Estudios Evangélicos

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Recuperando una imaginación institucional

A veces pensar institucionalmente para el bien común significará proteger las instituciones heredadas. A veces significará asumir responsabilidad por instituciones tambaleantes. Y, algunas veces, significará innovar en nuevas estructuras.

La necesidad de una imaginación institucional

 

Cuando creces en un pueblo pequeño, como yo lo hice, sin alejarte nunca más que media milla, no es fácil imaginar que una escuela puede ser diferente a aquella en la que te formaste junto a tus hermanos. Sé esto porque cuando tenía quince años un  inteligente profesor me asignó una tarea muy creativa: imaginar la escuela perfecta. Este profesor no me estaba pidiendo simplemente imaginar la infraestructura o los profesores ideales, aun cuando incluía estos aspectos, sino la institución completa: el horario, las reglas, y también su ethos. Se me invitaba a pensar acerca de cada componente de la educación y cómo encajaban juntos para ser más que la suma de las partes.

 

He venido a darme cuenta de que la tarea que me dio mi profesor fue más extraña y acertada de lo que yo podía entender en ese entonces, y tal vez más de lo que él pensaba. La tarea no solo me desafió a madurar más allá de lo que experimentamos como niños –cuando tomamos las instituciones formativas en nuestra vida como algo dado- sino que también me desafió a rechazar la tentación de pasar por alto o cosificar la institución educacional. Se me pedía no descartar ni defender la institución, sino entenderla como necesitada de una buena forma, tal que por medio de sus buenas ideas y liderazgo  pudiera cumplir lo que imaginaba.

 

Las instituciones que poblamos todo el tiempo –familia, colegio, vecindario, iglesia, y otras- comprehenden una arquitectura social que es el contexto en el que perseguimos nuestro bien y el bien de nuestros vecinos. La presencia universal de estas instituciones da la impresión de invisibilidad, y por eso tendemos a tomarlas por garantizadas. Pero no deberíamos. Ciertamente lo hacemos en perjuicio nuestro. Tomándolas como algo dado podemos olvidar que su actual constitución –sea buena o mala- fue imaginada e instituida en un momento en particular, por pecadores como usted y como yo. Nosotros somos los responsables de imaginar cómo estas instituciones servirán a nuestros vecinos e hijos en el futuro.

 

Un caso de estudio: Alcuino de York

 

Tomemos un ejemplo que resultará familiar para todos nosotros: nuestra educación. Quizás sin darnos cuenta, la mayoría de nosotros hemos sido educados en artes liberales desde la enseñanza básica hacia arriba. Pero “las artes liberales” no fueron establecidas como el núcleo del currículum para la civilización occidental sino hasta el siglo octavo por Alcuino de York, un académico en la corte de Carlomagno. Por supuesto construía conscientemente sobre recursos del pasado; pero mediante su identificación y promoción del trívium y el quadrivium, trajo a la existencia una nueva visión de la institución de educación. Podemos mirar atrás a Alcuino como un modelo de alguien que practicó la “imaginación institucional”.

 

En el año 781, Alcuino fue invitado a la corte de Carlos para supervisar la educación de la familia real –hombres, mujeres, y niños- así como a liderar la Escuela de Palacio. Durante los siguientes quince años,  Alcuino trabajó junto a Carlomagno en la arquitectura del Renacimiento Carolingio, una era de substancial crecimiento y consolidación del conocimiento en educación, música, eclesiología y política. Carlos más tarde se transformó en el primer emperador del sacro imperio, difundiendo mucho del trabajo que fue imaginado por Alcuino a lo largo del occidente europeo. Entre los decretos de Carlos estuvo la institucionalización de la educación en todos los niveles de sacerdotes y monjes. También instituyó una forma de educación elemental básica que requería que los sacerdotes proveyeran los fundamentos básicos del aprendizaje humanista adonde llegase imperio.

 

Los dondes de Alcuino no fueron los de un gran pensador, sino los de un gran educador: ensamblando y sintetizando la tradición académica occidental que le precedió y organizándola en una tradición que podría ser diseminada en su propio tiempo y en el futuro. Antes de llegar a Aachen, pasó 40 años en la Escuela Catedral de York, expandiendo su currículum y su biblioteca. Con Carlos, instituyó el trívium (gramática, lógica, y retórica) y el quadrivium (aritmética, geometría, música, y astronomía), definiendo lo que significaba recibir una buena educación. Alcuino fue también un educador de la iglesia. Su misal fue usado primero a través de Alemania y luego en Europa, unificando las iglesias con una liturgia única. También instituyó la minúscula carolingia, la tipografía sobre la cual la escritura romana está basada, como una manera eficiente de transcribir y diseminar importantes trabajos académicos.

