalidad. ¿Qué eventos podrían explicar la creación del mundo de parte de Dios o su designio de crearlo? Él mismo instituye o establece las leyes causales que de hecho rigen; ¿cómo, entonces, podríamos ver todos los eventos constituidos por Su actuar como relacionados por leyes causales con eventos anteriores? ¿Cómo habría de explicarse en términos de causación entre eventos las proposiciones que atribuyen actos a Dios?

Algunos pensadores teístas han notado este problema y han reaccionado quitando énfasis a la actividad causal de Dios, o impetuosamente siguiendo a Kant en la declaración de que tal actividad se encuentra en un orden del todo distinto de aquel en el que nos desenvolvemos nosotros, un orden más allá de nuestra comprensión. Creo que ésa es una respuesta errónea. ¿Por qué habría un filósofo cristiano de asentir a la generalizada genuflexión ante la causación entre eventos? No es como si aquí hubiera argumentos contundentes. La verdadera fuerza tras esta posición reside en cierta manera filosófica de ver a las personas y al mundo; pero ese tipo de mirada no posee en principio plausibilidad alguna desde una perspectiva cristiana y no tiene ningún argumento convincente a su favor.

En cada uno de estos disputados puntos de la antropología filosófica el teísta tendrá, pues, una fuerte inclinación inicial a resolver la disputa en una dirección antes que en otra. Estará inclinado a rechazar el compatibilismo, a afirmar que la causación entre eventos (si hay tal cosa) debe ser explicada en términos que den primacía a la agencia causal, está inclinado a rechazar que si un evento no es causado por otro evento del mundo físico su ocurrir sea producto del azar, y a rechazar que los eventos del mundo físico no puedan ser causados por la disposición de un agente a causarlos. Y mi punto aquí es el siguiente. El filósofo cristiano tiene derecho a sostener estas posiciones, logre o no logre convencer al resto del mundo filosófico y sea cual sea el consenso filosófico actual, si hay algún consenso. ¿Pero no es –se me preguntará- un vergonzoso deus ex machina el estar apelando en este contexto filosófico a Dios y sus propiedades? “La filosofía”, exclamó una vez Hegel en un extraño momento de lucidez, “consiste en repensar las cosas”. La filosofía en gran medida consiste en la clarificación, la sistematización, la articulación, el establecimiento de relaciones, y la profundización de la opinión prefilosófica. Llegamos a la filosofía con un amplio rango de opiniones acerca del mundo y de la humanidad, acerca del lugar de ésta en aquél; y en la filosofía pensamos acerca de estas cosas, lo hacemos de modo sistemático, articulando nuestra visión, relacionando nuestra visión respecto de distintas cosas, profundizando al descubrir inesperadas conexiones, descubriendo y respondiendo preguntas inesperadas. Desde luego es posible que por ese proceder filosófico uno llegue a cambiar de parecer; puede que descubramos que algunas de nuestras creencias eran incompatibles entre sí, u otras torpezas. Pero no podemos sino llegar a la filosofía con opiniones prefilosóficas, y el cristiano tiene tanto derecho a dichas opiniones prefilosóficas como cualquier otro. No necesita primero intentar “probar” sus opiniones a partir de proposiciones aceptadas por el conjunto de la comunidad filosófica no cristiana. Y si sus opiniones son ampliamente rechazadas como ingenuas, precientíficas, primitivas, o indignas de una humanidad mayor de edad, nada de eso milita en su contra. Desde luego estaríamos en problemas si nos encontramos con argumentos genuinos y sustanciales que fluyan de premisas que legítimamente se nos imponen; tendremos, en ese caso, que realizar algún ajuste. Pero en ausencia de tales argumentos –y su ausencia es evidente- la comunidad filosófica cristiana parte apropiadamente de lo que cree.

Pero esto significa que la comunidad filosófica cristiana no tiene por qué dedicar todos sus esfuerzos a intentar refutar las posiciones que se le oponen o a intentar dar argumentos a favor de sus propias posiciones, en ambos casos partiendo de premisas aceptadas por el grueso de la comunidad filosófica. Ciertamente debe hacerlo; pero debe hacer más. Porque si sólo hace eso, estará descuidando una tarea filosófica capital: la de sistematizar, profundizar y clarificar el pensamiento cristiano respecto de estos puntos. Así que una vez más: mi posición es que el filósofo cristiano, la comunidad filosófica cristiana, debe, en primer lugar, mostrar más independencia y autonomía. No es necesario que nuestros proyectos de investigación se ajusten a los que de momento cuenten con amplia popularidad; tenemos preguntas propias que plantear. En segundo lugar, debemos desplegar mayor integridad. No tenemos por qué asimilar la opinión o el procedimiento filosófico actuales o populares, pues una porción significativa difícilmente se compatibiliza con un modo cristiano de pensar. Finalmente, debemos desplegar mayor coraje o audacia cristiana. Tenemos pleno derecho a nuestras posiciones prefilosóficas, ¿por qué habríamos entonces de ser intimidados por lo que el resto del mundo filosófico considere plausible o no?

