Evangélicos y política. ¿Qué hacer?
Resumen del post:
Esperamos que los diez puntos que siguen puedan ofrecer alguna orientación, para hacer más fecundo nuestro aporte político a los países que habitamos.
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Fecha:
15 marzo 2014, 05.08 PM
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Autor:
Estudios Evangélicos
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Publicado en:
Actualidad y Opinión, Cuestiones fundamentales
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Evangélicos y política. ¿Qué hacer?
Esperamos que los diez puntos que siguen puedan ofrecer alguna orientación, para hacer más fecundo nuestro aporte político a los países que habitamos.
A lo largo y ancho del continente, los cristianos evangélicos viven momentos de agitación, confusión, tentación y manipulación en su relación con la vida política. Este hecho se ve acentuado en tiempos de elecciones, cuando las coaliciones políticas están ansiosas de conseguir apoyo de un sector social numeroso, y cuando los creyentes se ven tentados a precisamente usarse a sí mismos como moneda de cambio. A los procesos eleccionarios que viven muchos de nuestros países, se une el hecho de que atravesamos grandes cambios culturales: los desafíos de hoy son muy distintos del tiempo en el que la Guerra Fría dictaba las coordenadas políticas y en que la oposición al catolicismo romano parecía para algunos evangélicos una suficiente hoja de ruta. Estos cambios y la desorientación que traen, así como el bochornoso actuar de muchos creyentes en política, pueden llevar a que muchos evangélicos pierdan todo interés por la misma. Pero no es eso lo que queremos. Esperamos, por el contrario, que los diez puntos que siguen (y los links que ahí encontrarán a artículos donde hemos desarrollado más los diversos puntos) puedan ofrecer alguna orientación, para hacer más fecundo nuestro aporte político a los países que habitamos. No se trata aquí de ofrecer lineamientos para un movimiento político, sino más bien de recordar criterios que cristianos de variadas tendencias políticas debieran tener en cuenta a la hora de actuar políticamente.
1. Preocupémonos. Está muy bien que en la órbita de nuestras preocupaciones se encuentre la actividad política, cuya naturaleza es atender al bien de los hombres; no a todo bien del hombre, pero sí del hombre completo. El cristianismo no es una secta gnóstica que busque retirarse del mundo, sino que implica responsabilidad por un mundo caído pero creado como bueno. La actividad política no tiene como fin intrínseco el redimirlo, y es bueno tener un claro control de nuestras expectativas sobre la misma. Pero dicho control de expectativas no debe hacernos olvidar que en este mundo somos tanto peregrinos como ciudadanos. Busquemos el bien de la ciudad.
2. Seamos atrevidos y cuidadosos. Esas cualidades no suelen ir de la mano, pero debemos cultivarlas. Debemos ser atrevidos, pues solo tiene sentido participar si se va a enriquecer la vida pública con algo más que frases hechas. Tal enriquecimiento muchas veces pasa por sostener posiciones culturalmente impopulares, por instalar en la discusión temas que a pocos han importado. Pero debemos ser cuidadosos: también las creencias firmes pueden y deben ser planteadas de un modo que no nos haga parte de la política convertida en espectáculo. Hay que atreverse sin ser “atrevido”, pues demasiados creyentes tienden a confundir arrojo y valentía con impertinencia y desatino. Con eso se pone en juego no sólo la credibilidad de sus propias convicciones políticas, sino también la credibilidad del conjunto del testimonio cristiano. El cristianismo no entra a la arena pública a negociar sus convicciones, en el sentido de considerarlas transables a cambio de algo; pero la vida pública sí es un espacio de deliberación y orientación de los participantes al mutuo entendimiento. Quien no quiere el cuidado que eso implica, tampoco debe querer el atrevimiento.
3. Cultivemos independencia de juicio. La caza del voto evangélico nos hace participar de un sistema de clientelismo y mercado electoral que daña tanto a la iglesia como a la vida pública. Cierto complejo de inferioridad lleva con facilidad a que busquemos reconocimiento, volviéndonos presa fácil de ofertas que por lo de más constituyen migajas. ¿Por cuánto tiempo tendremos que seguir viendo iglesias interesadas en “promesas de x al mundo evangélico”? Poco importa si se cumplen o no, lo que importa es cómo perdemos de vista el bien común, cómo nos convertimos en grupo de interés, cómo confundimos el ser ciudadanos con ser grupo de lobby. Si no se deja esto de lado, las iglesias seguirán siendo para los políticos como la amante despreciable que se busca sólo para el momento. ¿Cómo corregir eso? No hay nada como saber que ya tenemos un Soberano, cuyo dominio no se limita a los resultados de una elección democrática y del cual somos embajadores. Estar satisfechos con la aceptación ante Dios es el primer paso para liberarse de esa búsqueda de reconocimiento. Con esa independencia se podrá desarrollar una mirada crítica ante tantos programas y partidos que circunstancialmente pueden acercarse al cristianismo, pero que no pueden constituir nuestra lealtad última. Solo si la independencia nace de tal raíz, nos podremos liberar del vicioso esfuerzo por mostrar independencia mediante una actitud puramente disidente. En esa actitud de mera disidencia, después de todo, confluyen tanto evangélicos de una izquierda puramente antisistema como evangélicos de un conservadurismo de solas negaciones (“no al aborto”, “no al matrimonio homosexual”).
