Estudios Evangélicos

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Crítica de la cultura y autocrítica cristiana

¿Hay un modo distintivamente cristiano de embarcarse en la crítica de la propia cultura?

I.              Introducción

Ernesto Sábato, uno de los grandes profetas seculares de nuestro tiempo, escribía en su libro La Resistencia, que en realidad no tenía del todo claro lo que hoy significa resistir. Si tuviera respuesta a dicha pregunta, escribía, “saldría como el Ejército de Salvación, o como esos creyentes delirantes -quizás los únicos que verdaderamente creen en el testimonio- a proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos han de dar los pocos metros que nos separan de la catástrofe”[i]. Son palabras de distancia, pero también de aprecio: Sábato parecía reconocer en el mundo evangélico una voluntad de dar testimonio, una voluntad que como la de él nacía de una conciencia del “derrumbe de nuestro tiempo”.

 

Y desde luego parece evidente que los cristianos tenemos que criticar el mundo circundante, pues nos entendemos como herederos de una tradición profética que no tiene par en su afán de denuncia, y además porque estamos bajo el mandato expreso de no conformarnos al mundo. Eso, a su vez, implica desde luego discernimiento, juicio, no un mero asquearse o despreciar el mundo. Difícilmente podríamos dejar de conformarnos al mundo si no lo entendemos, si no somos capaces de hablar juiciosamente sobre él, si permanecemos indiferentes en presencia de las transformaciones culturales que percibimos como nocivas y corruptoras de la vida humana. ¿Pero realmente hemos seguido ese llamado de Romanos 12 a no conformarnos a este mundo? Y más seriamente: ¿hemos seguido el llamado a que esta disconformidad se obre por una “renovación de nuestro entendimiento”? Pues ser alguien que no se conforma, un mero disconforme, es cosa fácil. Pero no es sólo a eso que el pasaje en cuestión llama, sino a un tipo específico de inconformidad.

 

Plantear la cuestión así es, por supuesto, pasar de la crítica a la autocrítica. Pero precisamente la tradición profética nos obliga a eso: el profeta no iba en primer lugar a derribar los altares de Babilonia ni Egipto, sino los altares de Israel. Y si Pablo nos llama en Romanos 12 a no conformarnos al mundo, es precisamente porque eso nos suele pasar. En efecto, el llamado de Pablo podría erróneamente entenderse como si estuviese tratando a los cristianos como un grupo selecto que no debe mezclarse con un inferior “mundo”. Pero el hecho de que les tenga que hacer tal advertencia parece más bien recordarnos lo contrario: que precisamente la iglesia necesita el llamado a estar vigilante, a ver cómo van las cosas dentro de ella misma. Si en nuestras propias vidas de cristianos notamos a menudo (a diario) cuán sutilmente podemos ser permeados por el pensamiento y formas de vida propias del mundo, así también nuestra iglesia —constituida por seres humanos pecadores— está propensa a ser invadida por formas e ideas mundanas cuyas aplicaciones pueden desviar las “sanas palabras” del evangelio. Por lo demás, parece incluso tratarse de una norma básica de imparcialidad en el juicio: nuestro deber es juzgar con justo juicio, y nuestro enjuiciamiento a la cultura debe hacerse mediante un parámetro bajo el cual nosotros mismos estamos sometidos.

 

Muchas veces deberemos pues ser “creyentes delirantes” que, como lo dice Sábato, salen a gritar a las esquinas, pero antes habiendo gritado hacia adentro. Con todo, también aquí corresponde una palabra de precaución: lo de pasar de la crítica a la autocrítica suena muy bien, por cuanto en la crítica uno se pone en la posición del que juzga, y se presume que la autocrítica es en cambio más humilde: aparecemos como los juzgados. Pero no necesariamente es así: la autocrítica puede revelar otros vicios. El autocrítico puede, por ejemplo, ser un simple malagradecido o un vil gruñón. Ni el ser críticos ni el ser autocríticos es garantía de nada. Haremos pues bien en ser cautos ante lo uno y lo otro.