 

En todas estas cosas Alcuino encarnó dos elementos cruciales de la imaginación institucional: tomó la responsabilidad en donde estaba, humilde y sabiamente usando los dones que se le dieron para servir a sus vecinos, y fue fiel en considerar el impacto de sus decisiones en el futuro. Esto es, incorporó a generaciones futuras a su comprensión del bien común.

 

El impacto que su trabajo tuvo, aunque amplio, no fue previsto por Alcuino. Tuvo una reputación de humildad y diligencia. Aun cuando fue un admirador de Carlomagno, no le pidió participar en el trabajo en progreso en Aachen. Fue Carlomagno quien lo invitó a su corte. Más aún, probablemente fue un laico, lo que quiere decir que aunque sus maestros fueron los dos arzobispos de York, Alcuino no podría haber ido tras esa prestigiosa  posición. Finalmente, luego de quince años en la corte de Carlos, solicitó una tranquila jubilación en Tours. Alcuino, al parecer, tuvo una visión muy realista de sí mismo, sus dones, y lo que podía lograr. Mientras tomaba la responsabilidad de expandir las instituciones de educación en la manera más completa que pudiera imaginar, incluso hasta los límites de la Europa occidental, Alcuino fue consistentemente fiel a las instituciones vigentes en las que jugó un rol, primero en York, luego en Aachen y luego en Tours.

 

Para Alcuino, cuyo trabajo en el campo de la educación tomó en serio el impacto de las instituciones, los resultados fueron imperfectos, sin duda obstaculizados por una limitada comprensión, conflictos interpersonales, y las exclusiones basadas en la clase, género y raza que conformaron el marco antropológico de su período. Pero aunque debió haber sabido que su contribución sería limitada y defectuosa, la imaginación institucional de Alcuino ayudó a asegurar que las ideas que emergieron en los primeros ocho siglos de la historia de la iglesia estuvieran disponibles para nosotros. Recordemos, Alcuino heredó una cultura que había perdido contacto con gran parte de la erudición del pasado. Debido a eso era tan aficionado a viajar a través de Europa recolectando los manuscritos remanentes de la Iglesia primitiva y la filosofía griega para la biblioteca de York. Comprendió que las instituciones tienen la capacidad de sobrevivir a los individuos, llevando ideas al futuro. Habiendo sentido la carencia en la herencia de sus predecesores, Alcuino fue fiel al intento de dejar lo mejor de su cultura a las generaciones futuras.  Este fue sin duda un acto de servicio al bien común.

 

Realismo institucional y bien común

 

Tenemos que tener una comprensión realista de las instituciones. Ellas no simplemente emergen o persisten. Personas como Alcuino, usted y yo las creamos y sostenemos, e imaginamos su futuro. Con el fin de recuperar y luego cultivar una imaginación institucional, necesitamos entender el poder de las instituciones y su relación con los individuos e ideas. Las instituciones son una parte dada de  nuestra naturaleza social, el principal factor de nuestra formación, pero son dañinas cuando se organizan en torno a algo distinto de el bien común. La pregunta no es si es que necesitamos o no de instituciones; la pregunta es qué ideas les darán forma, quién se hará responsable de ellas y a quienes servirán.

 

Ya sea que nos refiramos a la arquitectura social como “estados”, como lo hiciera Lutero, o “esferas”, como lo hacen los kuyperianos, o mediante el concepto de subsidiaridad como lo hace el pensamiento social católico, el realismo institucional puede ser encontrado a lo largo de las tradiciones teológicas. Ofrece dos perspectivas cruciales para una comprensión bíblica de nuestra naturaleza social. Primero, de acuerdo a la narrativa de la creación, Dios nos crea para prosperar en la vida social organizada, donde nuestros bienes personales y el bien común son mutuamente reforzados por una arquitectura social orientada hacia este fin. Segundo, debido al pecado, la arquitectura social  dentro de la cual Dios esperó que experimentáramos  esta conformidad –tales como la familia y la economía local- es gentilmente preservada en un sentido penúltimo en las varias instituciones del diario vivir que de hecho experimentamos –estado, iglesia, colegio, y así sucesivamente. Aunque las instituciones en que participamos y por las que somos responsables muestran efectos de la caída, siguen siendo las estructuras dentro de las cuales experimentamos la vida común y el contexto en el que nuestro trabajo puede orientarse hacia el bien común.