Éstos son, pues, mis ejemplos. Podría haber escogido otros. En ética, por ejemplo, tal vez la principal preocupación teórica sea cómo es que las nociones de lo correcto y lo errado, lo bueno y lo malo, el deber, la obligación y el permiso se relacionan con Dios, su voluntad y su actividad creadora. Es natural que tales preguntas no surjan en una perspectiva no teísta; y así, naturalmente, no tienen por qué abordarlas. Pero pueden ser las preguntas más importantes a abordar por parte de un eticista cristiano. Ya he hablado de epistemología, pero permítanme dar otro ejemplo de esta área. Los epistemólogos a veces se preocupan por la confluencia o la falta de la misma entre justificación epistémica, por una parte, y verdad y confiabilidad por la otra. Supongamos que cumplamos con nuestra tarea de la mejor manera posible, noéticamente hablando: supongamos que hayamos cumplido con nuestros deberes intelectuales, que hayamos satisfecho nuestras obligaciones intelectuales. ¿Qué garantía hay de que en tales circunstancias vayamos a arribar a la verdad? ¿Hay siquiera alguna razón para pensar que si cumplimos con nuestras obligaciones intelectuales llegaremos a la verdad? ¿Y de dónde provienen dichas obligaciones intelectuales? ¿Cómo es que las tenemos? Si el teísta no tiene en esta materia un set de respuestas, al menos ciertamente tiene sugerencias al respecto.

Consideremos como otro ejemplo el antirealismo creativo que actualmente es popular entre los filósofos. Llamo así a la visión según la cual es el actuar humano es el responsable por la estructura fundamental del mundo y por el tipo fundamental de entidades que existen (en particular el pensamiento y el lenguaje humanos serían responsables de ello). Desde un punto de vista teísta, un antirealismo creativo de carácter universal es en el mejor de los casos una mera impertinencia, una risible bravuconada. Porque Dios, desde luego, no debe ni su existencia ni sus propiedades a nosotros ni a nuestros modos de pensar; la verdad reside en la afirmación exactamente contraria. Y por lo que respecta al universo creado, si bien ciertamente debe su existencia y carácter a la actividad de una persona, esa persona ciertamente no es una persona humana.

Mi último ejemplo proviene de la filosofía de las matemáticas. Muchos de quienes piensan acerca de los conjuntos y de la naturaleza de los mismos están inclinados a aceptar las siguientes ideas. Primero, que ningún conjunto es miembro de sí mismo. Segundo, que mientras una propiedad tiene su extensión de modo contingente, un conjunto tiene su membresía de modo esencial. Esto significa que ningún conjunto podría haber existido si uno de sus miembros no hubiese existido, y que ningún conjunto podría haber tenido menos o distintos miembros de los que tiene. Significa, además, que los conjuntos son realidades contingentes; si Ronald Reagan no hubiese existido, tampoco habría existido su conjunto. En tercer lugar, los conjuntos forman una estructura iterada: en el primer nivel hay conjuntos cuyos miembros no son conjuntos; en el segundo nivel hay conjuntos cuyos miembros son no conjuntos o conjuntos del primer nivel; en el tercer nivel, conjuntos cuyos miembros son no conjuntos o conjuntos de los dos primeros niveles, y así sucesivamente. Muchos se inclinan, con George Cantor, a considerar los conjuntos como colecciones –como objetos cuya existencia depende de cierto tipo de actividad intelectual, un coleccionar o “pensar en conjunto”, como lo pone Cantor. Si los conjuntos fuesen este tipo de colecciones, eso explicaría el hecho de que desplieguen las tres primeras características que mencioné. Pero si el coleccionar o pensar en conjunto es algo hecho por pensadores humanos, o cualquier otro tipo de pensador finito, no habría suficientes conjuntos, ciertamente nada que se aproxime a la cantidad que de hecho creemos existe. Desde un punto de vista teísta, la conclusión natural es que los conjuntos deben su existencia a que Dios piense las cosas en conjunto. La explicación natural para las tres primeras características es precisamente que los conjuntos son colecciones –colecciones coleccionadas por Dios, que resultan de su pensar en conjunto. Esta idea puede no ser muy popular en los centros contemporáneos de actividad teorética sobre los conjuntos, pero eso no viene al caso. Los cristianos, los teístas, deben entender los conjuntos desde puntos de vista cristianos y teístas. Lo que creen en cuanto teístas les da un recurso para la comprensión de los conjuntos que no está a la mano para los no teístas. ¿Por qué no habrían de emplearlo? Tal vez aquí podríamos proceder sin apelar a lo que creemos como teístas; ¿pero por qué deberíamos hacerlo, si tales creencias son útiles y tienen poder explicativo? Podría tal vez irme a casa saltando en un pie, o subir alguna montaña con mis pies atados el uno al otro; ¿pero por qué habría de querer hacerlo?