 

Pero ni la crítica ni la autocrítica deben por eso ser descartadas. Lo que requerimos es una reflexión detenida sobre el hecho de que el trabajo de crítica y el trabajo de autocrítica requieren ambos de ciertas cualidades morales e intelectuales muy específicas para no transformarse en una mera queja improductiva o incluso destructiva. No basta con dejar de ser críticos para volvernos autocríticos. Lo que requerimos es estar atentos a cualidades que mantengan en forma saludable tanto a la crítica como a la autocrítica. Para poder realizarse de modo que edifiquen, ambas requieren de cierta capacidad de conversar y oír, de cierta especialización y cierta sabiduría, de cierto carácter y cierta confianza. Y reflexionar sobre cómo se dan esos requisitos en cada uno de los dos brazos del problema –crítica y autocrítica- puede contribuir a que crezcamos en cada uno de los aspectos señalados, y que no creamos que en nuestra labor de crítica tenemos libertades que no tenemos en la de autocrítica –ni viceversa.

 

II.            Conversación comprensible y sana controversia

 

Como indica el texto de Sábato que hemos citado, al parecer el mundo evangélico tiene al  menos en ocasiones la valentía que requiere la crítica. Pero no solamente se necesita carácter y valentía para hacer oír nuestras denuncias acerca de los males a nuestro alrededor. Igualmente necesario es que la crítica sea comprensible. Para ello, una correcta forma de conversación, de diálogo, es imprescindible. El concepto de “diálogo”, como es muy notorio, está de continuo presente en la comunicación pública. Pero también de continuo observamos que los supuestos “diálogos” públicos son deficientes en al menos dos aspectos básicos. En primer lugar, más que conversación o discusión de problemas, lo que ocurre es una mera exposición de las diversas posturas. En tales circunstancias, diálogo equivale a algo así como libertad de expresión, a una oportunidad de que todos expongan democráticamente sus ideas, pero está lejos de contribuir a la claridad sobre las posturas en discusión. Y en segundo lugar, la exposición de las posturas  más bien se transforma en una manipulación de los oyentes, mediante el uso de criterios más emotivos que razonables. ¿Pero entonces, qué características debiera tener una conversación genuina?

 

Si observamos una declaración al pasar de algún personaje público acerca de un asunto debatido, notamos a menudo que en sus palabras, más que argumentos, lo que se expone son sentencias que evaden la cuestión que se discute, mediante frases hechas y respuestas cliché, y atacan a la contraparte ya sea encasillándola con alguna etiqueta (“retrógrado”, “liberal”, “progresista” o “paternalista”), o bien apelando a intereses emotivos de los oyentes, a su libertad, bienestar personal, etc. Todo esto no es más que discurso manipulador. Las frases hechas que comúnmente escuchamos en las opiniones de la gente (“esto es cuestión de cada uno” “cada cual decide lo que hace” “tengo derecho a…”) están formuladas para cerrar el diálogo, y dan cuenta de una escasa reflexión personal de los asuntos y de una fácil aceptación de las ideas del momento. Apenas se puede enfatizar lo suficiente la necesidad de coherencia en este punto: si los cristianos (por ejemplo, cristianos involucrados en política) se proponen denunciar los males sociales, es su deber apartarse de dichas formas, de esta lógica de discurso, y buscar formas legítimas de argumentación. Requerirán volverse verdaderos ascetas del lenguaje. La Palabra de Dios es poder porque es la verdad concerniente al ser humano y relevante para él, no porque manipule, o persuada con sutilezas emotivas y mera retórica. Mediante el lenguaje podemos hacer múltiples acciones. Con nuestras palabras no solo constatamos hechos, no solo informamos. También se puede enseñar, aconsejar, persuadir, declarar; se puede además mentir, manipular, amenazar o maldecir. Se instituye una sociedad, se dicta una lección, se declara la guerra, etc. Y al realizar estos actos mediante el lenguaje, ­se va moldeando, dando forma a la cultura, al mundo humano. Nuestra utilización de las palabras, por tanto, necesita también estar sometida a criterios de razonabilidad, de justicia, de bondad. Para un cometido de crítica y autocrítica por parte de los cristianos, entonces, se hace necesaria una forma apropiada de conversar y debatir, dando razones atendibles para la otra parte, evitando toda ambigüedad, presentando con claridad lo que tenemos por bueno y verdadero, sin otros fines entre manos más que hacer comprensible aquello que se afirma.