 

El ideal del bien común se percibe en la naturaleza humana: compartimos el bien común con nuestros vecinos y, mientras lo hacemos, organizamos nuestra vida común en una manera honrosa hacia este fin compartido. Esta es una de las grandes percepciones de Agustín en La ciudad de Dios (Libro 19): “El pueblo es una multitud de seres racionales  unidos por el consentimiento respecto de las cosas que aman”. No podemos perseguir nuestro propio bien sin ocuparnos del bien común; nos desarrollamos cuando nuestros vecindarios y comunidades se desarrollan. Y el bien común toma forma en la arquitectura social de nuestra cultura –esto es, a través de las instituciones vigentes en las que nuestros vecinos (y nosotros) nos formamos y buscamos la buena vida.

 

Este realismo incluye tanto una apreciación de la vida común organizada como un escepticismo saludable acerca de las actuales instituciones que tenemos. El  escepticismo institucional es una virtud cuando es una respuesta al hecho trágico de que las instituciones que efectivamente experimentamos y que nos forman no son realizaciones de un ideal sino frágiles derivados. Las instituciones integran ideas en estructuras que persisten en el futuro; ellas no son neutrales respecto al “bien”. Cuando encarnan malas ideas, ellas se apoderan las estructuras que supuestamente facilitarían la vida comunitaria y en lugar de eso perpetúan injusticias. Como nos lo recuerda Agustín: esas cosas amadas en común nos vuelven un pueblo peor si son cosas peores, y un pueblo mejor si son cosas mejores. La esclavitud y el nazismo representan sistemas institucionalmente sofisticados. Las instituciones solo son buenas en razón de los individuos y las ideas a las que proveen estructura. Todo depende de lo que sostengan en común. Tener una imaginación institucional significará crear y sostener instituciones que recuerden su fragilidad en medio del ejercicio responsable de búsqueda del bien común.

 

Cultivando una imaginación institucional

 

Tener una comprensión realista de las instituciones y luego comprometernos en la arquitectura social que compartimos con nuestros vecinos, nos forzará a cultivar una imaginación institucional. Pero primero necesitamos comprender que enseñar y estimular un realismo institucional no ha sido una fortaleza de la iglesia contemporánea.

 

Por una parte, aunque hemos sido buenos para apreciar las contribuciones de las ideas e individuos que conforman nuestra vida común, hemos sido menos hábiles para ver la estructura social en sí misma como necesaria para el bien común. Algunas veces esta debilidad ha sido simplemente un descuido compatible con estar efectivamente involucrados defendiendo ideas que, bajo ciertas condiciones, de hecho cambian el mundo. Pero en otros momentos ha sido el resultado de nuestra participación en un individualismo enfermizo, que incluye mirar a los grandes actores de la historia en vez de las redes en las que se desarrollaron. En otros momentos, el descuido de las instituciones ha tomado la forma de un anti-institucionalismo, a veces de una indiferencia hacia la iglesia misma.

 

Por otra parte, cuando los cristianos han prestado atención a las instituciones, usualmente hemos privilegiado algunas mientras ignoramos a otras. Por ejemplo, a veces hemos puesto una excesiva confianza en el Estado, que es una de las instituciones que necesitan ser orientadas hacia el bien común. El realismo institucional nos recuerda que las instituciones que tenemos están fracturadas y son parciales, y ninguna institución puede abordar por sí sola el contexto completo del desarrollo humano. Pero la iglesia está hecha de muchos miembros con diferentes dones, y mientras que individualmente no podemos cultivar una imaginación institucional para cada esfera, juntos podemos comprometernos con el bien común enviándonos los unos a los otros en todas las áreas de la vida en común.