El filósofo cristiano o teísta, entonces, tiene su propio modo de proceder en este arte. En algunos casos hay cuestiones en su agenda, cuestiones de importancia, que no están en la agenda de la comunidad filosófica no teísta. En otros casos, materias que de momento tienen gran atractivo para otros, tienen escaso interés desde la perspectiva cristiana. En otros casos, el teísta rechaza presuposiciones comunes respecto de los puntos de partida, los procedimientos y respecto de lo que constituye una respuesta buena o satisfactoria. En otros casos, el cristiano dará por sentadas presuposiciones y premisas que son rechazadas por el resto de la comunidad filosófica. Desde luego no estoy sugiriendo que los filósofos cristianos no tengan nada que aprender de sus colegas no teístas o no cristianos: sería un acto de la más necia arrogancia, que además estaría en contradicción patente con lo que de hecho ocurre. Tampoco sugiero que los filósofos cristianos debieran retroceder a algún enclave aislado, donde no tuvieran mucha relación con filósofos no teístas. ¡Desde luego que no! Lo que los cristianos pueden aprender de sus colegas no teístas a través del diálogo y la discusión no solo es mucho, sino también de mucha importancia. Los filósofos cristianos deben estar estrechamente implicados en la vida profesional de la comunidad filosófica más amplia, tanto por lo que pueden aprender como por lo que pueden contribuir. Es más, si bien los filósofos cristianos no necesitan ni deben necesariamente verse implicados en un esfuerzo común por determinar si acaso existe una persona tal como Dios, todos, teístas y no teístas del mismo modo, estamos involucrados en la tarea en común de entendernos a nosotros mismos y de entender el mundo en el que nos encontramos. Si la comunidad filosófica cristiana va a hacer bien su trabajo, estará implicada en una discusión dialéctica compleja y multifacética, haciendo así su contribución al proyecto humano común. Debe prestar seria atención a otras contribuciones, debe esforzarse por una profunda comprensión de las mismas, debe aprender lo que pueda de ellas y tomar la increencia con profunda seriedad.

Todo eso es importante. Pero nada de eso se opone a lo que he estado afirmando. La filosofía es muchas cosas. He señalado antes que es una tarea de sistematización, desarrollo y profundización de nuestras opiniones prefilosóficas. Es eso, pero también es una arena de articulación e intercambio entre compromisos y lealtades de naturaleza fundamentalmente religiosa; es una expresión de perspectivas profundas y fundamentales, de modos de mirarnos a nosotros mismos, al mundo y a Dios. Entre sus proyectos más importantes y acuciantes se encuentra el sistematizar, profundizar, explorar y articular esta perspectiva, y explorar lo que significa para el resto de lo que pensamos y hacemos. Pero junto a eso la comunidad filosófica cristiana tiene su propia agenda. No tiene por qué tomar sus proyectos de la lista de preocupaciones de los centros contemporáneos de filosofía. Es más, los filósofos cristianos tienen que cuidarse de asimilar y aceptar ideas y procedimientos filosóficos actualmente populares, con conciencia de la raíz profundamente anticristiana de muchos de ellos. Y finalmente, la comunidad filosófica cristiana tiene derecho a sus perspectivas; no está bajo ninguna obligación de primero mostrar la plausibilidad de sus perspectivas a la luz de lo que actualmente es dado por sentado por la totalidad, la mayoría o los principales filósofos de nuestro tiempo.

En suma, quienes somos cristianos y nos proponemos ser filósofos no debemos contentarnos con ser filósofos que, accidentalmente, somos también cristianos. Debemos intentar ser filósofos cristianos. Debemos, por lo mismo, perseguir nuestros proyectos con integridad, independencia y audacia cristiana.

 

 


[1] Publicado originalmente en Faith and Philosophy. Traducido con autorización del profesor Alvin Plantinga. Traducción e introducción de Daisy Aguirre y Manfred Svensson.

[2] “The Probabilistic Argument from Evil”, Philosophical Studies, 1979, pp. 1-53.

[3] Calvino Institución de la religión cristiana I, III.

[4] Blessed Rage for Order (New York: Seabury Press), 1978, p. 7.

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