 

Pero este apelar a argumentos y fundamentos que tenemos en común con nuestros interlocutores no debe confundirse con la apelación a algo neutral. Quien apela a algo que tenemos en común con otros, sigue apelando a un contenido, un contenido que bien puede entender como algo que el otro tiene, que nos es en ese sentido común, pero que el otro tal vez no entiende, o cuya raíz no entiende. Por decirlo más claramente: cuando apelamos a argumentos que nuestros interlocutores no creyentes entienden, estamos apelando a parte de la estructura del mundo como Dios lo hizo. Al usar tales argumentos reconocemos que todo el mundo tiene alguna noción de ello, pero al mismo tiempo afirmamos que tiene una comprensión parcial. Nuestra conversación debe pues ser razonable en cuanto apela a lo común, pero exigente y desafiante en cuanto seamos capaces en ese proceso de mostrar lo que al otro le falta por conocer. Y eso significa que incluir referencia a lo que no nos es común con el resto, también es una tarea mucha veces lícita y necesaria de la crítica cultural.

 

Esto, a su vez, significa que en medio de nuestro llamado a una cultura del diálogo, debemos poner un esfuerzo similar por una sana cultura de la controversia. Esto puede sonar como algo fuera de lugar, como algo que acrecienta la división entre las personas. Pero una educación para el conflicto es algo mucho más humano que una educación que busca ignorar los lados conflictivos del hombre hasta que le estallan en la cara. En las elocuentes palabras de J. Gresham Machen, no hay nada más detestable que cuando alguien comienza un discurso diciendo que “en esto estamos todos de acuerdo”, y luego procede a pisotear las verdades que más preciadas nos parecen. Viendo esto a diario, una cultura de tono pacifista con constantes estallidos de violencia, no podemos sino pensar que tanto como se requiere diálogo, se requiere capacidad de discusión vigorosa, de enfrentamiento franco de las ideas. En tiempos que son de violencia y pacifismo a la vez, donde no se quiere reconocer el carácter problemático del hombre pero éste irrumpe por lo mismo con más ira, es crucial que el arte de la controversia sea algo cuidadosamente aprendido. La crítica cultural exige de nuestra parte bondad, justicia y racionalidad, pero exige también enfrentamiento y una buena cuota de humor (algo de sarcasmo ante ciertos adversarios, pero también una buena dosis de ironía respecto de nosotros mismos). Hay por supuesto quienes dudan de que sea posible combinar estas cualidades – ellos debieran ser objeto, no sujeto de la crítica cultural.

 

III.         Especialización y sabiduría

 

Pero el diálogo maduro, la conversación racional que logra avances, el debate productivo, es posible sólo cuando hay cierto conocimiento. Para entrar a la discusión de forma legítima, por descontado hay que saber de qué estamos hablando, cómo está pensando el mundo sobre esta materia en particular. Así es, sea que se hable de la pobreza, la ecología, los límites de la ciencia o el poder de los medios de comunicación. Karl Barth decía que se debe predicar con la Biblia en una mano y el periódico en la otra. Quería, por supuesto, decir que debemos estar informados y con los pies bien puestos en el mundo. Pero la imagen que usó tal vez no es la más adecuada. Pues incluso concediendo que la prensa suiza de la época de Barth debe haber sido algo superior a la nuestra, el periódico se encuentra en una singular posición, pues no suele ni contener información especializada, ni tampoco generalidades sabias. Se encuentra normalmente en una tierra intermedia, muchas veces sin especialización ni sabiduría. Que ésa sea la principal fuente de alimentación del mundo contemporáneo, es uno de los aspectos más preocupantes del mismo, y eso tanto si el periódico en cuestión es del “sistema” o tiene la pretensión de ser una voz “crítica”.