 

Las instituciones vigentes que compartimos con nuestros vecinos son instituciones incrustadas en la historia. Al participar de la caída, no podemos simplemente asumir que están en el camino apropiado. ¿Qué podemos hacer con las estructuras fracturadas sobre las que organizamos nuestra vida común, que estaban destinadas a organizar nuestras vidas en común de un modo que conduzca al florecimiento humano? Debemos asumir la responsabilidad por ellas de la manera en que Alcuino lo hizo en su momento, a través del trabajo individual en el mundo y a través del compromiso de crear y mantener instituciones que estén orientadas hacia el bien común. Aunque no podemos conocer el futuro, deberíamos intentar imaginar la vida buena para nuestros hijos y los suyos, y, con todo lo débiles e imperfectos que estos intentos sean, intentar dejar en las instituciones e ideas que sobrevivirán nuestra mejor esperanza para su desarrollo. Este es el contexto en el que realizamos nuestro trabajo individual en el mundo: servicio al prójimo y su descendencia.

 

Cultivar la imaginación institucional será un proceso de buscar sabiduría. Formada y enraizada en la cultura que hemos recibido, cada uno de nosotros con su trabajo particular, con vecinos en particular como el contexto en el que asumir responsabilidad por el bien común. Una imaginación institucional toma fuerza en nuestras vocaciones – el sitio donde Dios nos ha llamado a ser fieles. Ya seas un director de colegio o un profesor en el aula, la autoridad que te ha sido dada puede ser y debería ser ejercitada imaginativamente en crear el contexto para el desarrollo de aquellos vinculados con tu trabajo.  El buscar usar nuestros dones sabiamente para el bien común de nuestros vecinos requerirá que rechacemos la falsa modestia mientras al mismo tiempo reconozcamos nuestras limitaciones y que lo que resulte será una mezcla de lo mejor.

 

Hablando en términos prácticos, a veces pensar institucionalmente para el bien común significará proteger las instituciones heredadas. La familia tradicional podría caer en esta categoría justo ahora, en cuyo caso pensar institucionalmente comenzará en cada  una de nuestras  casas. A veces significará asumir responsabilidad por instituciones tambaleantes en vez de comenzar instituciones paralelas. Aquí estoy pensando en nuestro aproblemado sistema educativo, que, aun en medio de su decaída situación, todavía provee educación al más pobre de nuestros vecinos. Y, algunas veces, significará innovar en nuevas estructuras. De seguro hay algún financista en alguna parte que podrá imaginar algún arreglo de capital de riesgo que en el fondo tendrá un buen propósito en su núcleo.  En todas estas cosas, ofrecer protección institucional al débil, el enfermo, el pobre, y el joven son siempre caminos por los que las instituciones pueden servir al bien común.

 

El siglo veintiuno no es un tiempo fácil en el que identificar el bien común con clara conciencia. Vivimos en un mundo globalizado que no muestra signos de acabarse. El alcance de nuestros dones y responsabilidades no siempre serán globales. Algunas veces con sabiduría discerniremos que al bien común se le sirve mejor localmente. Pero necesitamos deliberadamente ir a todas las áreas de la cultura, sirviendo a todas las instituciones que alcanzan a nuestros vecinos y a nosotros mismos, y para algunos de nosotros esto significará una imaginación global o nacional. Tenemos que preguntarnos seriamente: ¿Quién está pensando a la escala de Alcuino y Carlomagno para el siglo veintiuno? Tal vez Google es el mejor candidato. ¿Está Google comprometido con el bien común y con la arquitectura social necesaria para el desarrollo humano? Honestamente, no lo sé. Pero todos deberíamos preocuparnos.

 

Una imaginación institucional adecuada al siglo veintiuno tomará con seriedad la complejidad institucional y el pluralismo. Estará atenta a nuestro actual prójimo, y será consciente de que las instituciones que dejamos a nuestros hijos impactan directamente su habilidad para experimentar el desarrollo humano, aún en su penúltima forma. Todos deberíamos ser conscientes de la responsabilidad que cargamos por las instituciones con las que tenemos contacto y tomar en serio la promoción del bien común. Cuando no contamos con una clara consciencia de la mejor manera de actuar, debemos estar comprometidos en la búsqueda de la sabiduría, porque si no podemos descifrar cómo el bien común puede ser buscado en nuestra esfera vocacional, entonces nadie podrá. Y, en todas estas cosas, actuaremos con una humilde confianza característica de la gente que confía que Dios nos ha creado y que aún nos preserva,  en tanto nos conducimos con dificultad hacia nuestro hogar junto a él, sin señalética a la vista.

 

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Publicado originalmente en la revista Comment. Traducido con autorización. Traducción de Esteban Guerrero.

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