4. Que nuestra independencia se arraigue en la tradición cristiana de reflexión social. La sola independencia no ilumina a nadie, el mero intento por ser “propositivo” tampoco. Necesitamos estar arraigados. Podemos requerir independencia de los estereotipados discursos de centro, derecha e izquierda, pero requerimos como contraparte arraigarnos en la larga tradición cristiana de reflexión social, capaz de pensar el orden político desde sus propias categorías. Vale la pena recordar el papel práctico desempeñado por cristianos en grandes acontecimientos de la historia, pero esos relatos deben ser complementadas por el conocimiento de la propia tradición de reflexión social. Hay un canon de pensamiento social cristiano, y parte de nuestra tarea política e intelectual es revivir y actualizar dicho canon. Hay cosas que los evangélicos podemos aprender de la tradición católica, pero los nombres de Agustín y Melanchthon, de Altusio y Kuyper, de Bonhoeffer y Paul Ramsey, y tantos otros, deben ser parte de un repertorio que renueve nuestras mentes.
5. Desarrollemos alianzas sabias. Formar partidos políticos evangélicos llevará a perpetuar nuestra incapacidad de interactuar de modo productivo con quienes poseen creencias distintas. Busquemos en lugar de eso participar de la vida política gestando alianzas sabias, participando en los múltiples canales o contribuyendo con otros a la creación y acrecentamiento de dichos canales. En el siglo XIX muchas veces buscábamos aliarnos con la masonería en búsqueda de mayores libertades públicas para los no católicos. Hoy puede haber una creciente búsqueda de alianza con católicos en defensa de la familia o la vida. Circunstancias históricas específicas pueden hacer más sabio lo uno o lo otro, o bien otros tipos muy distintos de trabajo conjunto. Pero tengamos presente que alianzas sabias son alianzas en las que uno se une más que por la sola existencia de un adversario en común y en las que se es capaz de preservar cierta independencia. Preservar la propia identidad en medio de las alianzas, y en medio de un contexto plural, depende de una conciencia particularmente clara de las propias posiciones.
6. Representemos programas coherentes. ¿De qué hablan los políticos evangélicos? Reducir su discurso a cualquier tipo de “agenda valórica” es olvidar que todas nuestras acciones están cargadas de valor, que nuestro actuar completo debe ser objeto de examen. Es importante lo que está ocurriendo con la desintegración de la vida familiar. Es importante y alarmante la persistencia de la pobreza extrema. Avergoncémonos por las muchas veces que levantamos moral social y moral sexual como alternativas y aprendamos a mostrar cómo se relacionan recíprocamente fenómenos como ésos. El cristianismo no contiene un programa económico ni una política pública para reactivar las familias, pero sí constituye una visión integral que dignifica a la persona, la familia y a las restantes instituciones en que nos desenvolvemos en el mundo. Si no se tiene un programa que trasciende las peticiones puntuales, siempre será mejor callar y esperar.
7. Hablemos de lo que sepamos. La fe puede proveer un marco general de orientación y puede dar luz sobre cosas que no deben escapar a nuestra preocupación. Es sano, por lo de más, que la preocupación moral del creyente contribuya a poner límite a la transformación de la política en actividad puramente técnica. Pero también la política y la deliberación pública requieren competencias específicas: el callar puede significar cobardía o indiferencia, pero muchas veces puede ser también una muestra de honestidad intelectual. Hay en el mundo evangélico una urgente necesidad de disciplina respecto de esto: tal como el enarbolar banderas en contra del aborto implica estar familiarizados con cierta información sobre la vida humana, reivindicar la lucha contra la pobreza obliga a familiarizarse con nociones básicas de economía. No es éste mal lugar para recordar también la necesidad de que los pastores retrocedan respecto de la actividad política: no porque personalmente deban ser apolíticos, sino por el cuidado de la unidad de la iglesia que está a su cargo y por el carácter representativo e inerrante que muchas veces se atribuye a sus opiniones. Tienen una gran labor ayudando a que en sus iglesias se comprenda el carácter omniabarcante del cristianismo, pero debemos acabar con el clericalismo protestante y dejar este trabajo en manos de los laicos.