 

Es evidente (y en este contexto es una verdad que los periodistas cristianos deben tomar muy a pecho) que lo que necesitamos para una adecuada crítica cultural es algo que no es un vago “estar informados”, sino contar con conocimiento especializado, competente, y a la vez con una sabiduría de la que el mero experto muchas veces carece. Y si bien la sabiduría es un requisito indispensable, puede ser más adecuado partir por enfatizar el requisito de conocimiento especializado. Pues así se eliminará la idea de que un mero tono de denuncia, adornado en el caso de los cristianos de la pretensión de “denuncia profética”, baste para una buena crítica. Pues “el mundo” no sólo es un fenómeno bastante más complejo que lo que “el mundo evangélico” muchas veces piensa, sino que es además una realidad muy cambiante: quien quiere saber cómo criticar bien y cómo ser un buen autocrítico, necesita ocuparse no sólo de modo general respecto de lo que es una mentalidad “mundana”, sino que tiene que ocuparse de ciertos rasgos específicos de cómo opera el mundo hoy. Con todo, tampoco eso es algo de lo que salga provecho alguno sin sabiduría. Para comprender esto basta con preguntarse por rasgos específicos del mundo contemporáneo y sobre modos específicos de estudiar dichos rasgos. El mundo contemporáneo se caracteriza, entre otras cosas, por un vertiginoso cambio en los medios utilizados: si se caracteriza a nuestra época como revolucionaria, lo es tanto por los cambios de fondo como por los cambios en la forma. Pues bien, hay toda una disciplina académica nueva, la “ecología de medios”, dedicada no en abstracto a estudiar el impacto de los medios, sino el modo en que los medios modifican el fondo, el mensaje[ii]. Al reflexionar sobre los tiempos en que nació esta disciplina, Neil Postman –uno de sus principales exponentes- escribía que “desde el comienzo fuimos un grupo de moralistas”[iii]. Con eso desde luego no quería decir que pusieran su esperanza en la moralidad, sino que eran personas atentas al efecto moral de los medios, que surgía una disciplina sobre un campo muy específico, pero conscientemente dedicada a no dejarse determinar por un ideal neutralizante de ciencia. Y el ser capaces de conscientemente dar ese paso, no es cosa de mera especialización, de conciencia de la centralidad de los medios, sino que es una cuestión de sabiduría.

 

Pero quien se detenga un segundo sobre una disciplina como la ecología de medios, con seguridad captará también hasta qué punto es relevante para la vida de la iglesia, esto es, hasta qué punto un buen conocimiento de la ecología de medios nos llevará también a ser autocríticos más capaces. En nuestro afán misionero intentamos apropiarnos de todos los medios que puedan servir para transmitir el mensaje. Nuestra generalizada creencia es que los medios son neutrales, y que lo importante es el mensaje. Pero con ojos abiertos por una disciplina como la ecología de medios, la cosa cambia. Los ejemplos saltan a la vista: se nos dice que una imagen vale por mil palabras, y en consecuencia intentamos también nosotros usar más imágenes para transmitir la verdad. Lo creemos tanto que pensamos que las imágenes podrían ser un mejor medio de evangelización que las palabras, y la predicación resulta en consecuencia muy poco valorada entre los mismos cristianos. Pero los cristianos debiéramos creer que tenemos una Palabra que vale más que mil imágenes. No se trata con esto de un burdo rechazo al uso de imágenes o de cualquier otro medio contemporáneo, sino que se trata de incentivar una práctica de discernimiento, de reconocer que como en todo, necesitamos aquí cautela y sabiduría. A lo menos que tenemos que llegar es a tener conciencia de que los medios no son neutros, que afectan el mensaje, y que por lo mismo tenemos que desarrollar una “ecología de medios” que sea consistente con el mensaje que nos importa. Hasta aquí el mundo evangélico se ha preocupado principalmente de usar medios que se adapten a cada público al que nos dirigimos. Y está bien buscar eso. Pero si los medios transforman el mensaje, hay que buscar los medios que más se adapten no sólo a cada público, sino a cada contenido. Pero eso, en medio de toda la correcta preocupación por los medios, nos tiene que volver inquebrantables defensores de la primacía del fondo, nos tiene que volver personas que dejen que el contenido contribuya a fijar la forma. Y conscientes de que la forma puede tener tal estrecha conexión con el contenido, el crítico cultural cristiano se volverá profundamente escéptico respecto de quienes creen que un mero rupturismo respecto de las formas constituya siquiera un remoto comienzo del tipo de crítica al que estamos llamados.

