Estudios Evangélicos

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Una paz mal entendida. Reflexiones de un chileno en Nueva York, durante el 11 de septiembre

Dejemos de pensar que alguien tiene que ser inocente para que se recuerde su muerte injusta con dolor.

Aquí en Nueva York todos los cuarteles de bomberos tienen placas recordatorias de aquellos que murieron el 11 de septiembre de 2001 (el «9/11»). Los norteamericanos tienen una admirable actitud de evitar olvidar o dejar de hablar de un pasado sólo porque es doloroso. La encuentro admirable porque es el único camino para una genuina sanidad, tanto individual como comunitariamente.

 

Ellos hacen un esfuerzo intencional y consciente de no dejar de recordar ni de hablar de los episodios dolorosos de su historia, lejana y reciente no sólo en relación al «9/11», si no también en museos que recuerdan el holocausto o en museos que cuentan y recuerdan la esclavitud: vi en Philadelphia, en la mismísima entrada a la campana de la libertad y del salón de la independencia, por ejemplo, una sección que muestra con vergüenza que George Washington mantenía esclavos y los rotaba de región para que no pudieran tener libertad. Un hecho oscuro que le quita brillo y heroísmo a uno de los héroes de la independencia norteamericana, pero ningún gringo se ofende porque este recordatorio haya sido puesto ahí; es más, lo sienten como un profundo deber: «esto se debe recordar, esto se debe saber por las generaciones».

 

En este post no quiero entrar en el asunto de la justicia aún, quiero, por ahora, sólo hablar de un asunto más simple, pero que a mi entender es más fundamental: la necesidad que tenemos en Chile de conversar abiertamente, de tener genuino diálogo y de hablar sin temor sobre la dictadura militar – o como Ud. prefiera llamarla, dígame por qué prefiere otro nombre y conversemos los argumentos –,  sobre el golpe de estado – o como Ud. prefiera llamarlo, explíqueme por qué prefiere otro nombre y expongamos nuestros argumentos sin descalificarnos – o sobre el dañino proyecto socialista de Allende – o como Ud prefiera llamarlo, no me ponga una etiqueta tan rápido y conversemos los argumentos primero.

 

Yo puedo presentar mis argumentos de por qué uso estos nombres y adjetivos, pero también estoy abierto a ser convencido. Pero para eso necesitamos conversar.

 

Necesitamos saber sentarnos en una mesa y dialogar sobre nuestra historia reciente sin el clásico: «tú no lo viviste, así que no tienes derecho a hablar de esto». Argumento pobre y, sobre todo, hipócrita: ya que los mismos que lo usan tienen claras opiniones sobre la U.R.S.S., sobre la Alemania Nazi, sobre el apartheid sudafricano, sobre Fidel y Cuba, sobre el imperialismo norteamericano y muchos hasta se posicionan como “carreristas” u “o’higginistas”. La historia es de todos, nos pertenece a todos, especialmente la de nuestro propio país y, curiosamente, como bien los historiadores han dicho, quienes no vivieron los hechos tienden a verlos con un poco más de objetividad.

 

A veces tenemos miedo de herir susceptibilidades y por eso no hablamos. Pero en ese sentido, es un hecho que se podrían herir susceptibilidades al recordar el «9/11» aquí en EEUU como una tragedia. No podemos olvidar que Nueva York es una ciudad multicultural, muy distinta al resto del EEUU, donde se ve poco del llamado «american way of life» y donde la gente viene precisamente para huir del «american dream». Y esto implica que es una ciudad, por ejemplo, llena de musulmanes plenamente convencidos de que la moral judeo-cristiana y los ideales modernos desde los cuales se construyó esta nación están equivocados simplemente porque no se someten a las reglas morales “superiores” del Corán (convicción que comparten, de hecho, con los terroristas del “9/11”). Un amigo me hizo ver la diferencia entre ser musulmán y ser islámico, y creo que es correcta, pero aún así unos y otros tienden a compartir estos valores y no veo que ninguno de estos musulmanes se ofenda porque se recuerde una tragedia todos los muertos del «9/11». Y no se ofenden porque siendo musulmanes tienen claro (y en este punto su opinión es totalmente opuesta a la de los terroristas islámicos) que los que murieron, murieron injustamente y no están de acuerdo por principio con ataques terroristas. Más allá de las diferencias ideológicas, religiosas y culturales que los separan de la mayoría de los residentes de Nueva York, todos están de acuerdo (judíos, musulmanes, cristianos, agnósticos, árabes, asiáticos, latinos, negros, blancos, demócratas y republicanos) de que hay cosas que desde una simple perspectiva moral no son correctas, ¡son injustas! Y una de ella es asesinar a cerca de 3 mil personas, justificándose en una especie de “purificación” moral del planeta. Cifras similares tenemos en Chile con los desaparecidos y razones similares también, lamentablemente, siguen siendo esgrimidas por quienes tratan de justificar lo injustificable.