8. Tengamos mentalidad de largo plazo. La vida política requiere saber responder a urgencias, y tanto más en países inestables y precarios como muchas veces son los nuestros, en los que muchas veces un cambio de gobierno basta para que todo pueda cambiar (para bien o mal). Pero el mundo evangélico ha puesto una confianza desmesurada en lo que puede hacer en este campo, desatendiendo tareas culturales de largo plazo en las que se gestan cambios mucho más profundos. Así, muchas veces caemos en histeria respecto de cambios políticos inminentes, siendo que éstos descansan sobre un cambio cultural más profundo, que se ha producido en parte por nuestro propio silencio o inactividad. Excesivamente orientados a cambios radicales e inmediatos, lanzamos advertencias respecto de cambios que, si abrimos bien los ojos, ya tuvieron lugar. Si recuperamos el equilibrio entre nuestras preocupaciones políticas y nuestras preocupaciones culturales, también la esperanza y amor con que enfrentemos cada tarea cambiarán. Pero no nos engañemos respecto de las exigentes condiciones para el cambio cultural.
9. Fortalezcamos la vida institucional. Hay una exacerbada tendencia evangélica a pensar en términos de lo que ocurre con las vidas individuales, olvidando el modo en que la vida humana se configura por instituciones. Ciertamente las instituciones se desmoronan cuando fallan las personas. Pero la contraparte no es menos cierta: de modo silencioso las instituciones fuertes son capaces de sostenernos en medio de nuestra mediocridad individual. El mundo evangélico, con su énfasis en la salvación individual y una espiritualidad personalista, manifiesta un preocupante descuido por las instituciones –incluyendo la iglesia-, y tiene mucho que aprender en este sentido. Recuperemos la valorización de las instituciones, asumamos responsabilidad por las instituciones en las que nos encontramos involucrados. La familia, la escuela y la iglesia están lejos de ser hoy las únicas instituciones que forman nuestro carácter: la cultura del espectáculo y la entretención, de los negocios y el trabajo, son esferas en que hay necesidad de que desarrollemos una amplia imaginación institucional.
10. Comprendamos nuestro lugar en una sociedad plural. Nuestra sociedad está compuesta por personas que adhieren a múltiples creencias y filosofías. Como uno de esos grupos –y uno que rara vez ha estado entre los poderosos-, tenemos el deber de esforzarnos por entender a los restantes, fomentar el diálogo informado y respetuoso, diálogo que es compatible con tener convicciones firmes. Al enfrentar nociones como las de tolerancia o pluralismo, tenemos mucho que hacer en términos de ni rechazar tales proyectos, ni asumir acríticamente cualquier comprensión que circule de los mismos. Tenemos mucho que aprender en el uso de un lenguaje que resulte transparente para nuestros conciudadanos no creyentes, tal como ellos pueden tener algo que aprender respecto de la legitimidad de la manifestación pública de las creencias. Es cuestión de amor al prójimo salir de la propia subcultura y realizar un mayor trabajo de traducción; y cuando el diálogo con el secularismo parece cerrarse, recordemos que es responsabilidad nuestra mantener abiertas las condicinoes para su reapertura. Recuperemos la capacidad para defender de modo simultáneo el carácter no confesional de nuestros estados y el positivo papel público que puede desempeñar la religión. Recordemos, por último, que la existencia de un papel público de la religión sin que por eso se tenga un estado confesional, pasa precisamente por no identificar lo público con lo estatal, por tener una rica vida pública que nace de la sociedad civil misma.
El mundo evangélico latinoamericano enfrenta el desafío de distinguirse no sólo de quienes promueven un “Estado laico” muchas veces confundido entre actitudes de neutralidad y hostilidad, sino también de aquellos cristianos que ven el Estado y la sociedad como una pertenencia suya a recuperar. Tal exaltada retórica daña de modo profundo tanto el testimonio cristiano como la convivencia social. Una sociedad democrática como la que habitamos, y que es ejemplo para otras regiones en desarrollo del mundo, no es algo a ser rechazado, sino sabiamente cultivado. Esperamos que los diez puntos precedentes muestren que eso se puede hacer con integridad cristiana, sin dividir políticamente la iglesia, sin identificar el cristianismo con algún proyecto político concreto, haciendo aportes genuinos al bien común.
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