 

IV.          Carácter y confianza

 

Hemos hablado en el párrafo anterior de sabiduría y especialización. Pero también se puede hablar de especificidad: tenemos una necesidad –un deber- de ser específicos en nuestras críticas. La crítica cultural degenera muy fácilmente en una queja general respecto del estado de nuestros tiempos, y tal queja generalizada no sólo es signo de falta de gratitud, sino que constituye un diagnóstico demasiado vago como para que de él pueda nacer un camino de mejora. Un diagnóstico adecuado es siempre un diagnóstico preciso, no una vaga queja contra los poderosos, contra los degenerados o contra los hipócritas, no una vaga queja contra los mundanos, contra el imperio ni contra el pasado. La crítica responsable es específica y nos dice que tal hombre poderoso está usando mal su poder, que tal autor del pasado o del presente dijo tal cosa equivocada en tal obra –nada más ni nada menos. En cierto sentido esta crítica específica a la que estamos llamando puede parecer mucho más fea: es acusar con nombre y apellido. Sin embargo, es mucho más honorable que una queja indiferenciada, en la que no se está criticando a nadie, pero por lo mismo tal vez a todos. La crítica específica requiere por supuesto más conocimiento, pero, lo que es más importante, requiere un carácter más responsable, requiere en general de un carácter más robusto. Porque si alguien nos responde a nuestra queja general, siempre nos podemos lavar las manos y decir que no dijimos nada contra nadie, que en realidad estábamos hablando de otros casos, de otra cosa. Pero la observación de detalle siempre nos pone ante una persona concreta, ante un interlocutor de carne y hueso, y eso nos obliga a tratarlo con humanidad. En cierto sentido, no hay nada más humano que una acusación con nombre y apellido, y no hay nada más desmoralizador que un vago espíritu de mera queja y desilusión.

 

Por lo demás, la mera queja generalizada contra todos los males del mundo es desmoralizadora tanto para el que la profiere como para el mundo circundante. El cristianismo no sólo remueve la tierra, sino que al hacerlo planta una semilla. Pero la crítica generalizada sólo genera un caldo de cultivo para ideas radicales de ideologías que promueven redención dentro de este mundo. La crítica del aburguesamiento la puede proferir el cristiano, pero la puede también proferir el nazi o el marxista; y el cristiano tiene que aprender a hacerla de un modo que no sirva de caldo de cultivo para éstos. Si quiere hacerlo así, su tarea no será fácil, pues una vez más tendrá que ser específico. Pero encontrará una saludable guía paralela en lo que ocurre aquí con la autocrítica cristiana: el cristianismo “institucionalizado” suele ser objeto de abundante crítica por su pretendida falta de autenticidad, espontaneidad, etc. Pero basta ver cómo esa a veces inocente autocrítica se convierte en caldo de cultivo para las peores sectas, para así volvernos algo más cautos respecto de qué cosas rechazar como inauténticas.

 

Pero si abandonamos la crítica generalizada para aprender a ser específicos, nos tendremos que distanciar marcadamente del tipo de crítica de la cultura que bajo la influencia de Marx, Nietzsche y Freud, o de mezclas creativas de los tres, atiende no a lo que se nos dice, sino a la motivación (dinero, poder, sexo, siguiendo a los tres autores) del que habla. Quienes escriben desde dicha tradición de la sospecha actúan, en efecto, muy seguros de sí mismos en cuanto críticos culturales. Y no es extraño, pues en medio de su universal sospecha hacia las motivaciones del ser humano, hay casi certeza total de que al menos en algo van a acertar. También la Biblia, se podría decir, hace esa triple denuncia a “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” (I Jn 2:16). Pero hay una radical diferencia entre lo que escribe Juan, y lo que escriben los “maestros de la sospecha”, que creen inevitable que el hombre esté actuando siempre por alguna de esas tres fuerzas. Esta diferencia entre la crítica cultural cristiana y la filosofía de la sospecha puede ser resumida en términos muy sencillos: es la cuestión de si dar o no dar primacía a la pregunta por la verdad. El cristiano por supuesto puede llegar a un momento de sospecha, en el que debe desenmascarar intereses ocultos de su interlocutor. Pero eso lo puede hacer sólo después de haber visto por otros medios que está ante una falsedad. Mientras que eso no ocurra, tiene el deber de cultivar más bien una filosofía de la confianza. Ahora bien, tener confianza puede ser visto como una ingenuidad, y el ingenuo, se dirá, nunca es un buen crítico cultural. Pero en un clima de desconfianza sí: el que cultiva una cierta ingenuidad y confianza está precisamente con esa forma de vida emitiendo una crítica y un juicio sobre un mundo de sospecha.