 

El ver esto me hace pensar que para nosotros, los chilenos, es clave enfatizar que el tratar de olvidar las cosas, haciendo como que nunca ocurrieron, no es el camino que nos llevará a la paz. Crecí en una iglesia evangélica donde no sólo se enseñó que “de estas cosas no se hablan porque generan peleas”; si sólo este hubiera sido el argumento, habría sido respetable, aunque discutible. Sin embargo el argumento iba más allá y tomaba tintes de espiritualidad y de mandato bíblico, obviamente con textos muy mal interpretados y sacados de contexto. Por lo tanto la orden era directa: no se habla de política en la iglesia porque quiebra la unidad del Cuerpo de Cristo. Cuando la verdad es que la iglesia ya estaba dividida hacía rato por este tema y sólo una sabia instrucción bíblica con los principios escriturales que parten desde el Evangelio, mediante una conversación honesta y abierta, habría sido el camino para la genuina unidad. Hoy, incluso, estoy convencido que el prohibir hablar de política en la iglesia es una de las formas más sutiles y eficientes de imponer una única visión política, pero eso es tema para otro post.

 

Mi punto aquí es que negarse a hablar estas cosas y cerrarse en la propia opinión sin escuchar de verdad al otro (que es lo mismo que no hablar), ha sido uno de los grandes males de nuestra sociedad chilena y la iglesia evangélica no ha sido en absoluto contra-cultural en esto. Cuando evitamos hablarlo, vamos guardando pensamientos y prejuicios en el corazón por largo tiempo hasta que, repentinamente, todo explota en una discusión en la mesa familiar, en una asamblea congregacional, o en una mutua descalificación en un foro de Facebook. Una vez más el clásico papelón a la chilena: diálogo de sordos sólo porque por demasiado tiempo nos negamos a hablar estos asuntos.

 

¿Mi recomendación pastoral? ¡Recordemos la herida de nuestro país! Pero hagámoslo semana a semana, poco a poco, no esperando resolver todo en una única conversación, pero tampoco quedándonos callados rumiando prejuicios y etiquetas contra el otro.

 

¡Recordemos que muchos murieron injustamente y no complejicemos lo simple! Soy calvinista y desde una perspectiva teológica tengo claro que todos merecemos la muerte y, para escándalo de los hippies, creo incluso en la vigencia de la pena de muerte para las sociedades actuales. Pero también sé que existe la categoría de «muerte injusta» en este mundo y una muerte injusta es la de alguien que nunca fue llevado a un tribunal en un estado de derecho, que nunca fue procesado formalmente ni sentenciado acorde a las leyes, sino simplemente torturado, acribillado en secreto y su cuerpo arrojado al mar o enterrado en el desierto. Esto es inmoral y debe ser claramente condenado y recordado con pena y dolor.

 

Recordemos también a todos los que murieron en distintas circunstancias, más allá de los detenidos desaparecidos: soldados que murieron por defender a sus superiores de ataques terroristas. Gente que no tenía nada que ver con los enfrentamientos, que se subió a un auto después de una jornada de trabajo y que murió por las bombas de los ataques terroristas de la extrema izquierda. ¡Todos deben ser recordados! Y todos los culpables deben ser juzgados y condenados en tribunales debidamente constituidos. Ninguno de los que murió eran «blancas palomas» a los ojos de Dios y probablemente tampoco a los ojos de los hombres. Dejemos de pensar que alguien tiene que ser inocente para que se recuerde su muerte injusta con dolor. ¿Qué puede ser más contrario al Evangelio que pensar que unos hombres son menos inocentes que otros y, por lo tanto, menos dignos de ser recordados? No relativicemos lo que es claro: que te maten a escondidas o mediante una bomba que explota a pocos metros, no es justo. Así de simple.

 

Lo he dicho antes y lo repito: No soy marxista. No simpatizo con el proyecto autoritario del marxismo y según mis lecturas y los testimonios oídos acerca de esa época, creo que Allende estaba llevando este país a su ruina en más de un sentido, no sólo económico. Pero nada de esto justifica torturas, muertes arbitrarias, desapariciones y encubrimientos sistemáticos de los diarios e incluso de líderes religiosos que vendieron la voz profética de la iglesia o simplemente callaron y mandaron a sus feligreses a callarse en nombre de una paz mal entendida.

 

Cambiemos esta historia desde nuestras iglesias. Hablemos sin temor sobre lo ocurrido, a dónde nos ha traído y sobre lo que vendrá a partir de hoy. Hablemos como hermanos en Cristo y sometámonos ante la Palabra de Dios, permitiendo que el Evangelio de Cristo sea nuestro lente desde el cual mirar nuestro pasado y focalizar en un futuro lleno de esperanza. Busquemos la genuina paz. El Shalom de Dios que sólo se produce cuando desde nuestras diferencias aprendemos a armonizar las visiones y esfuerzos para la gloria de Dios.

 

De «40 años – Voces evangélicas sub 40» lee también:

 

Luis Aranguiz, Helmut Frenz, entre el mito y el hombre

Matías Maldonado, Evangélicos en la dictadura militar chilena

Cristóbal Cerón, Nueve compromisos para promover la reconciliación en Chile

Luis Pino Moyano, 40 años. Buscando respuestas en el evangelio

Cristián Morán y Pablo Sánchez, El sueño de ex-Presidente Allende

Manfred Svensson, Todos cambiamos. Una reflexión personal a cuarenta años del golpe

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