 

Pero esto significa que la buena crítica cristiana, será en un fuerte sentido antirrevolucionaria. Esto es, será una crítica desarrollada desde la conciencia de pertenencia a una tradición, no desde un vacío neutral ni desde un futuro a crear. En realidad, toda crítica, y especialmente la autocrítica —a una institución, una tradición o una cultura— siempre se realiza, es obvio, desde una determinada postura, tomando partido por alguna visión del mundo; a fin de cuentas es imposible posicionarse en un punto neutro. La revolución total es imposible: cualquier cambio cultural, por radical que sea, se realiza con materia prima cultural ya existente. Esto es así aun cuando sean los rasgos de otra cultura los que se adopten. Es interesante tener en cuenta que todo lo que somos hoy, en nuestra iglesia o nuestra sociedad, se lo debemos a quienes han venido antes que nosotros, para bien o para mal. Ninguna cultura o tradición es lo que es desde siempre, y para comprenderla, hay que entender su pasado. Es así que para criticar y autocriticar es necesario reconocer dónde estamos posicionados, y para ello hay que conocer la propia historia, el camino por el que se ha llegado hasta la circunstancia presente y que da sentido a lo que somos. Haciendo esto no podemos evitar reconocer también cierta deuda con nuestros antecesores. Pensémoslo bien: la libertad misma de criticar que hoy gozamos seguramente se la debemos a alguien más, al igual que el lenguaje que posibilita la crítica razonable y todos los medios con que contamos para ello. Entonces, entendiendo lo que somos y valorándolo, podemos percibir más claramente qué es lo que tenemos que cambiar, mejorar, conservar o rescatar. Tener identidad es saberse perteneciente a una tradición, una historia, y solo desde esa perspectiva es posible una constructiva autocrítica.

 

Lo anterior es especialmente deseable al interior del cristianismo. Nosotros creemos que el evangelio es una verdad revelada que ha llegado hasta nuestros oídos gracias a que otros nos la transmitieron. Especialmente nosotros los creyentes somos lo que somos producto de lo que hicieron otros que vinieron antes. Ellos nos heredaron la fe, y qué mejor que remitirnos a nuestros antecesores para dilucidar qué cosa conviene conservar, qué tenemos que cambiar. El camino hacia adelante pasa muchas veces por un camino hacia atrás y un camino hacia adentro. Quien ama a la iglesia querrá siempre construirla, engrandecerla, no subvertirla. Más aun, si lo que queremos es diferenciarnos del mundo y no ser asimilados por éste, no podemos sino preguntarnos desde la iglesia misma qué es la iglesia. No hay respuesta fuera de ella.

 

V.             Conclusiones

 

Existe un radicalismo que también tiene una crítica cultural, pero enferma. En palabras de Helmuth Plessner, “su tesis es la carencia de reservas, su perspectiva lo infinito, su pasión el entusiasmo. […] Es la cosmovisión innata de los impacientes. […] El radical desprecia lo condicionado, lo limitado, las cosas y pasos pequeños, la restricción, la discreción. […] El enemigo del radical es la naturaleza, pues pone límites a su afán de infinitud. […] Ser radical es un moralismo de la eficiencia, desconfianza ante la alegría y el goce, desprecio de la apariencia”[iv]. Cabe notar que este tipo de radicalismo descrito por Plessner puede tener dos manifestaciones muy distintas. Puede tratarse de ideologías secularistas incapaces de aceptar la existencia del mal en el mundo, enfermas por erradicarlo de inmediato, al precio que sea. Pero hay también un similar radicalismo impaciente e indiscreto por parte de cristianos que al emprender la crítica cultural sólo saben vociferar contra determinadas manifestaciones de una cultura separada de Dios, que sólo atacan a un brote de impiedad o inmoralidad por aquí o por allá, y a eso llaman ser voz profética. Hay, si se quiere ponerlo en esos términos (aunque tal vez sería mejor no hacerlo), un radicalismo de la izquierda progresista y de la derecha religiosa.

 

El cristianismo no puede dejar de lado la tarea de la crítica cultural, pero si se embarca en ella tiene que poner toda su fuerza en ser algo distinto de este radicalismo. Será el pensamiento de gente que sabe ser reservada, que no se entusiasma con cualquier cosa, que cultiva la paciencia, que sabe de las limitaciones, valora los pasos pequeños, que no se avergüenza de la alegría y el goce como si fuesen patrimonio de los superficiales, y que sabe también guardar las formas. El crítico cultural requiere de una profunda reverencia ante la realidad. ¿Es posible tener esas cualidades al mismo tiempo que se es consciente de lo perdidamente mal que está la humanidad? Es la paz de Dios, escribe Pablo, lo que “guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos” (Fil. 4:7), y quien escribe desde esa paz sabrá ir, como dice el poeta Machado, despacito y con buena letra. Y eso no implica ser menos radicales, sino más: implica (sin olvidar las manifestaciones específicas del mal, sino sacándolas a la luz (Ef. 5:11-13)) dirigir la mirada a la raíz, lo que muchas veces implica concentrarnos en problemas que parecen menos escandalosos. En esto, la buena crítica cultural no se parece en nada al periodismo de denuncia.

 

Ahora bien, ni eso ni nada de lo que aquí hemos dicho quita que el crítico social puede al mismo tiempo ser irónico, irritante, severo o burlesco. Hace un siglo y medio Kierkegaard iniciaba un pequeño libro titulado La Época Presente describiéndola como una “época esencialmente sensata, reflexiva, desapasionada, encendiéndose en fugaz entusiasmo e ingeniosamente descansando en la indolencia”[v], dando así un testimonio entre cientos de lo vigorosa que ha sido la crítica social cristiana, muchas veces no sólo intelectualmente superior a la crítica cultural realizada desde otras cosmovisiones, sino también literariamente superior. Pero tal crítica, por aguda que fuera, por llena de insultos, ironía, severidad y burla que estuviera, fue hecha por hombres que sabían lo que habían recibido y que tenían vidas de gratitud, vidas en las que –por melancólicos, agitados o reflexivos que cada uno de ellos fuera- nunca fue el descontento lo que reinaba. Y esa alegría y gratitud respecto de la iglesia la tenían también respecto del mundo, al cual criticaban sin despreciarlo.

 

Se podrá creer que eso en realidad pone fin a la crítica y a la autocrítica, que la gratitud, la alegría y la confianza nos vuelven complacientes y callados. Pero en realidad hace más difícil la tarea del crítico, pero por lo mismo más rica. Y así lo han visto también los grandes pensadores seculares. En esa línea Gadamer ha escrito alguna vez que tenemos que ser más críticos con el pensamiento crítico. La filosofía nació de la admiración, no de la crítica, y tanto más debemos los cristianos recordar que la salud de nuestra mente requiere una actitud de profundo discernimiento, crítica, pero que antes que eso existe también un estar agradecido, admirado y rendido ante la maravilla de la realidad creada y redimida por Dios. Sólo de ese subsuelo brotará una crítica y autocrítica capaz de levantar en vez de destruir.


[i] Sábato, Ernesto. La Resistencia Seix Barral, Buenos Aires, 2000. pág. 125.

[ii] Para introducción a la disciplina y recursos básicos véase http://www.media-ecology.org/

[iii] Postman, Neil. “The Humanism of Media Ecology” p. 11, disponible en http://www.media-ecology.org/publications/MEA_proceedings/v1/postman01.pdf

[iv] Plessner, Helmuth. Grenzen der Gemeinschaft. Eine Kritik des sozialen Radikalismus Suhrkamp, Frankfurt, 2001. pp. 14-15.

[v] Kierkegaard, Soren. La Época Presente Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2001. p. 41.

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